Murió de cáncer sin poder ver a su padre porque no podía pagar un PCR

Solange Musse tenía 35 años. Vivía en Alta Gracia, Córdoba. Su padre, en Neuquén. Cada vez más débil por el cáncer de mama y la metástasis en varias partes del cuerpo, sabía que la visita de su padre y su tía podría ser la última. Quería despedirse de ellos, y ellos, de ella.

Viajaron 20 horas el pasado sábado 15 de septiembre. Como no tenía un certificado de PCR negativo, requisito de la provincia de Córdoba para el ingreso, porque de manera privada salía 8,000 $, costo prohibitivo para un desempleado como su padre, le hicieron un test rápido, de tipo serológico, creado para identificar anticuerpos.

Según las autoridades cordobesas, dio positivo. Según el padre, el resultado era dudoso. De cualquier manera, pese a la insistencia y la explicación, no lo dejaron pasar. Y lo escoltaron de regreso hasta su provincia, con renovación de escolta pasando por las provincias de paso, como si fuesen peligrosos delincuentes.

Enterada, Solange hizo un agónico reclamo por escrito: “Quiero que entiendan que mientras viva tengo mis derechos, quiero que sean respetados. Lo escribo porque no puedo hablar mucho, lo que han hecho con mi padre y mi tía es inhumano, humillante y muy doloroso. Siento tanta impotencia que sean arrebatados los derechos de mi padre para verme y a mi para verlos. ¿quién decide esto, si queremos vernos? Acuérdense, hasta mi último suspiro, tengo mis derechos, nadie va a arrebatar eso en mi persona”.

El descargo y enojo de la familia que no podía despedirse pronto se difundió por el país. El padre recibió el apoyo económico para someterse a una prueba PCR, el resultado dio negativo, pero el diagnóstico y la posibilidad de un nuevo viaje llegaron tarde. Solange falleció el viernes siguiente. Su padre, finalmente, pudo ingresar a Córdoba. Más aún, desde la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación se pusieron a su disposición vía mensaje de texto. Pero Solange ya estaba muerta.

El sentido común parece absolutamente anulado cuando las situaciones extraordinarias como las de Solange y su padre se chocan con las estrictas normas para el control de la Pandemia, que en la Argentina llevan más de 150 días. Pese a ello, a que las reuniones familiares o sociales están prohibidas para más de 15 millones de personas, así como las clases, la actividad gastronómica y gran parte de la comercial, ni actividad turística interjurisdiccional, entre otras medidas, la Argentina ya se ubica en el puesto 12 a nivel mundial en cantidad de infectados, aunque con una tasa de letalidad más baja, se ubica en el puesto 18.

La discusión en torno a las libertades que podrían estar en riesgo durante este período fue uno de los motivos por los cuales miles de personas se movilizaron en distintas ciudades del país el pasado fin de semana, muchas conservando distancia e incluso expresándose desde sus propios vehículos. Las manifestaciones fueron cuestionadas por el gobierno debido al riesgo epidemiológico.

Adecuadas o desproporcionadas, las medidas se enfrentan a menudo con casos excepcionales en los que las normas y reglamentaciones hacen agua. Si el virus llegó para quedarse, siempre es oportuno repensar a la persona en el centro de ellas y asegurarse que estén para cuidarla y no para abandonarla.

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