¿Harto ya de consejitos?

Nada hay más difícil que recibir un consejo, aunque sea bueno. Para dar consejos nunca falta gente. Para recibirlos, no se agolpan precisamente. Y es comprensible: el consejo a menudo suena como un reproche, dicta como a hurtadillas una línea de conducta. Sin embargo, ¡puede resultar ser liberador!

Cuando alguien te dice cómo debes educar a tus hijos, cómo debes comportarte con tu cónyuge, cómo trabajar con tus colegas, a veces te dan ganas de decirle: “Déjame seguir mi propio camino y guárdate tus vanos consejos para ti. Dicho de otra forma: ¡no me digas lo que tengo que hacer!”. O al contrario: “Aconséjame, anímame, motívame, ¡no podrías estar rindiendo mayor homenaje a mi libertad! Quien me aconseja sabe que, precisamente, la elección es mía: la elección de hacer o de no hacer. Quien me anima ve que podría renunciar. Quien me agradece o quien me recompensa ha visto todo mi mérito: habría podido marcharme, pero no, me he mantenido fiel. Podría no haber hecho nada, pero me lancé. Soy libre”. Pero no hay que olvidar una cosa: los consejos, los ánimos, las felicitaciones o los reproches solamente valen allí donde reina la libertad.

Un consejo es una bendición

Así que disfrutad los consejos, porque no son reproches, sino pequeñas bendiciones. Porque el buen consejo habla a tu inteligencia, no es una orden. El buen consejo saluda a tu voluntad y a tu potencial: “Esto es lo que puedes hacer”.

El buen consejos es generoso cuando se surte de ánimos, no te recuerda tus fracasos, sino que apuesta por tu futuro.

Un buen consejo se moldea con humildad ante el misterio inmenso de tu libertad. No se considera nunca una receta interplanetaria.

La experiencia de los demás es un tesoro, porque podemos aprender mucho de ella. No te dará ninguna directriz fija, sino que solamente abrirá tu inteligencia al campo de las posibilidades, ampliará tu libertad.

Y para terminar, un buen consejo: plantéate decir todas las noches, “Bendeciré al Señor que me aconseja, ¡hasta de noche me instruye mi conciencia!” (Sal 16,7).

Jeanne Larghero

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