La tiranía de los valores y el olvido de las virtudes

No son pocos los católicos que repiten ad nauseam que actualmente experimentamos una disolvente crisis de valores, sin advertir que el lenguaje secularizado y secularizante se ha introducido en el sagrado templo de los conceptos y de la verdad con efectos profundamente contaminantes. La cuestión esencial en este punto no estriba tanto en el propio concepto de crisis ―aunque aquí sería oportuno dilucidar si es tal o, más bien, debería hablarse de transformación―, sino en la noción misma de valor. En la mayoría de los casos sin saber qué se dice con ello, todo el mundo habla de valores, los cuales están refinadamente clasificados por los expertos axiólogos en infinitas categorías; así hoy podemos hablar, por ejemplo, de valores religiosos, humanos, políticos, sociales, éticos, estéticos, democráticos, progresistas, etc. La teoría de los valores nació en la modernidad, en el ámbito alemán, propagándose desde allí por doquier, formando hoy parte del lenguaje habitual, incluso de la gente más sencilla. En la Iglesia Católica los valores son también omnipresentes. Prácticamente no existen colegios católicos que no declaren en su ideario la educación en valores inspirados ―en el mejor de los casos― en el humanismo cristiano; ya no se habla de educación católica. Desde muchas de las cátedras episcopales es común escuchar una apelación a los valores cristianos o a los valores sin más, y una apuesta por ellos como solución omnivalente a la descristianización de los pueblos de Europa. Buenos católicos, con corazón noble, pero sin advertir del peligro del concepto en cuestión, se dejan arrastrar por la tiranía del lenguaje. Pienso, sobre todo, en aquellos que, para defender al nasciturus, suelen apelar al valor de la vida (natural), evitando ―para que también quepan los ateos en esta loable lucha― hacer referencia a la vida sobrenatural y a la eterna, sin advertir que la cultura de la muerte no puede ser combatida de modo efectivo con meros valores, sino con la fuerza de la fe.

Desde la caridad, debe alertarse a los fieles católicos de los peligros que conlleva la teoría de los valores. Como veremos en este escrito, el concepto valor, entendido en el sentido que le da la filosofía moderna, en concreto la axiología, es tramposo y nocivo, por su ambigüedad e indeterminación, por tener en el subjetivismo su razón de ser, y también por su carácter eufemístico, ocasionando fuertes y negativas repercusiones en la metafísica, en la moral y también en la religión, precisamente por sus marcadas tendencias nihilistas y ateas. Por consiguiente, en la batalla de las ideas por el bien y la verdad, pienso que debemos oponernos a toda teoría de los valores, volviendo a los principios y conceptos tradicionales católicos, especialmente los otorgados por el tomismo, rechazando toda pretensión ingenua de conciliación, mediante conceptos neutros, con este mundo nihilista que cada vez más expresa con mayor energía su furor antidivino.

Genealogía de la teoría de los valores

A pesar de que la teoría de los valores se presente como una alternativa al racionalismo, al materialismo y al cientificismo positivista, no debemos olvidar que ella, en su conjunto hasta nuestros días, se manifiesta esencial y profundamente irreligiosa o, incluso, antirreligiosa en muchos casos, y en todos los casos como un substituto del ser, la verdad, la moral, los principios y las virtudes; un sucinto repaso histórico nos permitirá comprobarlo, tomando conciencia de que los valores que se proclaman hoy tienen el mismo sentido que les atribuyeron ―en la multiplicidad de sus distintos matices― los padres de la axiología.

