La ira es una pasión desordenada, que si bien remite a la culpa y responsabilidad de quien la vive, lo cierto es que puede tratarse de una adicción, cuyo origen puede partir de la misma cuna
Al nacer lloramos al sentir nuestras necesidades fisiológicas y la necesidad inconsciente de recibir una amorosa acogida, por ser fruto del amor de unos padres. Ahí cuando no somos más que un montoncito de carne, que llora a cualquier hora, se ensucia, vomita, y desvela.
Es por esa amorosa acogida, que percibimos un amor incondicional. Este se ha de integrar en el subconsciente, para luego manifestarse en nuestro ser y obrar, con la capacidad de amar y poder ser amados. Esto ocurre a medida que maduramos y descansamos en una coherencia de vida.
¿Qué pasa cuando esa necesidad queda insatisfecha, por la razón que fuere?
Existen muchos estudios que exploran los fundamentos de la psicología de la personalidad, a partir de haber sufrido una carencia afectivadesde esta primera etapa, y que explican la formación de la personalidad iracunda.
En el fondo, siempre existe una causa primera en la mayoría de tales casos.
Un niño no querido
Para entenderlo, volvamos a aquella cuna. Allí un niño, al no recibir amor incondicional de quienes debieran velar por él, se desconcierta y angustia. Interpreta desde sus primeras emociones sensibles que no lo quieren. Y por lo tanto no sabe quién es, o lo que vale, respecto de los demás, empezando por sus padres.
Recibe el alimento corporal, más no el espiritual que requiere como persona. Lo comienza a “razonar con malas razones”, como: “No soy alguien para ser amado”
“Por eso necesito llorar más, para llamar la atención, y conseguir lo que deseo. Si es necesario haré rabietas hasta ponerme morado. Conseguiré lo que quiero, aunque sea forzando, venciendo, ganando siempre y, de cualquier modo, pues no espero nada de nadie”.
Luego a medida que va creciendo, aumenta la conducta errática, al no poder o no saber cómo satisfacer el anhelo más profundo del corazón humano, que consiste en relacionarse con los que lo rodean en forma sana e íntima, para dar y recibir auténtico amor.
Su drama es que parece no darse cuenta de que, al no haber palpado un amor incondicional, en vez de un yo auténtico, capaz de sentirse y saberse libre de y para los demás, desarrolla un amor propio enfermizo y dependiente de la opinión, reconocimiento o del poder sojuzgar a los demás.
Y aparece la frustración, la amargura, y… la ira.
Vacío interior
No, no es el error del hijo, el neumático ponchado, el estrés del tráfico, la presión de un trabajo o una mala mirada desde otro coche. Se trata de un vacío en su interior, que clama por sus fueros, y que trata de resolver equivocadamente.
Como la ira engendra ira, tarde o temprano impacta su desarrollo físico, neurológico y psicológico de tal forma que, en el proceso del enojo se liberan en el cerebro sustancias químicas que alteran la presión arterial, el ritmo cardíaco u otras funciones, que en un momento sin que lo reconozca, pueden producir un cierto placer, por lo que se entra propiamente en el proceso de una adicción.
Esclavo de una pasión
Es así como el iracundo llega a terminar esclavo de una pasión, por la que no se da cuenta de lo que verdaderamente siente sobre su enojo.
Un estado que le exige ir a más en sus arrebatos, como en aquella cuna, en todo un ciclo patológico.
Luego, una cadena de sucesos en los que la familia lo abandona, se lía a golpes y termina en la cárcel, se le acusa de maltrato y lo despiden de su empresa… Un día, comienza a beber y abre la puerta a otras adicciones, en las que la violencia se va volviendo cada vez más contra sí mismo.
Al final, la soledad y el psiquiátrico… un final que se puede evitar . ¿Cómo? Admitiendo, además de la responsabilidad moral de sus actos, la ira como una forma de adicción, y acudiendo a ayuda especializada.
Por Orfa Astorga de Lira
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