Tengo la tentación de enaltecerme y creerme mejor de lo que soy. Me tocan las palabras de Jesús. A mí que me gustan los primeros lugares:
“Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y vendrá el que os convidó a ti y al otro y te dirá: – Cédele el puesto a éste. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: – Amigo, sube más arriba. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.
Me gusta ponerme en el centro. Hablar de lo que hago bien. Aspiro a puestos importantes. Como si la vida fuera una línea ascendente y detenerme en esa carrera fuera mi ruina.
Después de un paso viene el otro. Tras una bajada una subida. Sueño con los primeros lugares. No me conformo con lo que ahora tengo. ¿Es algo bueno esta ambición que siento?
La ambición me da fuerzas para salir adelante. Para luchar por aquello en lo que creo. Para no quedarme quieto esperando a que las cosas mejoren. Para levantarme después de una caída.
Mi amor propio y mi ambición personal sacan las fuerzas más profundas. Mi orgullo me ayuda a levantarme después de la derrota. No es malo el orgullo. Ni pecaminosa toda ambición.
La ambición es un deseo intenso y vehemente de conseguir algo difícil de lograr. ¿Soy consciente de todos los deseos que arden en mi corazón? Quiero reconocerlos y ponerles nombre. Quiero aceptarlos y entender que mis deseos pueden sacar lo mejor que hay en mí. Decía el padre José Kentenich:
“Por lo común el ser humano es determinado más por lo que el corazón desea sin confesárselo que por lo que la voluntad quiere. Por eso no hablamos de fusión de voluntades sino de fusión de corazones. Porque es el corazón el que nos hace elocuentes, nos hace grandes o débiles”.
Lo que importa es lo que mi corazón desea. ¿Qué deseos ocultos hay debajo de tantas capas? Son los que determinan mi lucha en esta vida.
El problema no es desear o ambicionar. El problema es desear y ambicionar lo que me acabará enfermando y haciendo infeliz.
Ambicionar los primeros puestos me acaba obsesionando y quitando la paz. Desear destacar y ser siempre tomado en cuenta, desear ser elegido, amado siempre, preferido, me acaba hundiendo en una zozobra infinita que me quita la paz.
No quiero perder la ambición que me hace salir de la pasividad y de la falta de pasión. La pasión es un bien para mi vida. No tiene connotación moral. Es una fuerza que me ayuda a vencer los obstáculos y me da luz para creer en la victoria final. Eso me consuela. Me enamora. Esa fuerza del deseo es la que más quiero dentro de mí.
“El deseo «sano» sabe poner orden en la propia vida y manifiesta ese «Ordo amoris» que sabe poner a cada cosa en su debido lugar, mostrando una armonía y un equilibrio de fondo”.
La sanidad del deseo y de la ambición es lo que cuenta. Lo duro en mi vida es ese deseo enfermizo que saca lo peor de mí. Ese deseo que me enferma y hiere por dentro. Esa ambición que me hace desear lo que no me conviene.
Los primeros puestos no me dan la felicidad. ¿Por qué los busco? Vivo comparándome. Quiero ser el mejor en todo lo que hago. El mejor de la historia. El más fecundo y exitoso. ¿Es eso lo que quiero?
Hoy Jesús me cuenta una parábola para que entienda. Los primeros puestos no son los importantes. Pero es muy duro buscarlos y luego experimentar la humillación de volver a los últimos lugares.
No quiero ambicionar puestos que no me aportan nada. Lugares en los que no seré feliz ni fecundo. Estoy convencido de que la fecundidad y la felicidad van de la mano.
Un corazón amargado y en lucha difícilmente puede ser fecundo. Mi vida es fecunda desde la alegría de amar y ser amado. Cuando falta la alegría tampoco soy fecundo.
Los deseos enfermizos de mi alma me hacen daño. Me alejan de Dios. Me vuelven mundano. ¿Qué desea realmente mi corazón? Amar y ser amado. Lo sé.
Pero creo en ocasiones que el amor lo encuentro en el aplauso. Y que el éxito es una prueba de amor. Y la alabanza. Y el halago. Y el seguimiento. Y deseo entonces encontrar ese reconocimiento en el mundo, en los hombres.
Mendigo amor y aplausos. Mendigo aceptación. ¿Tan herido estoy en mi amor? El deseo enfermo brota de mi corazón herido. No me reconozco en lo que siento y deseo.
¿Qué alberga mi corazón herido? Ese deseo enfermizo. Esa ambición por los primeros lugares. Esa obsesión por ser admirado y seguido.
Quiero dejar de desear lo que no me conviene, lo que no me hace pleno ni feliz. Me basta el amor de Dios que viene a abrazarme en medio de mis fracasos y soledades. Allí donde siento que no llega el amor humano. Allí donde he sido rechazado por culpa de mis debilidades.
Entonces el amor de Dios me recuerda cuánto valgo. El primer lugar lo tengo en su corazón. Es lo que de verdad importa.
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