La modernidad, al negar la metafísica, se vio en la indigencia de conceptos que expresaran esas realidades profundas que no pueden ser aprehendidas inmediata y directamente por la experiencia sensible. Por lo tanto, se descubrió que el término valor sería un buen substituto, o mejor dicho, un sucedáneo. La axiología (término etimológicamente derivado de άξιος y λόγος, valor y ciencia), que es la rama de la filosofía que estudia los valores, toma el concepto valor de la economía y de sus teóricos, como, por ejemplo, Adam Smith (distinción entre valor de uso y valor de cambio) o Karl Marx (relación valor-trabajo). No podemos decir que exista una homogeneidad entre los teóricos de los valores, sin embargo, las diferencias entre ellos ―aunque las magnifiquen mediante intrincados juegos de palabras― en realidad no son esenciales; a pesar de las distintas peculiaridades, todos tienen en común la diferencia, oposición y separación absoluta entre ser y valer, y entre bien y valer. Al respecto, podríamos aseverar que en Immanuel Kant (1724-1804) ―a pesar de no ser propiamente un teórico de los valores― encontramos la primera importante ruptura a propósito del tema que estamos abordando, especialmente en su obra La fundamentación de la metafísica de las costumbres, donde él, en la búsqueda de un nuevo fundamento para la moral, define al hombre como un fin en sí mismo, y su voluntad, como un valor absoluto, teniendo el resto de la realidad un valor relativo y subjetivo; así lo expresa: «En el supuesto de que hubiese algo cuya existencia en sí misma tuviese un valor absoluto, que como fin en sí mismo pudiese ser un fundamento de determinadas leyes, entonces eso, y sólo en eso únicamente, residiría el fundamento de un posible imperativo categórico, esto es, de una ley práctica. Pues bien, yo digo: el hombre, y en general todo ser racional, existe como fin en sí mismo, no meramente como medio para el uso a discreción de esta o aquella voluntad, sino que tiene que ser considerado en todas sus acciones, tanto en las dirigidas a sí mismo como también en las dirigidas a otros seres racionales, siempre a la vez como fin. Todos los objetos de las inclinaciones tienen sólo un valor condicionado, pues si no hubiese inclinaciones y necesidades fundadas en ellas, su objeto no tendría valor»[1].

Sin embargo, es Rudolf Hermann Lotze (1817-1881) el primero que asevera con claridad que hay una escisión insalvable entre los valores y el ser: los valores no son, sino que valen. Alexius Meinong (1853-1920) y Christian von Ehrenfels (1859-1932), discípulos ambos de Franz Brentano (1838-1917), afirmaron, desde su subjetivismo extremo, que los valores son aquello que agrada o desagrada (Meinong) o aquello que deseamos o no (Ehrenfels). Es decir, los valores son unas cualidades que no encontramos en la naturaleza de las cosas y que reclaman una respuesta emotiva o afectiva por nuestra parte, una adhesión o un rechazo afectivos; en ningún caso es una aceptación mediante un juicio teórico.

Los neopositivistas lógicos, como Ludwig Wittgenstein (1889-1951) o Rudolf Carnap (1891-1970), entienden que los valores se reducen a meros estados emocionales de la persona. En este sentido, Carnap remarca que los juicios de valor no son juicios lógicos, ni afirman ni niegan nada, ni son verdaderos ni falsos; son simplemente expresiones subjetivas basadas en la vivencia emotiva de cada cual; al respecto afirma: «En realidad, un enunciado valorativo no es sino una orden con una forma gramatical engañosa. Puede tener efectos sobre las acciones de los hombres y estos efectos pueden estar en concordancia con nuestros deseos o no; pero no por ello será verdadero o falso. No afirma nada que pueda, ni ser probado, ni probado en contrario»[2]. Bertrand Russell (1872-1970), el autor de Por qué no soy cristiano, es firme en su radicalidad. Para este filósofo británico los valores no entran dentro del ámbito del conocimiento: «Cuando afirmamos que esto o aquello tiene valor estamos dando expresión a nuestras propias emociones, no a un hecho que seguiría siendo cierto aunque nuestros sentimientos personales fueran diferentes»[3]. Para él, el valor no expresa la verdad de la cosa, ni su bondad ni su maldad. El valor es simplemente la expresión subjetivista de un agrado o de un desagrado respecto de algo. Así pues, lo que para uno es pecado ―según él―, para otro puede ser legítimamente virtud[4].

