¿Por qué nos cuesta tanto darle todo a Dios? Una bonita meditación del Padre Carlos Padilla sobre la confianza
Hay una torre en mi tierra que apunta al cielo. Ha sobrevivido los siglos, las guerras, las vidas y las muertes. Está siempre dispuesta a dar, se mantiene firme en medio de un valle sin que alcance a explicármelo.
Fue parte de un monasterio de monjas agustinas. Permanece en pie como recuerdo de la grandeza de una obra de Dios. Junto al Santuario que también se mantiene firme, hondo, erguido.
Ante esa torre me detengo siempre y me emociono. Pienso en unos jóvenes que al borde de la segunda guerra mundial ofrecieron sus vidas. Una primavera sagrada que quería renovar el mundo, la sociedad en decadencia.
Cuando la guerra se convierte en la única solución para arreglar un conflicto quiere decir que esa generación de hombres y mujeres están en crisis, están en decadencia. Cuando la guerra es el camino hacia la paz es que hay algo en el corazón humano que no está en orden.
Y entonces pienso en esos jóvenes que viendo lo que sucedía a su alrededor desean que el mundo sea diferente. Como cualquier joven sueñan con cambiar ellos la realidad. ¿Podrán hacerlo?
Cualquier persona mayor les diría que no lo intenten, que no merece la pena, que la vida es muy corta, que la disfruten y se dejen de soñar sueños imposibles; que no vale la pena darlo todo. Pero esos jóvenes un día ser reúnen en un granero junto a la torre y sueñan.
Dar la vida
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Quieren ser ellos los jóvenes dispuestos a entregar sus vidas, su juventud por el sueño de formar un mundo mejor, más sano, más libre, más pacífico. Más unido, más santo. Vanas ilusiones de corazones jóvenes.
Varios de ellos morirían en la segunda guerra, no mucho tiempo después de esa reunión en 1939. Habían entregado su vida. Habían enterrado la semilla. Otros siguieron construyendo desde su espíritu noble, recio, libre.
Me detengo ante la torre erguida. Su hermana gemela cayó tiempo atrás. Ella no ha tenido miedo y se mantiene firme mirando al cielo, desafiando al tiempo.
Me gustaría ser como esa torre, inconmovible, insobornable, impasible. Sonriendo a las alturas y a Dios. Me gustaría tener raíces hondas que pudieran beber de las aguas subterráneas y no esperar las gotas de la lluvia mojando la superficie.
Tener un corazón realmente libre que no temiera las desgracias ni las malas noticias. Un corazón valiente y arraigado en Dios, firme e inconmovible.
Me detengo delante de esa torre, como esos jóvenes que soñaron con ser ellos una primavera sagrada, una luz encendida en medio de la noche, un poco de aire fresco en el calor sofocante.
La bola de oro
Y pienso en otro joven enamorado, en san Francisco, que un día en el monte Alvernia, ya no era tan joven, vio en la soledad cómo Jesús le pedía que le entregara todo lo que tenía. Sus miedos, sus seguridades, sus verdades más hondas.
Francisco se vio desnudo, despojado. ¿Qué más puedo darte? Le preguntó. Dame esa bola de oro, eso que guardas con celo y no quieres entregarme. Francisco pensó, y asintió. Era verdad.
Introdujo su mano en el pecho y extrajo una bola de oro con dolor. Era su comunidad, su hijo más amado, lo que no quería entregar. Y se la entregó a Jesús. Entonces unos estigmas quedaron marcados en su cuerpo. Señal del amor imposible, de la entrega total.
Pienso en Francisco, en los jóvenes soñadores enamorados de María. Pienso en la decadencia y en mi poca libertad interior. Y miro en mi alma. Las bolas de oro están ahí, guardadas, seguras.
Duele mucho darlo todo
Le daré todo a Dios menos lo que más me cuesta. ¿Qué falta hace darlo todo? Seguiré viviendo con miedo, a medias, inseguro, cobarde.
Eso es mejor que darlo todo, hasta lo que más me duele, hasta lo que no quiero perder nunca, pase lo que pase.
Jesús me mira conmovido, comprende mis razones. ¿Serás feliz? Me pregunta.
Yo tiemblo, dudo, ya no lo sé, mis bolas de oro pesan pero me agradan. Son mías y me dan una seguridad temporal que me ayuda, me anima, me hace sobrevivir.
Esa es la palabra, yo sobrevivo. Aprendí a cuidarme, a protegerme, a guardarme. ¿De qué vale perderlo todo? ¿Qué hago con el miedo a la nada?
Jesús me mira sonriendo. Sabe que lo puedo hacer, lo veo en sus ojos. ¿Cómo lo hago? Le pregunto. Mientras introduzco mi mano en mi pecho.
Tomo con fuerza esas bolas de oro que me pesan. Las saco una a una. Duele el alma por dentro. Pesa menos, o pesa más la mano que las sujeta.
Quisiera dejarlas junto a la torre, a sus pies. Como un símbolo de mi entrega, de mi deseo, ¿acaso yo también quiero cambiar el mundo y hacerlo más humano, más misericordioso, más verdadero, más santo?
Callo. Sí quiero pero me duele dejarlo todo en las manos de Dios. Abandonarme en su barca sin ser capaz de reconducir el rumbo, sin poder yo elegir la ruta y marcar con el timón hacia dónde quiero navegar.
Ir más ligeros
Es tan oscura la noche. Son tan escasas las estrellas. Decido que sí, que ya es hora, que tengo que ser valiente, hombre, libre, veraz.
Arrojo las bolas de oro al pie de la torre. Duele el alma por dentro, por el desgarro y la pobreza, por la soledad y el abandono. ¿Habré logrado algo?
Algo sí, seguro, me siento más libre, más yo, más niño, más indefenso. No tengo nada que defender.
Ya no tengo nada que perder. Soy más libre. No tengo un precio para que puedan sobornarme. No tengo nada que pueda quitarme la paz del alma.
¿Será posible vivir así siempre? Pienso en Francisco que lo entregó todo sin miedo. En esos jóvenes que dieron su vida sin querer retenerla. Quisiera ser más de Dios. Quisiera estar más vacío y lleno de su amor.
Eso le pido a Dios, a María, dejando con cariño mis bolas de oro a los pies de mi torre. Algo estará cambiando en mi interior, lo sé, lo espero.
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