Cuando la ciencia redescubre a Dios

Los revolucionarios descubrimientos científicos del siglo XX cambian nuestra visión del mundo: inducen a un "reencantamiento con el mundo" que permite el reencuentro entre ciencia y religión tras dos siglos de separación

En el año 2000, con el cambio de siglo, se preguntó a 200 científicos cuáles pensaban que serían los hechos más recordados del siglo XX, y rla respuesta fue: en primer lugar, la llegada del hombre a la Luna; en segundo lugar, la energía nuclear; tercero, la demostración de la existencia de la no separabilidad cuántica (paradoja EPR); y cuarto, la Segunda Guerra Mundial, Stalin, Hitler y sus 50 millones de muertos. ¿Cómo puede ser que un oscuro experimento de física pueda marcar a la humanidad más que la muerte de 50 millones de personas?

Pensándolo bien, esto ya sucedió en el pasado: en 1348, la epidemia de peste negra mató en pocos años a más de un tercio de la población europea (1348-1352), pero el mundo lo ha olvidado, mientras que sí recuerda los nombres de Copérnico y Galileo. El caso de Galileo podía parecer que preocupara únicamente a los especialistas, pero tuvo un impacto cien veces mayor que la desaparición de un tercio de la población. La lección que debemos aprender es que, a largo plazo, las únicas revoluciones verdaderas son los cambios en la visión del mundo. 

La «triple humillación del hombre»

Para Freud, «con Copérnico el hombre ya no está en el centro del mundo, sino en un planeta que gira alrededor de una “estrella de segunda”, ubicada a dos tercios del brazo de una galaxia perdida entre miles de millones de otras galaxias. Con Darwin, el hombre ya no está en el centro de la naturaleza, se convierte en un mono con algunas mejoras. Y conmigo, Freud, el hombre ya no está en el centro de sí mismo, porque su inconsciente es más importante que su consciente.»

Esta triple humillación del hombre proviene de manos de la ciencia y el conocimiento, que por otra parte nos han aportado vacunas, electricidad, nuestro nivel de vida actual, etc. No se puede descartar el progreso o la ciencia, pero esta es la causa del materialismo en Occidente, y les reto a ustedes a encontrar causas que hayan jugado un papel más importante que esta.

La visión científica

No hace falta buscar en otra parte los fundamentos del materialismo, el olvido de Dios y la pérdida de sentido de la sociedad occidental, puesto que los descubrimientos científicos tienen un enorme impacto en las ideas que mueven el mundo. Este impacto a menudo se retrasa hasta que la sociedad se da cuenta de las implicaciones filosóficas de estos descubrimientos, pero su impacto es extremadamente profundo, seguramente como ningún otro, y por eso es tan importante darnos cuenta hoy en día de hasta qué punto los avances científicos del siglo XX en todos los campos del saber han reorganizado el tablero de juego y cambiado radicalmente los datos del problema de la relación entre ciencia y religión.

El desencanto con el mundo proviene del conocimiento mismo. 

Desde la visión «científica» clásica, el universo es perfectamente determinista y explicable. El universo se compone de materia, que a su vez está compuesta por partículas. No tiene principio ni fin, es perfectamente determinista y explicable. Es el universo de Laplace, una gran mecánica que se basta a sí misma. «¿Qué pasa con Dios en todo esto?» Preguntó Napoleón. «No he necesitado esa hipótesis, Sire», respondió Laplace. En el ámbito de la vida, las mutaciones y la selección natural pueden explicar perfectamente la aparición y el desarrollo de la vida. La consciencia y la imaginación se pueden explicar como procesos químicos y algorítmicos. El desencanto del mundo proviene del propio conocimiento. 

C.P. Snow, un gran escritor inglés, dijo: “Hay una división entre las dos culturas”, la cultura significativa, a saber la cultura tradicional y religiosa, y la cultura técnica y científica, de la que no podemos prescindir. Según François Crick, «la hipótesis asombrosa es que cada uno, con nuestras alegrías y tristezas, recuerdos y ambiciones, el sentido que tenemos de identidad y de libre albedrío, no somos más que la manifestación de un complejo conjunto de células nerviosas y sus moléculas asociadas. Como podría haber dicho la Alicia de Lewis Caroll: «No eres más que un fardo de neuronas»» (L’hypothèse stupéfiante, Plon, 1995, p. 17). 