El objetivismo de Scheler y el esencialismo de Hartmann

En oposición al subjetivismo radical de los anteriores autores, Max Scheler (1874-1928), en la línea fenomenológica de Edmund Husserl (1859-1938), hace un intento sugestivo de desarrollar una axiología de índole objetiva que además pretende ser realista. Para Scheler, los valores son objetivos y a priori; son anteriores al sujeto que valora, pero también a las mismas cosas que son valoradas: «en la concepción natural del mundo los objetos reales no son dados primeramente como puras cosas ni como puros bienes, sino como objetos, es decir, cosas en tanto y en cuanto que son valiosas»[5]. Los valores son objetivos, según Scheler, pero a la vez aprióricos e independientes del ser y del bien. Para Scheler, el hombre, además de espíritu, es un ser de impulsos afectivos. En relación con esto, la ética material de valores (die materiale Wertethik) ―como la llama Scheler― está fundamentada sobre lo emocional, es decir, él concibe los valores en el plano de los sentimientos y no en el plano de la razón, a pesar de que, inspirado en Brentano, hable de sentimientos intencionales, superiores a los no intencionales. Mediante estos sentimientos intencionales ―según él― se pueden captar los valores que deben determinar la vida ética del hombre[6]. Asimismo, si los valores son objetivos, debe existir también una jerarquía objetiva de valores que necesariamente sea de naturaleza apriórica: «[…] puede también haber entre ellas [las cualidades de valor] un orden y una jerarquía, independientes de la existencia de un mundo de bienes en el cual se manifiesten, y también independientes de las modificaciones y el movimiento que ese mundo de los bienes sufra a través de la historia y para cuya experiencia los valores y su jerarquía son a priori»[7].

Considero que Scheler, con su fenomenología del valor y de la vida emocional, no se liberó del subjetivismo que pretendía impugnar, ya que la tarea axiológica de categorización y jerarquización ―o de descubrir la jerarquización a priori― de los distintos valores es, de facto, ostensiblemente subjetivista, como se demuestra en las teorías de los diversos autores que desembocan entre ellos en conclusiones contradictorias. Por otra parte, al mantenerse en la separación de ser y valor propia de los axiólogos subjetivistas, Max Scheler no puede sostener convincentemente que dichos valores sean reales y objetivos, cayendo incluso en una especie de esencialismo platónico.

Sin embargo, en donde podemos encontrar un esencialismo platónico extremo y explícito es en la doctrina de Nicolai Hartmann (1882-1950), otro axiólogo con pretensiones de objetividad que, sin embargo, llega a afirmar que los valores son esencialidades de naturaleza irracional que forman parte del mundo de las esencias que descubrió Platón (sic): «Que hay un reino del ser distinto al reino de la existencia, al reino de las cosas reales y al reino no menos real de la consciencia, es una vieja evidencia. Platón lo llamó el reino de las ideas; Aristóteles, el del εἶδος; los escolásticos, el de la essentia. Después de haber sido ignorado en la Edad Moderna durante mucho tiempo por el subjetivismo dominante y de habérsele privado de sus derechos, vuelve a estar vigente en nuestros días de modo relativamente puro en lo que la fenomenología denomina el reino de la esencialidad. […] Los valores son según el modo de ser de las ideas platónicas. Forman parte de ese otro reino descubierto por vez primera por Platón; reino que se puede contemplar espiritualmente, pero que no se puede ni ver ni tocar»[8]. Así pues, Hartmann pretende situarse, mediante este esencialismo platonizante, a medio camino entre el realismo y el subjetivismo: «Los valores no provienen de las cosas (o de las relaciones reales), ni del sujeto. Ningún realismo y ningún subjetivismo es inherente a su modo de ser»[9].

Al menos Platón situaba las esencias en el Hyperuranion; Scheler y Hartmann en la irrealidad, y como esto es imposible y absurdo, y, por ende, intelectualmente inadmisible, se sigue que los valores de ambos son tan subjetivos como los de los otros axiólogos, terminando también, como los demás, en el nihilismo, pues, con los valores, el hombre se ve libre no sólo de la moral y las virtudes, sino también de su propio ser, como muy oportunamente señala Mons. Octavio Derisi: «El noble esfuerzo de la fenomenología, con su rama la axiología, por superar esta absorción de los objetos y valores por parte de la subjetividad, de las dos corrientes anteriores [el racionalismo y el empirismo], fracasó precisamente, porque, reconociendo la trascendencia intencional de la conciencia, pretendió, sin embargo, despojar al objeto de ser, y al valor de bien, vale decir, conservarlos desrealizados y, por ende, reabsorbidos, como instancias intencionales, en la misma conciencia. Desarticulado del ser trascendente y vacío del ser inmanente, el hombre queda así libre, libre hasta de su propio ser ―la libertad de la nada― como puro hacerse ―sin ser― de sí, dueño de darse los valores o normas a elección propia, carentes por eso mismo de todo alcance absoluto de obligación o imposición moral estrictamente tal»[10].

