Del miedo a la paz: Alguien protege tu vida

Tengo un deseo muy grande de vivir en paz y confiado. Es la felicidad que mi corazón desea. El sueño de vivir anclado en un lugar seguro, un puerto estable, una meta definitiva.

Me asusta esa desconfianza extraña que se adentra en mi pecho. Brotan las dudas y los miedos. Y la paz que creía tan segura desaparece de forma inmediata. Leía hace tiempo sobre la felicidad soñada:

“Según los místicos, esta búsqueda de la felicidad divina es el gran objetivo de nuestra vida. Por eso elegimos nacer y por eso el sufrimiento y el dolor de esta vida merecen la pena, porque nos dan la oportunidad de experimentar este amor infinito. Y una vez descubierta nuestra divinidad interna, ¿somos capaces de conservarla? En caso de que sea así, seremos felices“.

Necesito conservar a Dios dentro de mí para no perder la felicidad que deseo. Para vivir con raíces profundas. Para tener el corazón en calma, en paz.

La confianza me es esquiva. Siento que me han decepcionado, me han fallado o yo mismo he fallado a otros. Y no creo ya en esa fidelidad a prueba de todo.

Surge el miedo. Ese miedo profundo y sibilino que me crea desconcierto. Me falta confianza para enfrentar la vida, para decidirme a hacer lo que no sé hacer. Para aventurarme en rutas desconocidas. Comenta Brian G. Jett:

“Puedes saber el grado de confianza en sí mismo de la gente, escuchando lo que no dicen acerca de ellos mismos”.

¿Qué digo yo acerca de mí mismo? Miro mis discursos erráticos. ¿Quién soy yo? ¿Me conozco o me temo? ¿Confío en mis fuerzas? ¿Conozco mis debilidades y peligros? Comentaba el padre José Kentenich:

“Lo sé por experiencia: ¡qué es lo que no sería capaz de hacer mi naturaleza si la dejara correr tranquilamente por el rastrojo, si Dios no la atara, si Dios no me diese su gracia! Amor a Dios y confianza en Él”.

Necesito confiar en Dios para confiar en mí mismo. Miro mi alma inquieta. No confío. Me dan miedo mis pasiones, mis debilidades. Desconfío de la gracia, del poder de Dios en mí.

Es como si en el momento de la verdad estuviera solo ante el peligro. No puedo hacer nada. No viene en mi ayuda aquel que me salva.

Desconfío de su poder infinito y misericordioso. Me gusta controlarlo todo. Y cuando mi cuerpo me falla quiero saber por qué, qué tengo que hacer.

La confianza plena se me escapa. Es una gracia que sostiene mis pasos. Estoy en manos de Dios y sigo sujetando mi vida con todas mis fuerzas. Soltar me parece excesivo, demasiado arriesgado. Temo que no haya nadie al final de la caída.

Quiero oír la voz de Dios sosteniendo mis miedos. ¿No está acaso Él allí esperando para salvarme y socorrerme en el camino?

Es la esperanza que me mueve. La certeza que me ha dejado Dios en la piel de un niño, de un hombre, de ese Jesús que viene a sostener la vida de los hombres. Mi propia vida.

Para que nunca el miedo acabe con la paz del alma. Para que nunca la desconfianza sea más fuerte que el amor. Para que nunca deje de caminar por miedo a errar mis pasos.

Miro a Jesús confiado. Quiero que sostenga mi vida. Estoy en sus manos de Padre. Prendido del cielo. Sujeto desde mis entrañas.

Es la paz que tengo al mirar a Jesús cuando Juan lo señala en el Jordán. Es el Cordero que salva mi vida.

¿Dónde busco la felicidad tantas veces? ¿Qué siembra en mí dudas y desconfianzas? ¿Cómo hago para volver a confiar cuando me han fallado?

Quiero tener un corazón de niño que sepa confiar siempre. Por encima de las heridas sufridas. Por encima de los miedos que son tan fuertes. Por encima de los dolores que laceran mi alma e inquietan.

Me aferro a la felicidad que me da Dios al decirme al oído que me ama. Soy suyo para siempre. ¿Por qué tengo tanto miedo? Jesús es el que sostiene mi vida con su amor delicado. Confío de nuevo. Estoy en sus manos. 

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