Olvidar a Dios

No hay que buscar pues en ninguna otra parte los fundamentos del materialismo y el olvido de Dios. ¿Por qué la gente ya no cree en Dios? Siempre ha habido sufrimiento, siempre hemos sufrido injusticias: no hay causa más importante para la pérdida de la fe en Occidente que la visión del hombre y del mundo que nos da la modernidad y la ciencia, que está perfectamente representada por frases como: «El futuro que le espera al hombre es el de chico de los recados de los robots del futuro» (Marvin Minsky); “La vida es un material que se autogestiona” (Henri Caillavet); «El hombre no puede dejarse engañar por la esperanza de participar en cualquier cosa que le sobrepase. Al final, sabe que está solo en la indiferente inmensidad del universo del que surgió por casualidad”(Jacques Monod en Le Hasard et la Necessité, Le Seuil, 1970, p. 225); «Cuanto más comprendemos el mundo, más desprovisto de sentido nos parece» (Steven Weinberg, Les trois premières minutes de l’Univers, Paris, Le Seuil, 1978, p. 179).

Los partidarios de toda esta escuela de pensamiento del desencanto con el mundo, de la deconstrucción del hombre, que nos dice que en última instancia el hombre y el universo no son nada, reconocen ellos mismos que al final del camino, solo hay desesperación absoluta, pero dicen que hay que tener la lucidez para aceptarlo. «Me inclino a creer que solo somos trozos de madera flotando en la superficie del mar» (Jim Peebles, citado por Steven Weinberg, Le Rêve d’une théorie ultime, Odile Jacob, 1997, p. 227). “Cuando hayamos avanzado lo suficiente como para explicarnosa nosotros en estos términos mecanicistas, el resultado que enfrentaremos puede no ser fácil de aceptar. Por lo tanto, parece apropiado terminar este libro como comenzó, con este sombrío presentimiento de Albert Camus: 

«Un mundo que se puede explicar, aunque sea por las razones equivocadas, es un mundo familiar. Pero, por otro lado, en un universo desprovisto de ilusiones y luz, el hombre se siente un extraño. Su exilio es irremediable ya que se le priva del recuerdo de un hogar perdido o de la esperanza de una tierra prometida. Desafortunadamente, esto es correcto, pero todavía nos quedan unos cien años.» (Edward Wilson, Lasociobiologie, Éditions du Rocher, 1987, p. 582).

«El humanismo materialista sólo puede fracasar», decía intuitivamente Saint-Exupéry, pero esta convicción no puede enraizar si no se apoya en una cosmovisión racional y científica que permita probar la compatibilidad entre ciencia y religión. Este es el problema fundamental. Si la gente cree que la vida es solo un material que se autogestiona, que somos como trozos de madera en la superficie del mar, entonces todo lo que se puede decir en su favor se nos escapará de la mente como el agua sobre las plumas de un pato. No podrá echar raíces.

Un límite absoluto al conocimiento

En el campo de la materia, la física cuántica ha tumbado la pretensión de Laplace y los positivistas de imaginar poder explicarlo todo mediante un modelo determinista y materialista: hoy sabemos por el principio de incertidumbre de Heisenberg que existe un límite absoluto para el conocimiento que podemos obtener del mundo que nos rodea (no podemos determinar con precisión al mismo tiempo la velocidad y la posición de una partícula), y sabemos por la experiencia de la comunicación instantánea de dos partículas distantes (no separabilidad, o paradoja EPR) que existe una realidad más allá del espacio-tiempo: el universo no se puede explicar por sí mismo, no es ontológicamente suficiente.

Al demostrar el carácter no ontológico del nivel de realidad en el que se ubica nuestro universo, experiencias como las de la no separabilidad reabren caminos filosóficos que se creían cerrados.

¿Qué es la materia? ¿Cuál es su fundamento? En 1926, Heisenberg demostró que si conocemos con precisión la posición de una partícula, no podemos conocer su velocidad y viceversa. Hay una incertidumbre fundamental que concierne a cada partícula del universo: es exactamente lo contrario de lo que pensaba Laplace, quien estimó en su perspectiva determinista que si pudiéramos conocer todas las posiciones de todas las partículas y todas las leyes que operan en sus interacciones, seríamos capaces pues de deducir todo el futuro del universo.

Einstein dudó durante mucho tiempo de esta revolución conceptual: «Dios no juega a los dados», dijo, pero los experimentos han confirmado esta revolución. 

