El término “apologista” equivale a “defensor”. Y eso fue precisamente lo que Justino hizo. Escribió varios textos, entre los que destacan sus “apologías” o defensas del cristianismo, las que se divulgaron prontamente desde el Asia Menor hasta Roma. Sus escritos ofrecen constantemente detalles sobre la vida y costumbres de los cristianos antes del año 200. Gracias a ellos los cristianos de hoy podemos comprender y apreciar muchos de los rasgos característicos de la Iglesia inicial.
Las dos obras más importantes que escribió y que se conservan en su integridad hasta hoy son las Apologías y el Diálogo con Trifón, ellas “ilustran ante todo el proyecto divino de la creación y de la salvación que se cumple en Jesucristo, el Logos, el Verbo de Dios, del que participa todo hombre, como creatura racional. Su primera Apología es una crítica implacable a la religión pagana y a los mitos de entonces” (Benedicto XVI, 2007).
Justino nació alrededor del año 100, en la antigua Siquem, en Samaria. Sus padres fueron paganos de origen griego. Justino recibió una educación privilegiada en filosofía y letras, lo que le permitió aproximarse al cristianismo con profundidad y reverencia.
Un día meditando acerca de Dios se le acercó un anciano sabio que le recomendó estudiar la religión cristiana a través de la Biblia “porque es la única que habla de Dios debidamente y de manera que el alma queda plenamente satisfecha”. Justino tenía unos 30 años al momento de su conversión. A partir de entonces, se dedicó a leer las Sagradas Escrituras y encontró en ellas no solo “un conjunto de maravillosas enseñanzas” sino la Verdad que había buscado de corazón, algo que ningún otro conocimiento podía superar.
Posteriormente fundó una escuela en Roma, en la que enseñó gratuitamente a quienes querían conocer la nueva religión que se expandía por el imperio. Justino consideró al saber revelado verdadera filosofía y fuente para aprender el arte de vivir de forma recta.
El haber enseñado esto le acarreó ser denunciado y condenado a muerte. Fue decapitado alrededor del año 165, en tiempos de Marco Aurelio, perseguidor de la Iglesia, precisamente el emperador a quien Justino había dirigido su Apología.
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