La herencia de Sartre y Nietzsche

Con el existencialismo de Jean-Paul Sartre (1905-1980) se vuelve al subjetivismo radical, al considerar que la angustia ética es consecuencia de la relación del hombre con los valores, cuyo fundamento absoluto no es el ser, sino la libertad: «mi libertad se angustia de ser el fundamento sin fundamento de los valores»[11]. Y esta angustia también estriba en el hecho de que, por esta libertad, los valores pueden ser puestos en cuestión: «se angustia, además, porque los valores, por revelarse por esencia a una libertad, no pueden revelarse sin ser al mismo tiempo puestos en cuestión, ya que la posibilidad de invertir la escala de los valores aparece complementariamente como mi posibilidad»[12]. Para Sartre no hay absolutamente nada, fuera de la libertad, que pueda determinar la escala de valores subjetivos de cada existente, pensamiento que será determinante en la actual sociedad de valores, heredera del Mayo del 68, y que se conjugará además con la fuerte influencia del disolvente pensamiento de Friedrich Nietzsche (1844-1900) que proclama la necesidad de una urgente transmutación o transvalorización de los valores (Umwertung der Werte) que permita al hombre superar el cristianismo y la moral tradicional de esclavos, lo cual se insertaría ―según este maestro de la sospecha― dentro de la lógica de la propia dinámica de la historia, en donde se van creando y superando-aniquilando valores, para poder alcanzar el superhombre (Übermensch), es decir, el hombre capaz de producir su propio sistema de valores a partir de su voluntad de poder: «una transmutación de los valores para una determinada especie de hombres fuertes de grandísima fuerza de voluntad y espiritualidad, y con este fin desencadenar en ellos, con lenta prudencia, una cantidad de instintos frenados y calumniados»[13].

El ser y los valores

En conjunto, la filosofía de los valores entra en fuerte contradicción con la metafísica del ser y la moral eudemónica. Dicha filosofía considera los valores desvinculados del ser, separando tout court la axiología de la metafísica. Los valores se consideran de modo abstracto y, al separarse de los entes o bienes, de algún modo se sustantivan, convirtiéndose en valores puros. El origen de dichos valores no está ni en el intelecto ni en la voluntad, sino que ellos tienen su sede en el plano emocional. Los valores son irracionales porque, al no depender del ser ni de los entes, tampoco dependen de la verdad. Pero los entes son cognoscibles o verdaderos porque tienen ser, como entiende santo Tomás: «ens et verum convertuntur»[14]. Los valores, al no tener ser, no pueden ser ni verdaderos ni, en consecuencia, cognoscibles; no están en la realidad ni pueden ser aprehendidos por el intelecto. Ellos son absolutamente irracionales; lo único que entra dentro del plano racional son los conceptos abstractos e indeterminados mediante los cuales ellos son expresados en el lenguaje axiológico, pero los valores en sí mismos no son ni ideas ni esencias. Esos conceptos abstractos que representan a los valores son meros entes de razón que están referidos a impulsos emocionales ―los valores mismos― y no expresan ninguna realidad esencial, no teniendo siquiera un fundamentum in re. Al respecto, dice el padre Teófilo Urdánoz: «Los valores no se conocen, se estiman; no están sometidos al dominio de la razón, ya que lo puramente lógico es anaxiológico y prescinde propiamente de valoración. En vez de ser objeto de una evidencia lógica o intelectual, estas esencias irracionales son captadas por una facultad especial, de orden de emoción; la experiencia fenomenológica, que es intuición a priori de esas cualidades valorativas de las cosas, sin apelación de ningún género a una justificación racional de tales percepciones vitales»[15]. Sin embargo, la doctrina aristotélico-tomista considera que toda la realidad cae en el orden del ser, según lo cual sería absurdo afirmar la existencia de unos valores puros que estén al margen de la razón, del ser, del bien o del orden categorial acerca del cual teorizó el Estagirita.

