¿Sabes cuál es la pregunta que abre el corazón?

Pero Jesús me dice cómo tengo que ser. Jesús tiene compasión y se detiene. Da un alto a su paso. Altera su rumbo. Se vuelve flexible dejando a un lado la rigidez.

Me gusta esa forma de ser que envidio en muchos. Esa capacidad para abrirme a lo inesperado, a lo nuevo, al imprevisto.

Ser capaz de alterar lo mío, de dejar a un lado mis pretensiones y búsquedas. Esa actitud ante la vida me hace libre, me predispone para acoger lo nuevo, lo novedoso, lo que de verdad tiene valor.

Si me cierro a la novedad, me cierro a la vida. Y no aprendo a ver a Dios escondido en todo lo que me sucede.

Los imprevistos son llamadas de Dios a seguir sus pasos allí donde me encuentro.

Detenerse y preguntar

Hace falta tener un corazón libre, no apegado, sin cadenas. Quisiera ser siempre así. Detener mis pasos ante el que me necesita, ante el que me llama pidiendo ayuda.

No quiero pasar de largo ante el enfermo que vive en su angustia el dolor. Esa capacidad para adaptarme es la que deseo todos los días.

Miro a Jesús y me emociona ver su comportamiento, su mirada. Como cuando se detiene ante el hombre ciego Bartimeo y le pregunta:

¿Qué quieres que haga por ti?

Esa es la pregunta que siempre abre el corazón. El otro día en una serie de televisión el director de un hospital les hacía esta pregunta a sus subordinados: «¿Qué puedo hacer por ti?».

Esa pregunta abre el corazón del que necesita ayuda. Normalmente nadie me pregunta eso. Cada uno va a lo suyo, angustiado por sus propios problemas.

Yo tampoco lo pregunto, no vaya a ser que me pidan algo que no pueda dar. Tengo miedo a hacer una pregunta que me compromete.

El que se ofrece preguntando de esta manera se ata y se obliga a ser fiel a lo que ha ofrecido. No puedo luego desentenderme del que me pide ayuda.

Miedo y milagro

Una pregunta tan valiente me impresiona. ¿Estoy dispuesto a preguntar lo mismo a los que están a mi lado? ¿Sé lo que necesitan, lo que les falta, lo que precisan de mí?

Me da miedo preguntar algo así a los que amo y me aman. ¿Me exigirán más de lo que estoy dando? ¿Superará su pretensión lo que estoy capacitado para dar?

Siempre el miedo a perder mi libertad, mi espacio, mi tiempo. El miedo a que me quiten la fuerza, la alegría y me agoten.

Jesús siempre pregunta lo imposible. Y entonces le piden un milagro:

«El ciego le contestó: – Maestro, que pueda ver. Jesús le dijo: – Anda, tu fe te ha curado. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino».

Pide el ciego lo que es evidente. Necesita ver. No logra ver lo que le rodea.

Luz contra la ceguera

Como yo en mi propia ceguera tampoco puedo ver. No logro ver la verdad de las personas.

No consigo entrar en su corazón. Ni sé lo que necesitan y no me atrevo a preguntar. No sé hacer milagros, no puedo.

Quiero ver yo también y me gustaría que otros vieran gracias a mi luz, a mis palabras, a mi forma de ser y de actuar.

Me gustaría mostrarles a los demás su propia verdad, lo que hay en su corazón, su valor y sus méritos.

Gritar a Dios

No logro que vean y descubran el oro escondido en su alma. Ni logro mostrarles su belleza a los demás.

Ni siquiera logro ver mi propio valor y belleza. Necesito un milagro. Como el ciego le grito a Dios que tenga compasión de mí y me enseñe el valor de la vida.

Las cosas importantes, la belleza de mi propio corazón. Que logre ver al que me grita mientras vive apartado al borde del camino.

Y me fije en el menos importante y a la vez más necesitado. Que tenga paciencia con el que grita, con el que necesita mi presencia y me lo hace saber.

Ese que grita es el necesitado, el enfermo, el abandonado y rechazado por muchos. Yo quiero cambiar mis planes por amor al más pequeño, al más olvidado del mundo.

No me quedo en aquellos a los que más valoro. Salgo de mí mismo y hago esa pregunta que me saca de mi comodidad: «¿Qué quieres que haga por ti?». Esa pregunta me salva.

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