Por qué es necesaria la separación

Este domingo produce en mi alma una mezcla de sentimientos. Me pasa como a los discípulos. Por un lado, me siento triste:

“Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse”.

Yo me quedo mirando al cielo y no quiero soltar la mano de Jesús. No quiero que se vaya de mi vida. No quiero renunciar a las pescas milagrosas a su lado, al pan partido y a la lumbre donde asar el pescado.

No quiero dejar de escuchar su voz preguntándome si lo amo. No quiero que se vaya y quedarme solo en esta vida, sin su presencia física a mi lado. Claro que me gustaría que ese hoy fuera eterno.

La pena embarga a los discípulos porque han poseído lo imposible. Han introducido sus dedos en las llagas de su piel, han metido las manos en su costado abierto. Han amado su carne, su olor, su voz. Y no quieren la ausencia de ese contacto físico que tanto bien les hace.

A mí también me pasa lo mismo. No quiero perder lo que amo, lo que sueño, lo que deseo. Pienso en mis tristezas en este tiempo en el que me han privado del contacto de los míos. Me han prohibido los abrazos.

Me han hecho desconfiar de la presencia física de mis amigos, de mis cercanos. Ese contacto que puede traer la muerte a mi casa. Ese contacto que me da la vida al mismo tiempo.

Pienso en este tiempo en el que me da miedo la vida, el futuro, el mundo, las personas, su cercanía física. Me quedo mirando al cielo con tristeza en el alma. Me faltan muchas cosas y quisiera que Jesús estuviera conmigo siempre.

¿No he sentido alguna vez ante la partida de un ser querido que tenía muchas cosas pendientes que decirle? Me quedó una carta sin escribir. Un abrazo por dar. Una sonrisa guardada en medio de mis rabias y tristezas del momento. Algo no hice.

No abracé, no toqué, porque me daba miedo, o temía el rechazo. Y partieron esos a quienes amaba. Y me esperan en la otra orilla, para cuando llegue a recuperar el tiempo perdido.

La presencia de los que amo es lo que no quiero perder. Me duele el alma en la soledad.

La fiesta de la Ascensión tiene mucho de pérdida. Jesús en mi carne parte al cielo y me deja una nostalgia infinita de paraíso.

Sé que necesito a Jesús conmigo para tener paz, calma y alegría. No quiero que se vaya. Sé que está vivo y su ausencia me duele en el alma.

Betania había sido el lugar de los encuentros, de los abrazos, de las caricias. Y ahora Betania se convierte en el lugar de la separación. Jesús se despide de los suyos y asciende al cielo:

“Después Jesús los llevó hasta Betania; allí alzó las manos y los bendijo. Sucedió que, mientras los bendecía, se alejó de ellos y fue llevado al cielo. Ellos, entonces, lo adoraron y luego regresaron a Jerusalén con gran alegría. Y estaban continuamente en el templo, alabando a Dios”. Lucas 24:50-53.

La tristeza de este día se mezcla con una alegría profunda. Jesús entra en el cielo con mi carne. No asciende en espíritu tan solo. Va con su cuerpo mortal como el mío. ¿Cómo puede atravesar la puerta del cielo mi cuerpo limitado, llagado, herido?

Jesús me muestra hoy el camino que he de seguir. En cuerpo y alma. No sólo el alma.

“Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas Pueblos todos, batid palmas, aclamad a Dios con gritos de júbilo”.

Mi cuerpo limitado está llamado a pertenecer al cielo para siempre. No lo entiendo. Mi cuerpo cuando sea glorioso como el suyo.

Y aun entonces conservará las huellas de las heridas recibidas, de los amores rotos, de las traiciones causadas y recibidas. Guardará las huellas de los abrazos dados y las de los guardados.

Mi cuerpo morará con el de Jesús, con el de María, con el de los santos, con el de las personas que amo. Mi cuerpo pobre. Mi carne corruptible. Mi cuerpo lleno de tentaciones e impurezas.

Ese cuerpo que he despreciado en ocasiones. Porque me inducía al pecado. Tantos pecados esclavizantes a los que me conduce en sus límites. Y aun así está llamado al cielo.

Estaré con Jesús para siempre entre aclamaciones. Estoy llamado al cielo con toda mi historia. Con todas mis vacilaciones y dudas. Con todos mis miedos y traiciones.

La puerta de Jesús se abre hoy ante mis ojos para mostrarme el camino. Y se funden en mi corazón la tristeza y la alegría. El gozo de haber amado y haber sido amado.

Me guardo el abrazo de Jesús en mi alma. Su presencia cálida en mi ser. Y la pena de su partida. La separación necesaria. Porque es necesario que parta para que venga el Espíritu, su presencia viva en medio de los hombres.

Y entonces ya no habrá límites físicos ni de tiempo. No habrá vejez ni dolores. El Espíritu lo penetrará todo, lo cambiará todo en mi vida, en la vida de los que amo.

Los límites se van hoy con el cuerpo de Jesús. Y me muestra el camino. Donde está la cabeza para siempre allí estará su cuerpo. Y la vida de todos los que Él ha amado en su camino.

Me conmueve esa puerta que hoy se abre. Dios me ama en cuerpo y alma. No ama sólo mi espíritu. Comenta el padre José Kentenich:

“Como nuestra capacidad de amar se pone más intensamente en movimiento cuando la despiertan muestras de amor, Dios nos ha colmado de innumerables beneficios en el cuerpo y en el alma. Él espera que conozcamos y reconozcamos sus dones y que creamos con fe que Él nos ama como la niña de sus ojos”.

Hoy me está diciendo Jesús que me ama como soy. En mis límites, en mis virtudes, en mis carencias y en mis talentos. Ese amor intenso me salva.

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