A continuación, la catequesis pronunciada por el Papa Francisco:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, con la ayuda de la Palabra de Dios, abrimos un pasaje a través de la fragilidad de la edad anciana, marcada de forma especial por las experiencias del desconcierto y del desánimo, de la pérdida y del abandono, de la desilusión y la duda.
Naturalmente, las experiencias de nuestra fragilidad, frente a las situaciones dramáticas – a veces trágicas – de la vida, pueden suceder en todo tiempo de la existencia. Sin embargo, en la edad anciana, estas pueden suscitar menos impresión e inducir en los otros una especie de hábito, incluso de molestia.
Cuántas veces hemos oído o hemos pensado que los ancianos molestan o estos ancianos siempre molestan. No digan que no, porque es sí. Lo hemos dicho y lo hemos pensado.
Las heridas más graves de la infancia y de la juventud provocan, justamente, un sentido de injusticia y de rebelión, una fuerza de reacción y de lucha. Sin embargo, las heridas, también graves, de la edad anciana están acompañadas, inevitablemente, por la sensación de que, sea como sea, la vida no se contradice, porque ya ha sido vivida. Y así los ancianos se alejan un poco también de nuestra experiencia, queremos alejarlos.
En la común experiencia humana, el amor – como se dice – es descendiente: no vuelve sobre la vida que está detrás de las espaldas con la misma fuerza con la que se derrama sobre la vida que está todavía delante. La gratuidad del amor aparece también en esto: los padres lo saben desde siempre, los ancianos lo aprenden pronto. A pesar de eso, la revelación abre un camino para una restitución diferente del amor: es el camino de honrar a quien nos ha precedido. La vida de honrar a las personas que nos han precedido, y de aquí honrar a los ancianos.
Este amor especial que se abre el camino en la forma del honor – ternura y respeto al mismo tiempo – destinada a la edad anciana está sellado por el mandamiento de Dios. «Honrar al padre y a la madre» es un compromiso solemne, el primero de la “segunda tabla” de los diez mandamientos.
No se trata solamente del propio padre y de la propia madre. Se trata de la generación y de las generaciones que preceden, cuya despedida también puede ser lenta y prolongada, creando un tiempo y un espacio de convivencia de larga duración con las otras edades de la vida. En otras palabras, se trata de la vejez de la vida.
Honor es una buena palabra para enmarcar este ámbito de restitución del amor que concierne a la edad anciana. Nosotros hemos recibido el amor de nuestros padres, de nuestros abuelos, y ahora nosotros sustituimos este amor a ellos, a los ancianos, a los abuelos. Nosotros hoy hemos descubierto el término “dignidad”, para indicar el valor del respeto y del cuidado de la vida de todos. Dignidad, equivale sustancialmente al honor. Honorar a los padres y madres, honorar a los ancianos es reconocer la dignidad que tienen.
Pensemos bien en esta bonita declinación del amor que es el honor. El cuidado mismo del enfermo, el apoyo a quien no es autosuficiente, la garantía del sustento, les puede faltar el honor. El honor falla cuando el exceso de confianza, en vez de decantarse como delicadeza y afecto, ternura y respeto, se convierte en rudeza y prevaricación.
Cuando la debilidad es reprochada, e incluso castigada, como si fuera una culpa. Cuando el desconcierto y la confusión se convierten en una apertura para la burla y la agresividad. Puede suceder incluso entre las paredes domésticas, en las residencias, como también en las oficinas o en los espacios abiertos de la ciudad.
Animar en los jóvenes, también indirectamente, una actitud de suficiencia – e incluso de desprecio – en relación con la edad anciana, de sus debilidades y de su precariedad, produce cosas horribles. Abre el camino a excesos inimaginables. Los chicos que queman la manta de un “vagabundo”, lo hemos visto, porque lo ven como un desecho humano. Muchas veces vemos a los ancianos como un descarte, o los metemos nosotros en el descarte. Estos chicos que queman la manta de un vagabundo son la punta del iceberg, es decir del desprecio por una vida que, lejos de las atracciones y de las pulsiones de la juventud, aparece ya como una vida de descarte. Descarte es la palabra que va aquí, despreciar a los ancianos y descartarlos de la vida, ponerlos a parte, echarlos fuera.