El bien y los valores

Aunque la teoría de los valores pretende substituir a la metafísica, es sobre todo en la ética donde más se ha hecho notar su deletéreo influjo. Los valores han reemplazado sic et simpliciter a las virtudes, y, en consecuencia, ya no se habla tampoco de vicios ni pecados, ni de lo que está bien o mal moralmente. La ética de los valores quiere imponerse sobre la moral de los fines y los bienes; digo de los bienes y de los fines a la vez porque, según la moral eudemónica de Aristóteles en la que se inspiró santo Tomás, bien y fin se identifican. Los valores no tienen ninguna finalidad intrínseca, no son valores para. Asimismo, el carácter irreligioso de la ética de los valores la hace abominar, no sólo de los fines intermedios, sino especialmente del fin último identificado con el bonum commune absoluto y perfecto, que es Dios mismo. Para santo Tomás, Dios es el bien o fin común, o sea, el bien o el fin que todos los hombres tienen en común. La moral del bien común, en el sentido más teológico del término, es una moral eudemónica o finalista[16], que siempre tiene en cuenta ―al contrario de la teoría de los valores―, tanto en la moral individual como en la política, la finalidad última del hombre, puesto que Dios mismo, además de causa eficiente, es causa final de todos los entes, especialmente del hombre[17].

Por otra parte, debemos tener en cuenta que las virtudes no solamente están situadas en el orden operacional, sino que también tienen un fundamento metafísico, aspecto que tampoco encontramos en los valores. Las virtudes pueden considerarse como hábitos y como actos. Como hábitos, son formas accidentales que existen en el alma; así el hábito es principio de toda operación buena y virtuosa, y, de hecho, son los propios actos que manifiestan su existencia: «habitus per actus cognoscuntur»[18]. Así pues, admitiendo que operari sequitur esse, hay que afirmar que las virtudes realmente existen en el orden natural; se diferencian así de los valores que, al no existir, no pueden ser en absoluto principios de ningún acto virtuoso y, en consecuencia, no pueden ser moralmente perfectivos de la persona humana.

Efectivamente, todas las cosas pueden tener un valor subjetivo y relativo; esto no se pone en duda. Así, para un cristiano su fe tendrá más valor que para un ateo, como es natural. Lo que no existe de ningún modo es el valor puro, separado de los bienes y de la realidad de las cosas, como hemos visto. Sin embargo, tiene un valor objetivo todo lo que existe, los entes y bienes creados que participan en mayor o menor intensidad, en mayor o menor perfección, del ipsum esse substistens. El valor exacto de cada ente sólo Dios lo sabe, siendo también un verdadero misterio el valor que Él da a cada una de nuestras acciones morales por las cuales seremos juzgados al atardecer de nuestras vidas. Como decía sabiamente José María Pemán, «¿qué sabemos nosotros del peso de las cosas que Dios mide en sus altas balanzas de cristal?».

La tiranía de los valores ante el organismo de las virtudes

Alguien me podría objetar que los valores, a pesar de ser irreligiosos, relativos y subjetivos, son inofensivos y que, por tanto, no procede calificarlos como peligrosos. Planteando esta objeción se demuestra un desconocimiento de la naturaleza propia de los valores, los cuales tienden a imponerse violentamente, manifestándose en su dinámica excluyente. Evidentemente, estoy aquí hablando analógicamente, porque los que son verdaderamente violentos son los sujetos que promueven una determinada jerarquía de valores, lo cual causa verdaderos problemas jurídico-sociales si el que los promueve es, además, legislador o gobernante. Al respecto, conviene tener en cuenta las reflexiones de Carl Schmitt en su obra La tiranía de los valores[19]. Según este filósofo y jurista alemán, el problema más grande de los valores está, no en los intentos de los axiólogos por objetivizarlos, sino en la jerarquía que éstos establecen. Creo que podemos decir que si el valor es subjetivo, su jerarquización se muestra arbitraria y dañina. Es el propio Nicolai Hartmann ―creador de la expresión tiranía de los valores que adoptó Schmitt― quien explica que los valores tienen la tendencia a imponerse como único tirano del ethos: «Todo valor ―una vez que ha ganado poder sobre una persona― tiene la tendencia de erigirse en el tirano exclusivo de todo el ethos humano, a costa, por cierto, de otros valores, también de aquellos que no le son materialmente contrapuestos»[20]. Constatamos, así, una falta absoluta de armonía entre los diversos valores que se enfrentan unos a otros, sin olvidar que todo valor se opone, a la vez, a un contra-valor. Carl Schmitt, en su análisis crítico, interpreta muy bien esta dinámica de dominación despótica propia de los valores: «El valor más elevado tiene el derecho y el deber de someter al valor más bajo y el valor como tal aniquila con derecho al no-valor como tal»[21]. Así pues, para el progresismo ateo, Dios no sería un valor, sino un contravalor. En otras palabras, siguiendo está lógica depredadora, la dinámica de los valores conduce a la reafirmación de sí mismos, y siempre en oposición a algún contravalor, en este caso Dios.