La existencia de una realidad que trasciende el tiempo y el espacio

El experimento de Aspect en Orsay (A. Aspect y P. Grangier, G. Roger, Phys. Rev. Lett, 49, 91-1982), y todos los que se llevaron a cabo posteriormente, permitieron comprobar que si lanzamos un sistema de dos partículas correlacionadas en dos direcciones opuestas, la medición de una de ellas perturba instantáneamente a la otra, como si las partículas se comunicaran de manera instantánea.

Dado que la relatividad general de Einstein prohíbe ir más rápido que la velocidad de la luz… ¿Cuál es el vínculo que las une? De hecho, el formalismo de la física cuántica nos enseña que las dos partículas forman una sola entidad independientemente de la distancia entre ellas. Por tanto, estas dos partículas constituyen un sistema que trasciende el tiempo y el espacio.

Este es el primer fenómeno demostrado experimentalmente que se encuentra más allá del tiempo, el espacio, la energía y la materia y que, no obstante, tiene consecuencias en nuestro mundo. Como dice Nicolas Gisin, director del departamento de física de la Universidad de Ginebra: «Las correlaciones no locales provienen de más allá del espacio-tiempo porque no se puede hacer ninguna descripción situada dentro del espacio-tiempo» (Nicolas Gisin, Are There Quantum Effects Coming from Outside Space-time? Nonlocality, free will and « no many-worlds », dans Suarez A. and Adams P. (eds) Is Science compatible with Free Will? Springer, 2012).

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La ciencia misma demuestra sus propios límites

Las visiones tradicionales afirmaban la existencia de otros niveles de realidad (los de los ángeles, los espíritus, los ancestros). La modernidad ha hecho obsoletas tales creencias, para ella todo lo que existe es detectable y medible. Pero al demostrar el carácter no ontológico del nivel de realidad donde se sitúa nuestro universo, experiencias como las de la no separabilidad descritas en el párrafo anterior reabren caminos filosóficos que se creían ya cerrados.

Y lo que es muy importante es que es la ciencia misma quien demuestra así sus propios límites (ver, por ejemplo, B. d’Espagnat, “Théorie quantique et réalité”, Pour la Science n. 27, enero de 1980 y À la recherche du réel, Gauthier Villars, 1979 – reedición de Dunod, 2015), y no la filosofía o la metafísica. Esto constituye un cambio en la visión del mundo comparable al surgimiento de la ciencia moderna hace cuatro siglos con Copérnico, Kepler y Galileo.

La idea de un principio creador

En el campo de la Astrofísica, la idea de un Universo eterno fue suprimida por el descubrimiento del Big Bang, que al mismo tiempo también plantea la cuestión de Dios, porque hay un tiempo en el que no había tiempo ni espacio (¿de dónde viene el Universo?), y porque hemos podido calcular que si la vida es posible, es solo porque las quince constantes físicas y las leyes que gobiernan el Universo están ajustadas de una manera increíblemente fina (¿quién hizo este ajuste?). En el siglo XX descubrimos que el universo tiene una historia y que está ajustado para que aparezca la vida. El tiempo y el espacio ya no son absolutos: son relativos.

Por lo tanto, es posible que no siempre hayan existido. La teoría del Big Bang nos dice que si nos remontamos al origen, todo el universo observable hoy estaba concentrado en un espacio de 10-33 cm con una temperatura de 1032 grados, a 10-43 segundos después del inicio del tiempo. Y hablar de un «antes» no tiene sentido, ya que el tiempo no existía. Entonces, existe una elaborada pirámide de complejidad, desde el Big Bang hasta el cerebro humano, que es el objeto más complejo en el universo conocido. 

La cuestión de Dios vuelve a ser ahora una cuestión científica.

¿Cómo explicar esto? El universo está gobernado por quince constantes fundamentales y leyes físicas que están reguladas de una manera increíblemente fina y si este no fuera el caso, toda la vida y toda complejidad serían imposibles. Trinh Xuan Thuan, budista, llega así a la idea de un «principio creador» que, sin embargo, no pertenece a su cultura, debido a la existencia de este ajuste fino y de esta bajísima probabilidad de que la vida sea posible (ver sus libros: La Mélodie secrète, Fayard, 1988, y Le Chaos et l’Harmonie, Fayard, 1998): 1 probabilidad entre 10 elevado a 60, es decir, la misma probabilidad de alcanzar un objetivo de un centímetro cuadrado en el otro extremo del universo disparando una flecha en una dirección al azar, suponiendo solo haya un universo.

Para prescindir del principio creador, debemos postular una infinidad de universos paralelos al nuestro, cada uno con diferentes ajustes, es decir, que son los materialistas quienes deberían a partir de ahora postular entidades inobservables. Un asombroso vuelco epistemológico.

