Monseñor Enrique Díaz Díaz: “Descubrir nuestro destino”

Hechos de los Apóstoles 1, 1-11: “Se fue elevando a la vista de sus apóstoles”:

Salmo 46: “Entre voces de júbilo, Dios asciende a su trono. Aleluya”.

Hebreos 9, 24-28; 10, 19-23: “Cristo entró en el cielo mismo”.

San Lucas 24, 46, 53: “Mientras los bendecía, iba subiendo al cielo”.

Primero creí que estaba jugando o haciéndose el gracioso: era joven pero muy desaliñado. Caminaba por el templo de un lado para otro, miraba fijamente a los fieles, salía a la calle y volvía a entrar y comenzaba a hacer lo mismo. Pronto muchas personas se sintieron incómodas y alguna hasta trató de cuestionarlo y de exigir una explicación. De pronto, en el silencio respetuoso que se hace durante la celebración de la Eucaristía, su voz resonó fuertemente: “¡Estoy perdido! ¡Alguien dígame dónde me encuentro! ¡¿Dónde estoy?!” Alguno se atrevió a hacer un siseo pidiendo respeto a la celebración, otros trataron de acercarse a él, pero él continuaba gritando más fuerte: “¡Dónde estoy!”, por fin salió corriendo de la iglesia. Al terminar la celebración, obviamente se hicieron los comentarios más ocurrentes, que si estaba mal de la cabeza, que doña fulanita lo conocía…, pocos datos y muy confusos acerca del joven que había invadido la celebración. Don Fermín, siempre agudo y observador, dijo finalmente: “Es como si nuestra conciencia nos estuviera hablando y preguntando: ‘¡¿Dónde estoy?!’ Y nos quedamos todos pensativos.

Nuestra civilización ha elevado su seguridad y desarrollo por encima de todas las esperanzas y expectativas de las generaciones precedentes. Sin embargo, no encuentra la felicidad ni el sentido de la vida que lo sostenga en sus afanes. Ha subido por los aires, rompe las barreras del sonido, conserva su voz y amplifica imágenes, supera las velocidades, domina los espacios, y sin embargo, el hombre no goza del verdadero júbilo de la victoria, sino únicamente el sentimiento aplastante de una vida que se escurre entre las manos y una inquietud grande de lo que vendrá. El mundo se ha hundido en un ambiente asfixiante porque ha tratado de suprimir a Dios y a pesar de haberlo sustituido por poderes y riquezas, no logra llenar sus aspiraciones. Ha perdido el eslabón que une el cielo con la tierra y entonces se encuentra sin brújula y desorientado. Hoy celebramos la fiesta de la Ascensión de Cristo a los cielos, es una fiesta que, bien entendida y vivida, da sentido y dirección a nuestras vidas, une el cielo con la tierra, fortalece nuestro caminar e ilumina la oscuridad que amenaza con engullir a la humanidad. La Ascensión es el triunfo del Dios hecho carne que toma consigo todos los sufrimientos y dolores para darles sentido. Es la meta de todos los esfuerzos y la cima desde donde podemos ver con claridad y detenimiento todos  los caminos. La Ascensión es la respuesta a nuestra angustiante pregunta: “¿Dónde estoy?” Mirando a Jesús glorificado encontraremos el camino que va desde la tierra hasta el cielo.

San Lucas nos ofrece hoy una interesante perspectiva: al mismo tiempo que concluye su evangelio con la Ascensión, abre una nueva narración en el libro de “Los Hechos de los Apóstoles”, con este mismo acontecimiento. La Ascensión es meta y comienzo. En el primer relato encontramos la meta de todos los verbos de movimiento que San Lucas utiliza para señalar hacia dónde se dirige Jesús. La Ascensión es la conclusión triunfal de la vida terrena de Jesús y la culminación de su itinerario; y es, al mismo tiempo, el comienzo del “tiempo de la Iglesia”, inaugurado con el Espíritu Santo, prometido por Jesús. Dos presencias de Jesús en la búsqueda del Reino: una presencia física y otra presencia mística, real, en sus discípulos. Al recibir el Espíritu la comunidad de los creyentes asume en sí misma la misión de continuar el trabajo inaugurado por Jesús, de manifestar el Reino del Padre. Labor que comienza dando sentido a la vida de la humanidad pues deben predicar “a todas las naciones la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados”. Es darle una brújula al caminante: dirigirse hacia Dios; además también una fuente de energía: el Espíritu Santo, “la fuerza de lo alto”, y todo a partir de su realidad terrena de pecado y miseria.

Quien no tiene referencias ni puntos de apoyo, se pierde y queda suspendido en el vacío. Hay a quien el cielo y el Reino de Dios no le dicen nada;  solamente piensa en el dinero, el placer, el poder, la diversión, gozar y derrochar la vida. Sus ambiciones y sus metas no pasan de lo terreno y tangible. Otros por el contrario desconocen la realidad humana, se olvidan del dolor y sufrimiento de los hombres y presentan el cielo como única realidad. Así aparecen las religiones y tendencias individualistas que ofrecen como si fuera lotería y cuestión de suerte (y ¡dinero!) el alcanzar la salvación. Ellos se quedan suspendidos, amorfos y sin compromiso, frente a la humanidad que lucha y se esfuerza en conquistar la justicia, la fraternidad y la equidad. Pero hoy Cristo nos ofrece una tercera opción: nos propone que impulsados por la auténtica esperanza construyamos el cielo desde aquí, en la tierra, mediante el amor, el trabajo y el servicio a los hermanos. No quiere Jesús discípulos “parados mirando al cielo”, no acepta indiferentes ante las angustias de los hombres, no puede haber discípulos apáticos que se desinteresen por los dolores humanos. Tampoco son seguidores de Jesús quienes se limitan a sus placeres y a una cultura de hedonismo y consumo. Así el hombre pierde su sentido. La propuesta de Jesús está expresada en el kerigma que ofrece a los discípulos: a través del dolor y la muerte llegar a la resurrección. Partir desde el suelo para llegar al cielo. Seguir el camino de quien se ha encarnado y ha compartido con los hombres para llevarlos a una vida divina, que se tiene que hacer realidad desde ahora. La tierra es el único camino que conocemos para ir al cielo y así nos lo ha mostrado Jesús. Tendremos, pues, que ser constructores de esperanza y forjadores de sueños que se encarnen en nuestra realidad concreta.

En esta fiesta de la Ascensión tendremos que responder a muchas preguntas e inquietudes que pueden ayudarnos a buscar caminos de encuentro y compromiso: ¿Cómo asumo mi identidad de discípulo de Jesús que debe dar testimonio de un Reino posible que se construye desde aquí en la tierra? ¿Conozco y acepto el camino de entrega que Jesús nos enseñó? ¿Soy portador de buenas noticias y anuncio esperanza a quienes sufren y padecen? ¿En qué se nota que soy discípulo de Jesús?

Padre Bueno, hoy nos llena de júbilo la glorificación de Cristo Jesús. Descúbrenos que más allá de nuestros límites egoístas hay un Cielo posible, ilumina los ojos de nuestro corazón para que comprendamos cuál es la esperanza a la que nos llamas. Fortalece nuestros pasos, hazlos firmes para que cumplamos la tarea de construir un mundo conforme a tu corazón y de anunciar a todos la Buena Nueva de tu amor y de tu salvación. Amén.

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