Estas oposiciones entre los diversos valores y contravalores contrastan con la armonía existente en la vida virtuosa. Las virtudes ni se oponen a otras ni se excluyen, ni existen contra-virtudes; son los vicios y pecados que se oponen a ellas. Y, aunque existe una jerarquía de virtudes ―secundum ordinem naturae―, todas constituyen en el hombre virtuoso un verdadero y viviente organismo de virtudes u organismo espiritual, como enseña el padre Garrigou-Lagrange[22] o el padre Labourdette[23]. El reino de las virtudes abarca el orden natural y el orden sobrenatural; no sólo existen las virtudes morales adquiridas, también existen las virtudes teologales y las virtudes morales infusas, como enseña santo Tomás[24]. De todas las virtudes, la más importante es la caridad, forma omnium virtutum[25], la cual no anula a otras virtudes ―que es lo que pasaría si fuera ella un valor supremo―, sino que las ordena, las vigoriza e incluso les da la razón de ser y existir; forma dat esse. La caridad es la principal de las virtudes teologales y es la única que no se pierde en el estado de visión beatífica. Además, ella da el ser a las virtudes morales infusas ―v. g. la templanza infusa o la penitencia―, de manera que cuando el hombre pierde la caridad al pecar mortalmente, pierde, además de las otras dos teologales, las morales infusas. A pesar de que las virtudes morales adquiridas sean independientes de la caridad, santo Tomás enseña que, siendo realistas, estas virtudes adquiridas pueden verse gravemente debilitadas e incluso perderse con el tiempo cuando están desconectadas de la gracia y de las virtudes morales infusas, puesto que en el hombre, en el estado actual de naturaleza caída, las virtudes morales adquiridas solamente pueden permanecer en el estado de gracia y vinculadas a la caridad, pues ellas, proprie loquendo, son realmente virtudes si están ordenadas al fin último sobrenatural; «perfecte et vere habent rationem virtutis»[26].

Respecto de lo que estamos diciendo, resulta muy ilustrativa la comparación entre la justicia entendida como valor y la justicia entendida como virtud. La segunda existe como hábito virtuoso en la misma alma del hombre, que permite al hombre no sólo obrar por él mismo con justicia, sino también llegar a ser justo. La primera no existe en la realidad y sólo puede darse en el mundo de las emociones; no perfecciona al hombre moralmente ni es capaz de impulsarle a obrar con justicia. Lo mismo vale para los otros valores que también se presentan, en este aspecto, como fútiles y estériles moralmente. En suma, podemos decir que ni siquiera todos los valores en conjunto son capaces de producir un solo hombre bueno y virtuoso, ni mucho menos un santo.