La ciencia se atreve a plantear la pregunta de Dios

Durante dos siglos, a los creyentes se les dijo que Dios era una hipótesis inútil y que el mundo se podía explicar perfectamente sin Dios. Monod dijo que la cuestión de la finalidad estaba ya para siempre proscrita de la ciencia, pero diez años después de su muerte, la ciencia volvió a hacer la pregunta.

La cuestión de Dios se convierte ahora en una cuestión científica. No decimos que la ciencia demuestre a Dios, sino que la cuestión de un creador vuelve a ser una pregunta científica, siendo la respuesta de carácter personal (se puede optar por la existencia de una infinidad de universos paralelos).

Esto es algo bastante asombroso y casi revolucionario por lo que se refiere a la ciencia clásica. Pero, además, el principio de la «Navaja de Ockham» (favorecer las explicaciones más simples, no agregar hipótesis innecesarias), parece estar hoy del lado de los creyentes, ya que los ateos están obligados a postular un número infinito de universos paralelos para evitar plantearse la cuestión de un principio creador.

¿Soy estrictamente reducible a los procesos que tienen lugar en mi cerebro o no? Porque, si nos podemos comparar con procesos que pueden ser reproducidos por máquinas, al final seremos reemplazados por máquinas.

Consciencia y neuronas

En el campo de la neurología, se cuestiona la visión de un hombre condicionado únicamente por sus neuronas y la química de su cerebro, de donde emerge la conciencia. Según las concepciones más habituales, y en particular la de Changeux, se cree en la identidad de lo neuronal y lo mental: si conociera perfectamente el estado de tu cerebro, sabría lo que estás pensando en cada momento, e incluso lo que estarás pensando dentro de un minuto. El conocimiento completo del estado de las neuronas en el cerebro nos permitiría conocer los sucesos vividos por sujeto.

Esto se basa en la suposición de que nuestra conciencia es completamente reducible a procesos neuronales. Algunos experimentos han demostrado una función cerebral más sutil, al igual que en el caso de las ECM (experiencias cercanas a la muerte).

La naturaleza humana es un tema clave para el siglo XXI. Se trata de un debate cultural absolutamente central: ¿soy estrictamente reducible a los procesos que tienen lugar en mi cerebro o no? Porque si somos comparables con procesos que pueden ser reproducidos por máquinas, seremos reemplazados por máquinas. Esta es la apuesta de quienes, como Ray Kurzweil, afirman que la inteligencia de las máquinas no solo alcanzará, sino que superará a la de los humanos. Y sin embargo, existen argumentos para afirmar que en los seres humanos hay más de lo que la neurociencia sea capaz de encontrar. 

La libertad no se puede medir

Los experimentos nos muestran que el cerebro ya se encuentra en acción unas centésimas de segundo antes de tomar una decisión: ¿es nuestro inconsciente más importante que nuestro consciente? Pero existe una decisión a modo de veto que frena o deja ir los procesos iniciados inconscientemente.

Benjamin Libet nos dice: «Somos libres, al menos en modo de veto» (L’Esprit au-delà des neurones, une exploration de la conscience et de la liberté, Dervy, 2012). En este punto, se puede postular que la «mente» recupera el control sobre el cerebro. Es un poco como un árbitro en un partido de fútbol que no hace nada y nunca toca el balón, pero que toma decisiones libres en ocasiones y que influye de forma directa y decisiva en el resultado del partido.

En el tribunal, si mi cliente mató a su padre, no puedo argumentar que estaba decidido a hacerlo: porque unos segundos antes de matar a su padre, podría no haberlo hecho. Otros experimentos, como el de Jean-François Lambert sobre monjes tibetanos durante la meditación, muestran que se puede conocer el estado neuronal sin conocer el estado mental de un sujeto. 

A día de hoy, no tenemos una noción clara sobre la cuestión del surgimiento de la conciencia. Existen hoy tantas teorías para explicar el surgimiento de la conciencia como especialistas en el campo… lo que demuestra que, a pesar del enorme progreso hecho en este campo, todavía no tenemos respuesta a la pregunta fundamental, ¡la de nuestra propia naturaleza!

Todas estas teorías se basan en el supuesto de que el cerebro produce la conciencia. ¿Y si estamos mirando en la dirección equivocada? ¿Y si funcionara como una radio, que no produce música pero se necesita para poder oírla? Algunas experiencias de “abandono del cuerpo” durante “muertes clínicas” parecen sugerirlo (Eben Alexander, La Preuve du Paradis, Guy Trédaniel, 2013). 

