Una característica llamativa de esta fase es la necesidad del individuo de ser parte de un grupo
La adolescencia es el nombre que se le da a la etapa del desarrollo humano que transcurre entre la niñez y la edad adulta. Según la Organización Mundial de la Salud, esta fase ocurre entre los 10 y los 19 años de edad, y es un período marcado por varios cambios corporales, hormonales y de comportamiento.
La pubertad marca el inicio de la adolescencia, y se caracteriza por cambios hormonales en el cuerpo de niños y niñas y los consiguientes cambios físicos y biológicos. Durante la pubertad, aparece vello en los niños, comienza la profundización de la voz, el crecimiento y desarrollo muscular y genital; en las niñas, los cambios más importantes son el inicio de la menstruación y el desarrollo de los senos y los genitales.
Cambios importantes
Además de los cambios corporales, las hormonas y los cambios en la autoimagen influyen en el comportamiento y el estado de ánimo de los adolescentes. Una característica llamativa de esta fase es la necesidad del individuo de ser parte de un grupo: las amistades y la socialización son muy importantes y muchos de los problemas y ansiedades que sufren provienen de esta necesidad de sentirse parte de un grupo.
Sin embargo, para formar parte de un grupo, el adolescente elige un modelo específico de ropa, escucha un estilo musical (por ejemplo, rock o pop) y, para desesperación de algunos padres, decide hacerse tatuajes. Además, no es raro que los adolescentes experimenten con el alcohol y las drogas ilícitas para parecer más “geniales” ante sus amigos.
En consecuencia, en esta necesidad de socialización, el contacto con los padres y familiares está siendo reemplazado paulatinamente por personas externas. Sin embargo, a pesar de esta distancia, la familia aún juega un papel importante en el proceso de formación de la personalidad.
Por ello, es necesario que siempre esté abierto un canal de diálogo entre el adolescente y los padres. Cabe mencionar que los valores familiares enseñados desde la niñez influirán directamente en la construcción de la identidad del niño o niña y esto se reflejará en su personalidad futura, en sus elecciones y toma de decisiones.
Entre los valores familiares se deben incluir los fundamentos religiosos. Los estudios muestran que los adolescentes con mayor religiosidad tienen comportamientos más saludables, así como mejores índices de salud física y mental, en comparación con aquellos que no son religiosos. En 2006, el Journal of Adolescent Healthpublicó un artículo evaluando los resultados de varios estudios que trataron el tema y los datos encontrados fueron sorprendentes.
Conducta y salud mental
En el ámbito conductual, aquellos con mayor vinculación religiosa estaban expuestos a situaciones de menor riesgo. Por ejemplo, menores índices de consumo de alcohol y consumo de marihuana.
En el campo de la salud mental, los resultados fueron aún más interesantes. La religión, al proporcionar comprensión y sentido en la vida de los adolescentes, se asoció directamente con menores niveles de síntomas depresivos. Además de estar vinculada con un menor riesgo de suicidio.
Este mismo resultado también se observó cuando los adolescentes se consideraban religiosos y formaban parte u obtenían apoyo de su comunidad religiosa.
En el campo de la salud física, los estudios han demostrado varios aspectos positivos de la religiosidad. En casos de enfermedades crónicas que requieren adherencia al tratamiento, como el asma, los adolescentes de fe, atienden a las recomendaciones médicas con mayor precisión. Como resultado, logran mejores control de enfermedades.
En casos de enfermedades graves como el cáncer, la religiosidad demostró ser un instrumento auxiliar en el enfrentamiento de la enfermedad. Y la religión sirvió para “dar sentido” a una situación difícil o para brindar un “afrontamiento constructivo” de la enfermedad.
De esta forma podemos concluir que los padres deben estar seguros de que aciertan al ofrecer a sus hijos educación religiosa. Nunca deben creer que es mejor esperar a que crezcan para “decidir por sí mismos” qué religión seguir. Al privar al niño de la espiritualidad, se pierde la oportunidad única de sembrar cimientos y valores que marcarán una gran diferencia en la calidad de vida de los niños.
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