Educación en valores: el caso de España

Es necesario que la comunidad política también esté ordenada al fin último y universal, de manera que en ella el hombre, animal político por naturaleza (ζῷον πολῑτῐκόν[27] o animal sociale[28]), pueda adquirir las virtudes políticas o sociales mediante las cuales pueda también perfeccionarse moralmente. Por esta razón, es imposible que el hombre adquiera perfección alguna a partir del nihilismo de los valores en el cual las constituciones de los estados democráticos modernos fundamentan su legitimidad. Un ejemplo de esto es la Constitución Española de 1978, que proclama lo que sigue en las primeras líneas del título preliminar (art. 1, 1): «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político»[29]. Por consiguiente, el estado, como substituto de Dios, de la religión y de la familia, se convierte en el supremo educador de las conciencias, debiendo ser moldeadas según los antedichos valores supremos, como ilustró el socialista Gregorio Peces-Barba, uno de los padres de la Constitución, en un artículo de El País (2004): «Necesitamos una asignatura sobre la educación en valores que no puede ser improvisada, ni coyuntural, ni oportunista, sino sistemática, completa y adecuada a la edad de los alumnos y que exige una estabilidad y una permanencia para que pueda producir frutos»[30]. La célebre y controvertida asignatura Educación para la ciudadanía (2006-2016), promovida por el presidente Rodríguez Zapatero, que pretendía educar en valores democráticos, no fue más que una consecuencia lógica de la teoría de los valores en la que se inspira la propia Constitución. Recientemente, la ministra de Educación Isabel Celaá ha anunciado la intención del Gobierno de recuperar esta asignatura, aunque con otro nombre, Valores cívicos y éticos, concediéndole un estatuto de obligatoriedad en detrimento de la asignatura de Religión, con la intención de imponer una ética de estado,fomentando el pluralismo, los derechos humanos, la ideología de género y el feminismo radical[31]. A partir de aquí, muchos serán los que de nuevo se rasguen las vestiduras, sucediéndose una cascada de demandas y recursos judiciales por padres ―muchos de ellos católicos― que rechazan este tipo de educación en valores por parte del estado, pero que reclaman, al mismo tiempo, otros valores para la educación de sus hijos. Creo que la alternativa debe ser más consistente y vigorosa por parte de los colegios católicos y los seglares ―si no políticamente organizados, al menos como lobby de presión―, mostrando el rechazo absoluto a la tiranía de los valores y decidiéndose explícitamente por las virtudes, es decir, por una educación en virtudes para sus hijos, en la fe y la caridad cristianas. Mientras tanto, tendremos todos que presentar batalla ―incluso judicial― ante el Estado para, al menos, mitigar los efectos negativos de sus excesos. No obstante, no seamos ingenuos pensando que, alegando inconstitucionalidad, los tribunales nos pueden salvar de la asignatura Valores cívicos y éticos, pues ella no será más que uno de los muchos frutos de una Constitución en la que Dios está ausente.

Consideraciones finales

La crítica a la teoría de los valores no es ninguna discusión bizantina acerca de una cuestión menor de carácter semántico. Al emplear el concepto valor ―que ha llegado a ser connatural en el discurso católico― estamos optando, no sólo por la ambigüedad y la indeterminación, sino también por la claudicación, al rechazar presentarnos públicamente con los propios conceptos tradicionales de fe, caridad, gracia, ley natural, ley divina, verdad, bien o virtud, entre otros, camuflándolos mediante este eufemismo que nos ofrece la axiología. No se equivocó Rafael Gambra al calificar los valores como «un recurso casi universal para diluir lo que no se quiere declarar expresamente»[32]. De nada sirve la pretensión de hacernos amables a una sociedad atea y nihilista. La clave de la solución está, no en la indefinición, el consenso y el diálogo estéril, sino en la confrontación, en la lucha por la verdad, que sólo podrá trabarse sobre la base de un vocabulario preciso, sólido, riguroso y verdadero, o sea, católico.

Por otro lado, considerar a Dios como valor supremo tampoco es ninguna solución, puesto que el hecho de definir a Dios como valor, por muy supremo que sea, ya supone una degradación y una negación de su esse absolutum. Dios como valor supremo puede servir ―y sirve, de hecho― a los que quieren apostar por los valores propios del humanismo cristiano. De esta manera, uno puede ser un ferviente humanista cristiano teniendo a Dios como valor supremo, sin necesidad de creer en Él, ya que, al confesar a Dios como tal, no se está diciendo nada acerca de su existencia, y, aceptando los demás valores subordinados a Él, los valores cristianos ―que no son moralmente vinculantes como los Mandamientos de la Ley―, se opta por un cristianismo en valores muy cómodo y placentero.

Los valores predominantes en la sociedad actual no son inocentes y la relación que tienen ellos con los elementos tradicionales de nuestra fe es idéntica a la relación valor-contravalor respectivamente. Yo he adoptado de Schmitt y Hartmann la expresión tiranía de los valores no sólo para destacar la dinámica de confrontación existente entre los distintos valores y de éstos con los contravalores correspondientes, sino en un sentido más amplio, incluso social, pues los valores son frecuentemente instrumentos al servicio del gobierno despótico del Estado Leviathan. Sin embargo, a mi modo de ver, los valores hegemónicos y avasalladores se muestran como un gigante con pies de barro, como aquél que vio en sueños Nabucodonosor y que relata el libro del profeta Daniel (Dn 2, 31-45), y, por ende, pienso que la Iglesia, para tener una buena salud en su discurso y evitar la confusión, tendría que dejar de recurrir al concepto axiológico de valor, incluso a la expresión valores cristianos ―desde la conversación común a los documentos magisteriales, pasando por la enseñanza catequética y el discurso filosófico-teológico―, y debería retornar perentoriamente a la doctrina moral tomista, la más perfecta y completa, por tener su fundamento en la metafísica del ser, dirigiendo y ordenando al hombre hacia el fin último por el camino de la perfección virtuosa de la gracia sobrenatural y de los actos moralmente buenos.