En el campo de la evolución, el azar se canaliza

En el campo de las Ciencias de la Vida, el descubrimiento de casos de reproducibilidad de la evolución, como, por ejemplo, la generación de los elementos de un ojo «cámara» como el nuestro en toda una serie de animales cuyo antepasado común no tenía ojos en absoluto, sugiere la idea de una canalización de la evolución hacia formas funcionales que estarían “predeterminadas desde el big bang”, según un paleontólogo como Simon Conway Morris.

Si lanzamos unas pelotas desde la cima de una colina, podemos saber de antemano qué caminos probablemente tomarán esas pelotas. Es un poco lo mismo que vemos en el campo de la evolución: la idea de que el azar está enmarcado. El darwinismo dice lo contrario, que «el espacio de posibilidades» es gigantesco, fruto de miles de millones de mutaciones sucesivas, con cada vez un nuevo ordenamiento por selección natural y, en este caso, la probabilidad de tener dos seres idénticos en el universo es estadísticamente casi imposible.

Cuando salió la película Avatar, un darwinista escribió -en tono de broma- en Le Monde que James Cameron había cometido «un crimen contra el darwinismo», porque los habitantes de Pandora se parecían demasiado a los humanos. Pero yo respondí, en el mismo tono que él, que por el contrario ha sido un visionario, porque su concepción es la de la nueva biología, que llamamos estructuralista, en la que lo que concierne a las grandes estructuras de los seres vivos deriva de las leyes del universo y no de la selección natural.

Otros avances nos muestran que la realidad es mucho más compleja de lo que se pensaba: se ha descubierto que en el genoma humano hay menos genes que en un grano de arroz.

Una realidad mucho más compleja de lo que aparenta

Otros avances nos muestran que la realidad es mucho más compleja de lo que se pensaba: se ha descubierto que en el genoma humano hay menos genes que en un grano de arroz. El ADN no funciona como el plan de montaje de un Boeing 747. La epigenética nos revela que los genes se expresan de manera diferente según el contexto en el que se encuentran: la genética no lo es todo. El azar tiene un alcance limitado: explica muy bien cómo funciona el sistema inmunológico, por ejemplo, pero en muchos otros casos deben usarse otros conceptos. 

Nuestra aparición no es un epifenómeno, es parte de las leyes del universo. La adaptación es una máscara detrás de la cual se encuentra una estructura común a muchos seres vivos. El tamaño del cuello de la jirafa es un proceso totalmente darwiniano, pero la estructura del animal con sus cuatro patas no lo es. Todos los cristales de nieve son diferentes, pero todos tienen una estructura de seis puntas.

Existe una máscara adaptativa detrás de la cual hay arquetipos. La evolución sigue leyes naturales y no ocurre simplemente por la casualidad de mutaciones y la selección natural. Con esta visión, estamos mucho más allá de Darwin. La vida corresponde a arquetipos fundamentales que están consagrados en las leyes de la naturaleza, no es ni creacionismo ni darwinismo, sino una evolución orientada hacia estructuras predeterminadas cada vez más complejas.

En tal visión de la evolución, seres como nosotros deben emerger un día u otro, en un planeta u otro. Así, explica Christian de Duve, «Dios juega a los dados porque seguro que ganará». En otras palabras, «la vida es un imperativo cósmico» o incluso «las leyes de la bioquímica producen constreñimientos tan estrictos que el azar se canaliza y la aparición de la vida e incluso del pensamiento consciente se convierten en una obligación en el universo. Y esto en muchas ocasiones» (Poussière de vie, Éditions Fayard, 1996, p. 493).

La idea de la convergencia, una revolución que lo cambia todo

La idea de convergencia es de una importancia crucial. Por convergencia entendemos el caso de un ser con un órgano y otro ser con el mismo órgano pero cuyo antepasado común no lo tenía: por ejemplo, el caso del ojo humano. El ojo de los insectos es muy diferente al humano, pero un caracol marino tiene el mismo ojo que nosotros, una araña también y hasta una medusa, aunque de poco le sirva: ni siquiera tiene cerebro… Uno de los más prestgiosos paleontólogos en la actualidad, Simon Conway Morris, en su libro sobre la evolución de la vida, nos muestra al menos 70 ejemplos de este tipo (Simon Conway-Morris, Life’s solution, Cambridge University Press, 2003). Allí especifica: 

«Para los darwinistas clásicos, es altamente improbable que los habitantes de un planeta se parecieran a los de otro planeta. El fenómeno de la convergencia evolutiva indica que, por el contrario, el número de alternativas es estrictamente limitado. Un programa así de investigación podría revelar un nivel más profundo de la biología según el cual la evolución darwiniana seguiría ocupando un lugar central, pero en el que las posibles formas funcionales estuviesen predeterminadas desde el Big Bang» (Life’s solution, p. 309-310).

