¿Qué necesitan los ancianos?

Una veterana y experimentada jefa de enfermeras abordó con profunda claridad, en una conferencia a la que asistí recientemente, la cuestión de la salud y la dignidad de la vida. Lo hizo compartiendo un conocimiento extraído a raíz de su propia experiencia. 

Comparto por ello su testimonio.

Cuando era estudiante, me visualizaba atendiendo a pacientes para quienes el principal paliativo en medio del dolor sería mi esmerada y amable atención, mientras recibía de ellos los más sinceros agradecimientos. Seria en pulcro hospital, al igual que mi blanco uniforme.

Esa visión romántica de lo que sería mi profesión, comenzó a cambiar cuando, en una ocasión una madre sentó a mi lado a su hijo con discapacidad mental. Su apariencia era  desagradable, balbuceaba e insistentemente tocaba mi brazo. Mientras, su madre sonriente me pedía con sus ojos que le respondiera con amabilidad.

No sabía lo que pasaba por mi cabeza, pues sentía una repulsión tal que parecía arrastrarme y, sobreponiéndome, le sonreí y acaricié su cabeza, exigiendo a mi voluntad lo que mis sentidos rechazaban.

Después comencé mi servicio social en un asilo de ancianos indigentes donde observé entre mis compañeros de trabajo actitudes comprensibles de repugnancia ante cierto tipo de enfermos que proporcionaban pocas o nulas gratificaciones profesionales.

Eran ancianos con demencia, extremadamente inválidos, con graves enfermedades de piel, con mal carácter, etcétera; pacientes a quienes debíamos alimentar, asear de sus necesidades fisiológicas, bañar, atender médicamente… Casi siempre ni siquiera les dirigíamos la palabra, y en ocasiones, les regañábamos. Además considerábamos normal que su tiempo en la institución iba a ser breve pues solían morir rápido.

Yo soñaba con volver a mi idealizado mundo profesional pero un día, al atender a una muy desvalida anciana, la escuché decirme en un susurro: “Ya no quiero dar la lata. Quisiera mejor morirme”.

En mi corazón supe que lo decía por una indigencia profunda de amor, lo que caló profundamente en mi alma cambiando el sentido de mi vocación. Con cierta indecisión, pedí empleo en esa misma institución decida a no dejarme arrastrar por los sentimientos sin filtrarlos por la racionalidad.

Creía que podía hacer la diferencia.

Humanizando mis modos, comencé a percibir cada vez más la realidad, de que, si bien, en una persona en edad avanzada va minando la salud, lo cierto es que la vida humana no se reduce a aspectos meramente biológicos. También están los psicológicos y espirituales.

Por este motivo, el concepto de salud debía integrar a toda la persona, no solo en lo corporal.

Resultaba evidente que, a pesar del deterioro de la salud o de las facultades mentales, el enfermo suele responder positivamente a estímulos de amor y que su dignidad  ha de ser el fundamento del verdadero respeto hacia su persona.

El respeto puede ser la mejor terapia. Porque una persona, aun en estado vegetativo, sigue teniendo toda la dignidad de su humanidad y su valor consiste en hacer más viva nuestra caridad.

Luego, al ascender a la dirección de enfermería, pude apostar por procedimientos para mejorar la salud física, emocional, y espiritual de los pacientes, alargando así sus años de vida al ser menos susceptibles a la tristeza y depresión.

Algunos de los nuevos estándares de atención en la medida de lo prudente y posible fueron:

  • Buscar las formas de tomar en cuenta su opinión.
  • Delegarle algunas funciones y responsabilidades.
  • Ayudarle a ser lo más independiente posible.
  • Hacerles sentir que pueden ellos mismos dar amor y compañía a otros enfermos.
  • Respetar sus gustos, aficiones y apegos.
  • Apoyarles a la hora de rememorar sus vidas, darles eventualmente un plato típico de su pueblo o animarles a escuchar música de sus tiempos.
  • Tratar con suma delicadeza su intimidad.
  • Animarles con festivales organizados por escuelas de danza y teatro.
  • Apoyarles para ir al templo y/o para recibir atención espiritual porque relaja el alma.

Ciertamente los mayores difícilmente van a regenerar su salud física, pero pueden mejorar en su humanidad con la ayuda de los demás. Es así porque las personas vivimos de proyectos, de ilusiones hasta el final de nuestros días: por lo que al adulto mayor no se les debe de privar de ello, aunque “su proyecto sea corto o muy sencillo” en medio de sus circunstancias.

Lamentablemente, vivimos en una sociedad con poca solidaridad intergeneracional. Para hacer más justa y noble la coexistencia con quienes nos antecedieron.Una sociedad que, erróneamente, considera que la plenitud de la vida humana se cifra en poseer cosas y no en la vida lograda.

Siendo así, el consecuente error es considerar que la salud es solo un instrumento para el bienestar, como lo único que importa y dejar de lado el bien ser, que se conserva y acrecienta a pesar de las enfermedades.

La sociedad suele olvidar que la ancianidad, con sus condicionamientos, forma parte de un plan querido por Dios.

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