Notas



[1] I. Kant. Fundamentación de la metafísica de las costumbres, II, 428, 1-14. Barcelona: Ariel, 1996, pp. 186-187.

[2] R, Carnap. Filosofía y sintaxis lógica. México: Universidad Autónoma de México, 1998, p. 15.

[3] B. Russell. Religión y Ciencia. México: Fondo de Cultura Económica, 1965, p. 158.

[4] Cf. Ibidem, pp. 162-163.

[5] M. Scheler. Ética: nuevo ensayo de fundamentación de un personalismo ético. Madrid: Caparrós Editores, 2001, p. 68.

[6] Cf. Ibidem, pp. 358-369.

[7] Ibidem, p. 60.

[8] Cf. N. Hartmann. Ética. Madrid: Encuentro, 2011, p. 158-159.

[9] Ibidem, p. 159.

[10] O. N. Derisi. «La crisis del hombre y de los valores en la filosofía actual». Sapientia. 1959, vol. XIV, nº 51, p. 28.

[11] J.-P. Sartre. El ser y la nada. Barcelona: Altaya, 1993, pp. 73-74.

[13] F. Nietzsche. La voluntad de poder. Madrid; México; Buenos Aires: EDAF, 2006, p. 625.

[14] Thomas Aquinas. Summa Theologiae III, q. 10, a. 3, co.

[15] T. Urdánoz. «Filosofía de los valores y filosofía del ser». Ciencia Tomista. 1949, nº 76, pp. 86-87.

[16] Santo Tomás de Aquino encuentra el fundamento filosófico de esta doctrina en Aristóteles, para el cual fin y bien se identifican (cf. Aristóteles. Ethica Nicomachea I, 1, 1094a1-1095a14).

[17] Cf. Thomas Aquinas. Contra Gentiles, lib. III, cap. 17.

[18] Thomas Aquinas. Super Sent., lib. IV, d. 14, q. 1, a. 1, qc. 6, ad 1.

[19] Cf. C. Schmitt. La tiranía de los valores. Buenos Aires: Hydra, 2009.

[20] Cf. N. Hartmann. Ética. Madrid: Encuentro, 2011, p. 613.

[21] C. Schmitt. La tiranía de los valores. Buenos Aires: Hydra, 2009, pp. 139-140.

[22] Cf. R. Garrigou-Lagrange. «La prudence, sa place dans l'organisme des vertus». Revue Thomiste. 1926, nº 31, pp. 411-426; Las tres edades de la vida interior, preludio de la del Cielo. Buenos Aires: Dedebec; Desclée de Brouwer, 1944, pp. 55-107.

[23] «La vie vertueuse forme une unité organique» (M.-M. Labourdette. Habitus et vertus. En M.-M. Labourdette. Grand cours de théologie morale. Paris: Parole et silence, 2017, vol. III, p. 216).

[24] Cf. Thomas Aquinas. Summa Theologiae I-II, q. 63, a. 3.

[25] «Ordine vero perfectionis, caritas praecedit fidem et spem, eo quod tam fides quam spes per caritatem formatur, et perfectionem virtutis acquirit. Sic enim caritas est mater omnium virtutum et radix, inquantum est omnium virtutum forma» (Thomas Aquinas. Summa Theologiae I-II, q. 62, a. 4, co.).

[26] Thomas Aquinas. Summa Theologiae I-II, q. 65, a. 2, co.

[27] Cf. Aristóteles. Politica I, 2, 1253a3.

[28] Cf. Thomas Aquinas. Summa Theologiae I-II, q. 95, a. 4, co.; Contra Gentiles, lib. III, cap. 131, n. 4.

[29] Constitución Española (1978), Título preliminar, art. 1, 1.

[32] R. Gambra. «A vueltas con los valores». Verbo. 1998, nº 369-370, p. 835.

 

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