La existencia de convergencias que conducen a resultados idénticos por diferentes rutas apoya la idea desarrollada por, entre otros, Michael Denton, de que las formas de estructuras complejas serían producidas por las leyes de la naturaleza y no por selección natural (Michael Denton, Craig Marshall, Michael Legge, « The protein folds as platonic forms : new support for the pre Darwinian conception of evolution by natural laws », Journal of Theoritical Biology, 2002, p. 325-342).

Formas funcionales predeterminadas

Los anti-darwinistas han estado diciendo durante dos siglos que el ojo es un fenómeno demasiado complejo como para haber surgido por casualidad. Pero es posible mostrar todas las etapas existentes entre unos ojos extremadamente primitivos sin cristalino, hasta un ojo perfecto como el nuestro. Si el darwinismo no funciona, ¡es porque existen demasiados ojos! La idea de convergencia evolutiva indica que el número de alternativas es estrictamente limitado, es decir, que el camino está canalizado.

El darwinismo explica muchas cosas, pero las grandes estructuras, como las de los primates, quedarían inscritas en las leyes de la naturaleza. Es por eso que Simon Conway Morris puede escribir una frase tan provocativa como esta: «Las formas funcionales están predeterminadas desde el Big Bang»; esto significa que la evolución no ocurre por casualidad: se canaliza en formas predeterminadas, y eso lo cambia todo.

Verdad y demostrabilidad

Finalmente, en el campo de las matemáticas, el teorema de Gödel también impone una nueva visión del mundo al demostrar que cualquier sistema lógico humano coherente es necesariamente incompleto, y que la noción de verdad es más grande que la noción de demostrabilidad, apuntando así a la existencia de un «mundo de los objetos matemáticos» con el que la mente humana podría entrar en contacto.

El hombre es superior a la computadora porque tiene acceso al mundo de los conceptos matemáticos. «Según Platón, los conceptos y verdades matemáticos existen en un mundo real desprovisto de cualquier noción de localización espacio-temporal. Sin embargo, nuestra mente tiene acceso directo a él gracias a un conocimiento inmediato de las formas matemáticas y gracias a la capacidad de razonar sobre estas formas.

Este potencial de conocimiento inmediato de los conceptos matemáticos y este acceso directo al mundo platónico es lo que le da a la mente un poder superior al de cualquier dispositivo cuya acción se base únicamente en el cálculo» (Roger Penrose, Les Ombres de l’esprit, Interéditions, 1995, p. 46).

Las matemáticas son anteriores a los humanos

Alain Connes, agnóstico, sostiene la tesis de que la matemática es un continente preexistente y que es descubierto por el hombre, como África. Esta concepción se opone a la idea de que las matemáticas se inventan, y ciertos ateos como Jean-Pierre Changeux se oponen a ella. Para ellos, apoyar tal tesis constituye una verdadera traición a la razón, la laicidad y el espíritu de la Ilustración.

Pero a pesar de la presión que Changeux ejerce sobre él, Connes resiste: sí, las matemáticas son anteriores a su descubrimiento por parte del hombre. Así responde a Changeux: «En el momento en que se produce, la iluminación implica una considerable cantidad de afectividad, por lo que uno no puede permanecer pasivo o indiferente. La rara vez que esto realmente me sucedió, no pude contener las lágrimas en mis ojos. A menudo he observado lo siguiente: una vez que has dado el primer paso de preparación, chocas contra una pared.

El error que no se debe cometer es abordar esta dificultad de frente […]. La experiencia demuestra que si se aborda un problema directamente, se agotan muy rápidamente todos los recursos del «pensamiento directo», racional […]. Llama la atención la importancia, cuando hablo de proceder indirectamente, de la aparente distanciación entre el problema inicial y el actual campo de investigación […]. Evidentemente, el matemático debe tener suficiente serenidad.

