Al escuchar latir tu corazón en el vientre de tu madre, nos invitas a dejar de pasar nuestros días por el tamiz de los criterios de éxito externos.
Los adultos tienen obsesión por triunfar en la vida. Poco se preocupan por triunfar en su muerte…
Pero ¿qué es una vida de éxito, de todos modos? ¿La ascensión social y profesional, un gran recorrido académico, casarse, tener hijos y “morir desgraciado para no lamentar nada”, como decía el cantautor francés Daniel Balavoine?
Todas estas son cosas buenas, pero si eriges como un absoluto la realización visible, tangible y palpable, entonces no has triunfado nada en la vida…
Así que no hemos entendido lo que da valor a la vida, porque tú nos confías el tesoro de las almas humildes y rezas con el salmista ese cántico de la infancia:
“Señor, mi corazón no es orgulloso, ni son altivos mis ojos; no busco grandezas desmedidas, ni proezas que excedan a mis fuerzas. Todo lo contrario: he calmado y aquietado mis ansias. Soy como un niño recién amamantado en el regazo de su madre. ¡Mi alma es como un niño recién amamantado! Israel, pon tu esperanza en el Señor desde ahora y para siempre.” (Sal 131).
Tú nos enseñas a mantener nuestra alma “calmada y quieta”, a nosotros que llenamos nuestras vidas de ruido. Tú nos enseñas también a depender del otro, tú que estás conectado en el interior de tu madre a su aliento y a su sangre.
Olvidamos con frecuencia que el espacio de nuestra vida solo se despliega en el corazón de los demás y, en definitiva, en el corazón de Dios.
Mientras no comprendamos esto, estaremos siempre hacinados en nuestro propio corazón. Tú nos haces comprender aquello que no está en los libros, lo que el Señor Dios quiere decir cuando revela el arbusto su nombre misterioso:
“Le dirás al Faraón –el que mata a los niños y reduce al hombre a su fuerza de trabajo–: Yo soy el que soy”.
Dios se revela a través de quien es y no primero por lo que hace. Es decir, que el Señor no se deja medir por las posesiones o las realizaciones. Dios es, sencillamente.
Tenemos tendencia a decir “Soy lo que poseo, soy lo que hago”, en vez de decir “Soy el que soy”.
Pequeño bebé, te pareces a Dios. Nos invitas a regocijarnos por ser unos “siervos inútiles” (Lc 17,10) en un mundo en que el ser humano se convierte, cada vez más, en un valor mercantil.
Tú no “sirves” para nada, como la belleza y como lo esencial. Ahí está tu gloria inalienable. ¡Qué grandeza la de ser inútil, la de no ser amado primero por lo que se aporta, sino por lo que se es! Dios te quiso por ti mismo.
Pequeño bebé, maestro de simplicidad y de vida interior, sin duda he perdido demasiado de mi infancia. Ayúdame a reconquistarla a través de la santidad.
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