Este desprecio, que deshonra al anciano, en realidad nos deshonra a todos nosotros. Si yo deshonro al anciano, me deshonro a mi mismo. El pasaje del Libro del Eclesiástico, es justamente duro en relación con este deshonor, que clama venganza a los ojos de Dios. Existe un pasaje, en la historia de Noé, muy expresivo en relación con esto. No sé si lo tienen en mente.
El viejo Noé, héroe del diluvio y todavía gran trabajador, yace descompuesto después de haber bebido algún vaso de más. El anciano ha bebido demasiado. Los hijos, por no hacerle despertar en la vergüenza, lo cubren con delicadeza, con la mirada baja, con gran respeto. Este texto es muy bonito y dice todo del honor debido al anciano. Cubrir las debilidades del anciano para que no tengan vergüenza. Es un texto que nos ayuda mucho.
No obstante todas las providencias materiales que las sociedades más ricas y organizadas ponen a disposición de la vejez – de las cuales podemos ciertamente estar orgullosos -, la lucha por la restitución de esa forma especial de amor que es el honor, me parece todavía frágil e inmadura.
Debemos hacer de todo para sostenerla y animarla, ofreciendo mejor apoyo social y cultural a aquellos que son sensibles a esta decisiva forma de “civilización del amor”. Y sobre esto me permito aconsejar a los padres, acercar a los hijos, los niños y los jóvenes a los ancianos. Acercarles siempre, y cuando el anciano está enfermo, un poco fuera de cabeza, acercarles siempre. Que sepan que esta es nuestra carne, que esto sea lo que ha hecho posible que nosotros estemos aquí. Por favor no alejéis a los ancianos, y si no hay otra posibilidad que enviarles a una residencia, por favor ir a verles y llevar a los niños a verles. Son el honor de nuestra civilización, los ancianos que han abierto las puertas.
Y muchas veces, los hijos se olvidan de esto. Os digo una cosa personal, a mi me gustaba visitar las residencias de ancianos en Buenos Aires, iba a menudo, visitaba a cada uno. Y recuerdo una vez que pregunté a una señora cuántos hijos tenía. Me dijo que tenía cuatro, todos casados con hijos, y comenzó a hablarme de su familia. Le pregunté si ellos venían y dijo “sí, vienen siempre”.
Cuando salí de la habitación, la enfermera que había escuchado me dijo: “Padre, ha dicho una mentira para cubrir a sus hijos. Desde hace seis meses no viene nadie”.
Esto es descartar a los ancianos y pensar que son material de descarte. Por favor, es un pecado grave. Este es el primer mandamiento y el único que dice el premio: Honrarás a tu padre y a tu madre y tendrás vida eterna en la tierra. Este mandamiento de honrar a los ancianos nos da una bendición, que se expresa en este modo de tener una larga vida. Por favor, cuiden a los ancianos, y si pierden la cabeza, cuiden a los ancianos. Porque son la presencia de la historia, la presencia de la familia, y gracias a ellos yo estoy aquí y podemos decirlo todos nosotros. Gracias a ti, abuelo y abuela, yo estoy vivo. Por favor, no le dejéis solos.
Y esto de cuidar a los ancianos no es una cuestión de cosméticos y de cirugía plástica. Más bien es una cuestión de honor, que debe transformar la educación de los jóvenes respecto a la vida y a sus fases.
El amor por lo humano que nos es común, incluido el honor por la vida vivida, no es una cuestión para los ancianos. Más bien, es una ambición que iluminará a la juventud que hereda sus mejores cualidades. La sabiduría del Espíritu de Dios nos conceda abrir el horizonte de esta auténtica revolución cultural con la energía necesaria.
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