Así, podemos lograr una especie de estado contemplativo que nada tiene que ver con la concentración de un estudiante de matemáticas que se presenta a un examen» (Jean-Pierre Changeux y Alain Connes, Matière à pensée, Odile Jacob, 1989, p. 112-113). No es ningún místico de un monasterio el que habla así, sino un gran matemático agnóstico que describe cómo desempeña su trabajo como matemático, es decir, cómo descubre la verdad… en matemáticas. Esta posición la comparte quien demostró el gran teorema de Fermat: Andrew Wiles, a quien conocí en Princeton.

Los matemáticos están en contacto con otro mundo. Los místicos pretenden estar también en contacto con otro mundo. Por supuesto, no es lo mismo. Pero si creemos a los primeros, ¿por qué no dar algo de crédito a las afirmaciones de estos últimos? 

Teorema de incompletitud de Gödel

Siempre se ha pensado que la lógica debe reposar en sí misma porque la aritmética se basa en las matemáticas y las matemáticas se basan en la lógica; si la lógica reposa sobre sí misma, el sistema así constituido se cierra sobre sí mismo: es completo y coherente. Era parte de un gran proyecto que el matemático David Hilbert llamó «la solución final» (¡antes del nazismo, por supuesto!) al problema de la lógica. Si este proyecto hubiera tenido éxito, podríamos haber dicho «es cierto o es falso» frente a cualquier proposición lógica. Pero el teorema de Gödel demuestra que cualquier sistema lógico (incluida la aritmética), si es consistente, es incompleto. Es un teorema que tiene enormes consecuencias filosóficas.

Laplace dijo que no necesitaba a Dios, Hilbert buscaba la «solución final» que fundamentara toda lógica de manera incontestable, Changeux afirmó la identidad de lo neuronal y lo mental: todas estas concepciones se derrumbaron.

Esta noción de incompletitud se vivió como algo negativo, pero por el contrario es impulsora, porque al existir un cierto juego en el sistema, el dominio no es completo y es posible una historia. Nos gustaría un mundo completo, pero esta idea fundamental y fundacional de lo incompleto es clave para comprender la nueva visión del mundo, tal como lo escribió el padre Thierry Magnin (Experience of Incompleteness, Lethielleux-DDB, 2011). Otra consecuencia del teorema de Gödel es que hay verdades que podemos percibir que no son demostrables en un sistema dado.

En cualquier sistema lógico, seguramente habrá algo que sea cierto pero no demostrable dentro del sistema en cuestión. Pero entonces, ¿cómo sabemos que algo es cierto? Sin duda a través de una percepción de tipo platónico, como ocurre con el acceso a la verdad en las matemáticas.

Una revolución conceptual a través de la ciencia

La asimilación gradual por parte de nuestras sociedades de los descubrimientos fundamentales que representan estos principios de incertidumbre, incompletitud, imprevisibilidad, cambiará radicalmente nuestra visión del mundo: hay en marcha una revolución conceptual impuesta por la propia ciencia y, al abrir el “campo de posibilidades”, es probable que conduzca a un reencantamiento del mundo que puede tener un impacto enorme en el destino de nuestras sociedades. El científico debe decidirse a abandonar su clásica visión prometeica.

Laplace dijo que no necesitaba a Dios, Hilbert buscó la «solución final» que fundamentara toda lógica de manera incontestable, Changeux afirmó la identidad de lo neuronal y lo mental: todas estas concepciones se derrumbaron. Una verdadera revolución conceptual se extendió por todas estas áreas. Existía una visión clásica que era prometeica, porque el hombre quería ponerse en el lugar de Dios: era la perspectiva de Laplace, Hilbert, incluso Changeux. Esto ha resultado ser una quimera, únicamente por razones científicas, es la ciencia misma la que aporta el remedio al problema que ha creado, el desencantamiento del mundo. Luego hay interpretaciones filosóficas a desarrollar, pero es de la ciencia misma de donde viene el cambio.

Una revolución radical en marcha

El siglo XX vio una revolución extraordinaria en la mayoría de los campos del conocimiento: pasamos del tiempo y el espacio absolutos de Newton a la relatividad del espacio y el tiempo de Einstein que generó la teoría del Big Bang; pasamos del determinismo de Laplace que no necesitaba de Dios al principio de incertidumbre de Heisenberg que genera la misteriosa inseparabilidad cuántica, más allá del espacio y el tiempo; pasamos de la «solución final» esperada por Hilbert sobre la completitud de la lógica al teorema de incompletitud de Gödel que la niega definitivamente; pasamos de la selección natural de Darwin a las ideas de reproducibilidad de la evolución bajo la influencia de formas fundamentales determinadas incluso antes del Big Bang; pasamos del análisis de los equilibrios de la química clásica de la época de Berthelot al análisis de los desequilibrios y la teoría del caos; pasamos del hombre neuronal de Changeux a la noción del hombre portador de libre albedrío de Benjamin Libet (cf. J. Staune, Notre existence a-t-elle un sens ?, Presses de la Renaissance, 2007).

