No es fácil compartir la vida cotidiana con unos primos que tienen ritmos muy distintos de los nuestros o lograr que cohabiten en armonía unas familias con estilos muy diversos. Sin embargo, en esta situación es donde nos espera el Señor, donde nos llama a amar.
Amar es acoger
Acoger al otro tal y como es y no como quisiéramos que fuera. Recibirlo con una mirada nueva, sin ideas preconcebidas, sin juicios irrevocables.
El sobrino que se mostró particularmente insoportable el año pasado quizás haya cambiado, madurado… pero ¿cómo podría mostrarlo si, desde el primer día, se siente catalogado como “mocoso”?
Y qué decir de esa prima que nos irrita siempre… Sin embargo, es ella quien nos da el Señor como nuestra “prójima” y nos invita a amarla como Él la ama.
La manera en que recibimos a los demás –que se traduce normalmente en nuestra actitud y nuestras palabras– es muy contagiosa: cuanto más abiertos y bondadosos seamos, más lo serán nuestros hijos también.
Amar es compartir
Compartir nuestro dormitorio o nuestra comida, prestar nuestra bici, nuestra pelota o nuestra toalla de baño… Estas son maneras muy concretas de vivir la caridad en el día a día.
Es fantástico que los niños se vean animados a compartir, porque no haya bastantes bicis para todos los primos o porque unos invitados de último minuto obliguen a cortar el pastel en porciones más pequeñas.
Pero a compartir se aprende: prestar la bici refunfuñando “porque papá lo ha dicho” es, sin duda, un acto de obediencia, probablemente no un acto de amor (aunque hay que ser muy prudentes con este tipo de valoraciones, porque los niños que gruñen más no son necesariamente los que tienen peor corazón).
Dicho esto, podemos obligar a un niño a prestar su bici, no podemos obligarle a amar: por eso la educación en el saber compartir es ante todo una cuestión de atmósfera familiar.
Ahí precisamente, los niños aprenden por imitación. Cuanto menos tengamos que intervenir los adultos, mejor.
Pero cuidado con los “buenazos” que prestan siempre y que resultan fácilmente explotados por los demás. ¡A veces conviene restablecer con firmeza algunas nociones de justicia elemental!
Cuidado también con las razones profundas que conducen a un niño a conservar celosamente sus cosas y a otro a darlas sin vacilar nunca.
No siempre se trata de egoísmo en un caso y generosidad en el otro. La ansiedad o el deseo de complacer pueden explicar también muchas situaciones.
Revelarle al otro su belleza
Amar también en escuchar. En vacaciones, tenemos tiempo (o podemos tenerlo, si lo decidimos así): tiempo para escuchar a nuestros hijos o a la vecina anciana que desvaría un poco.
Escuchar –no solamente con las orejas, sino con el corazón, con todo nuestro ser– es sin duda uno de los regalos más hermosos que podemos hacerle al prójimo, además de ser también una manera de ayudarlo tan discreta como eficaz.
A veces nos quejamos de que nuestros hijos (o nuestro/a cónyuge) no nos cuenta nada, no nos habla suficiente… pero ¿sabemos escucharles? Para escuchar bien, hay tres palabras clave indispensables:
- Disponibilidad (no se hacen confidencias “por encargo”, sino que salen de manera imprevista durante un paseo, recogiendo el patio o después de una comida);
- Benevolencia (¿cómo va a tener nadie ganas de abrirse a una persona de mala lengua y apresurada en juzgar al otro?);
- Discreción (incluso los niños tienen derecho a la privacidad y que sus confidencias no se tomen a la ligera).
Amar es revelar al otro su belleza. Para revelar esta belleza hay que querer descubrirla. Dicho de otra forma, pidamos al Espíritu Santo que ilumine nuestra mirada para que sepamos maravillarnos ante el misterio de cada una de las personas que encontremos.
Pidámosle que nos enseñe a amar para que seamos como reflejos del Amor de Dios para todas las personas. ¡Así viviremos juntos unas vacaciones de lo más hermosas!
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