Algo que me avergüenza se hizo público, ¿cómo afrontarlo?

Me importa demasiado lo que la gente piensa, dice, hace... pero en realidad es mejor que conozcan mi verdad, vivir en libertad, sin miedo

No hay nada que permanezca oculto para siempre. No hay nada que se guarde bajo las sombras de la noche sin que nunca irrumpa el sol del amanecer.

Nada es tan puro como parece por la apariencia que refleja. Puede haber alguna impureza escondida.

Tampoco hay nada tan sucio como lo que veo mirando desde la distancia. Por miedo me escondo, me protejo, que nadie me mire, que nadie sepa. Leía el otro día:

«No le gustaba mostrarse a sí misma, hablar de su pasado y de sus decisiones tomadas. Hacerlo era una forma de exponerse al peligro, una manera de bajar la guardia de ese muro de contención, firme e infranqueable, que se había construido a su alrededor para evitar ser juzgada por lo que hacía o dejaba de hacer, por lo que decía o callaba, por lo que era o dejaba de ser. Llevaba grabado a fuego en su conciencia de niña las veces que la habían sentenciado y condenado de manera inmisericorde aquellos que se creían mejores que ella».

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¡Cuántas veces vivo construyendo muros defensivos por temor a ser juzgado! Levanto almenas para repeler el ataque de los enemigos, son muchos. Que nadie acceda a mi pasado y conozca mis secretos mejor guardados.

Miedo a que me conozcan de verdad

Porque hay personas que piensan, como me decía alguien un día: «Cuando conozca el secreto que esconde, tendré poder sobre él. Estará atado a mi silencio».

El secreto que esconde cada persona es su punto vulnerable. El secreto inconfesable que quizás no es tan grave para los demás, aunque él lo sienta imperdonable.

En ocasiones incluso delante de Dios trato de mostrar la mejor cara, me revisto de una pureza impostada.

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Y si lo hago ante Dios, ¡cuánto más frente a los hombres! No quiero que sepan nada de mi pasado. Nada que me pueda avergonzar, nada que sea condenable.

Me da miedo ser tratado sin misericordia cuando me conozcan de verdad.

Escondo mi vida bajo las sombras de la noche para que nadie desvele alguno de mis secretos. Me iré con ellos al cielo, eso espero.

¿Por qué me importa tanto el juicio de los hombres? Me importa demasiado lo que piensan, lo que dicen, lo que hacen. Es todo tan fútil, tan pasajero…

Libérate de tus mentiras

Hoy decido que prefiero que me conozcan en mi verdad, que sepan cómo es mi alma por dentro.

Prefiero vivir en libertad que vivir escondido por miedo, defendiendo con rabia mi imagen inmaculada.

Prefiero no engañar a nadie en temas importantes. No decir una cosa por otra para ganar el afecto. No comprar amistades mostrándome como no soy, inventándome una mejor cara.

No quiero vivir halagando a mi amigo para conseguir su favor. Prefiero no recibir nada antes que vivir continuamente en deuda con el mundo que me ensalza.

Prefiero ser quien soy, sin tapujos, ni disfraces, antes de engañar a nadie. Prefiero vivir sin miedo a ser herido.

¿Es posible vivir sin sufrir ese hondo miedo al miedo? ¿Es posible liberarme de esa angustia lacerante que se mete dentro del alma y me quita la paz?

¿Es posible vencer esa ansiedad que no me permite caminar con alegría en el alma?

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Brota el miedo a los hombres y su deseo de conocer toda mi verdad. Guardo sigiloso mis pecados más secretos, tengo derecho a guardar mi intimidad.

Temo que conozcan mis errores más notorios y hablen con impunidad de mis caídas más dolorosas.

Hoy es todo tan accesible… Es como si todos tuvieran derecho a saberlo todo. Es tan fácil llegar a la verdad sobre la historia de los demás.

Basta con indagar un poco, adentrarme en el mundo de los otros buscando oscuridades que alimenten mi ego.

Es mi alma tan mezquina que se siente mejor al conocer el pecado ajeno. Todos son frágiles, vulnerables.

Es como si la culpa reconocida de mi prójimo aumentara mi valor, mi dignidad, mi belleza. La fealdad de los demás resalta mi grandeza.

Soy mucho más que mis errores y mis aciertos

«El hábito no hace al monje«, dice un refrán. Y una persona me decía con sorna: «Dale poder a un hombre y sabrás cómo es».

El cargo que desempeño en un momento de mi vida no es lo que me define. Ni siquiera mi origen, ni el lugar del que vengo o esos logros que he alcanzado con mérito o sin él.

No soy más por el título que precede mi nombre. No soy menos por el pecado que mancha mi curriculum y todos conocen.

Es sólo una sombra que oscurece la luz de mi alma. Una mancha esquiva. No soy digno de alabanzas ni merecedor de insultos.

Simplemente soy más que mis actos, mucho más que mis palabras.

No reducir la realidad

Los demás podrán encasillarme en frases, reducirme a pecados, limitarme a lo que dije o a las cosas que hice.

Podrán reducirme a ese lugar al que pertenezco. Como si así estuviera seguro y no llevara a engaño queriendo abandonar el lugar que me han asignado.

Me niego a reducir la realidad a la fotografía que intenta retenerla. Ese segundo heroico o fatal que congeló mi vida para bien o para mal.

Todo lo que está oculto llegará a conocerse. Pero es Dios quien lo conoce aunque yo intente mejorar mi imagen, cambiar en algo mi fama o construir una realidad que a lo mejor no es tan verdadera.

Son claroscuros que jalonan mi existencia, son esas luces y sombras que Dios ama en mí.

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