Las consecuencias filosóficas

Las consecuencias filosóficas de esta revolución son las siguientes: superando el reduccionismo, el hombre es más que un conjunto de órganos, la naturaleza es más que una materia prima a explotar, el todo es más que la suma de las partes; límites del determinismo en nuestro mundo; fin del cierre conceptual del Mundo, según el cual, todo lo que ocurre en nuestro nivel de realidad debe tener su causa en este mismo nivel.

¡Nuestro mundo no se explica solo por sí mismo! Incertidumbre, incompletitud, imprevisibilidad: estos «in» destacan: son constructivos y no destructivos, y conducen a la humildad. Rechazando el dogmatismo (yo tengo la verdad y te la voy a enseñar) y el relativismo (todas las opiniones son iguales), está en sintonía con la afirmación de que efectivamente hay una verdad pero ningún hombre o grupo de hombres puede poseerla, solo acercarse más o menos según el caso, lo que nos retrotrae al mito de la caverna…

Las consecuencias teológicas

En resumen, hay tres posiciones teológicas sobre la cuestión de la relación entre ciencia y religión. En primer lugar, la posición separacionista. Inaugurada por Galileo para desembarazarse de los problemas con el Santo Oficio: “La ciencia dice cómo funciona el cielo, la religión dice cómo se va al cielo.» Parece lógico en la práctica, pero a la larga es mortal para las religiones.

Es una trampa mortal porque significa que la religión no tiene nada que decir sobre la realidad, nada que decir sobre la naturaleza de la consciencia humana, nada que decir sobre la naturaleza del universo, por lo tanto, a largo plazo, las religiones se ven desacreditadas porque los materialistas tienen algo que decir sobre cada uno de estos puntos.

Si las religiones se limitan a la ética y los valores, ya no tienen una influencia sobre el mundo. La idea de NOMA (Non Overlapping Magisterium) es muy peligrosa porque consiste en decir que la religión tiene que ver con la ética, y yo, la ciencia, soy la única capaz de decirte quién es el hombre, qué es lo real, etc.

También, la posición del diseño inteligente, según la cual la complejidad del universo y de los seres vivos prueba la existencia de un Creador. Esto va demasiado lejos científicamente y es discutible teológicamente porque como cristiano, creo que Dios me da la libertad de no creer en él. Si tuviera una prueba científica de la existencia de Dios mediante el análisis de los sistemas vivos, no estaría muy contento, ¡porque pondría en duda mi concepción de Dios! Finalmente, la posición de la incompletitud, que parece acertada porque hoy la ciencia demuestra por sí misma (no la filosofía ni la teología) la existencia de un más allá de la ciencia del que no puede decir nada, salvo que existe, lo que refuta el reduccionismo y y el carácter ontológicamente suficiente de nuestro mundo. 

Una nueva credibilidad hacia el discurso religioso

El nuevo paradigma científico otorga gran credibilidad a la concepción religiosa. Todas las religiones han dicho durante siglos que hay otro nivel de realidad más allá del espacio, el tiempo y la materia, y que el espíritu del hombre está conectado a ese otro nivel. La modernidad había hecho absurda tal concepción: para ella, no había nada más que el mundo material. Pero el nuevo paradigma científico da inesperadamente una credibilidad a esta concepción religiosa. 

La ciencia actual responde «sí» a cuatro preguntas esenciales: ¿Existe otro nivel de realidad más allá del espacio y el tiempo? ¿Puede la mente humana estar en contacto con otro nivel de realidad? ¿Existe el libre albedrío? ¿Es creíble un principio creativo en el plano racional? Hoy, podemos responder afirmativamente a todas estas preguntas, y eso lo cambia todo.

Como dijo Pasteur, «un poco de ciencia nos aleja de Dios, mucha ciencia nos conduce a él». Así, una nueva síntesis entre ciencia y espiritualidad es posible y conduce a un reencantamiento del mundo. Tenemos esta esperanza para el siglo XXI: la de cerrar la brecha entre las dos culturas, la científica y la religiosa, y la de restaurar una visión del mundo beneficiándose del aire que otorgan la trascendencia y la solidez de la razón. 

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