El abuso sexual desde la víctima

¿Qué diferencia un abuso sexual de la agresión? En ambos casos no hay consentimiento. La agresión implica violencia e intimidación, el abuso no. En cierto sentido el abuso es más perverso porque al no haber violencia puede parecer que el consentimiento, hasta cierto punto, fue dado.

En realidad se robó con habilidad y engaño. El abusador sabe aprovechar su ventaja en edad, experiencia o posición para hacer creer a la víctima que ella provocó la situación, permitió que sucediera, disfrutó de lo ocurrido… en definitiva, que consintió.

La dificultad para salir del engaño empieza aquí. Una de las razones por las que la víctima no puede, no sabe o no se atreve a hablar es porque piensa –ya se ha encargado el abusador de hacérselo creer- que es responsable y por tanto culpable. El silencio no es una opción discutible, es su cárcel, su condena. 

Decimos que en el abuso sexual no hay violencia, sino que el agresor se sirve de la ventaja conferida por su posición. Entonces es fácil deducir que sólo un pequeño porcentaje de los abusos pueden ser llevados a cabo por desconocidos. El 80% son personas cercanas, solo un 20% fuera del ámbito familiar. ¿Profesor?, ¿entrenador?, ¿compañero de juegos? El 60% vienen del entorno familiar, padre, hermano, tío, primo… (86% varones).

Abuso pueden ser muchas cosas

¿El adulto se estimula genitalmente mientras contempla al menor haciendo lo que sea? Es abuso y no hay contacto. ¿Un sacerdote se estimula genitalmente al preguntar sobre el sexto y noveno mandamiento? Es abuso y no hay contacto. Papá acecha en la distancia mientras su hija se besa con el novio. Es abuso y no hay contacto. Los tocamientos pueden realizarse con o sin ropa y el contacto puede ser muy variado hasta llegar a la penetración.

El asalto ha podido ser puntual o reiterado en interminables años de horror. Obviamente no es lo mismo una cosa que otra, pero el primer error del ignorante que juzga desde la distancia es medir su gravedad de acuerdo a variables externas: ¿fue solo una vez?, ¿los tocamientos se recibieron por encima de la ropa?, ¿se pudo contar?, ¿la víctima fue creída y protegida? Entonces no pasó tanto, una mala pesadilla sin consecuencias… 

Celia tenía 9 años cuando jugaba con su hermana menor y dos amigos cerca del apartamento junto a la playa que sus padres alquilaban en verano. Un desconocido se acercó preguntando por algunas presuntas monedas perdidas en las inmediaciones.

Los niños se ofrecen a buscar, el adulto sugiere que uno lo haga por allí, otros por allá y él se queda junto a Celia que entregada a la causa se agacha hurgando en los rincones. El desconocido aprovecha entonces, ¿cuántos minutos? pocos, pero a ella se le encoge el corazón, se bloquea, no sabe qué hacer, ¿por qué no grita? No le sale. Pronto vuelven los demás.

El hombre agradece su ayuda y desaparece. A Celia le entra sofoco, ganas de llorar. Despide a los amigos y junto a su hermana van a casa, allí cuenta lo sucedido. Los padres escuchan, creen y actúan.

El padre no tarda en bajar a la calle junto a sus hijas para buscar al desconocido, no lo encuentran. Disgustados renuncian, pero los padres ofrecen a la niña acogida, consuelo y protección… hasta aquí la historia breve de un breve abuso. Años después Celia adulta, casada, con hijos ha superado con ayuda profesional las dificultades que tiene para sentirse a gusto y confiada en brazos de su marido. 

La gravedad del abuso

La gravedad del abuso no se puede medir desde fuera, solo a partir de las consecuencias que tiene en la vida de la persona que lo ha sufrido. Por eso consuela tan poco y sientan tan mal esos bienintencionados consejeros que tratan de ayudar minimizando lo ocurrido: ¡sólo fue una vez!, ¡hace tanto tiempo!, ¡olvida y mira hacia delante!, ¡perdona y te sentirás mejor!

El que no tenga ni idea, por favor que se informe, estudie, aprenda y mientras tanto se abstenga de opinar… la gravedad del abuso se mide por las consecuencias que la persona que lo ha sufrido tiene que enfrentar.

Lo primero para quien quiera ayudar es tener la disposición de no minimizar el daño, tampoco de agrandarlo, sencillamente debe permitir reconocer en el presente de qué manera el abuso sigue siendo actual. Lo primero necesario para dejar el pasado atrás, olvidar, perdonar y mirar hacia delante es comprender que lo que ocurre hoy tiene relación directa con lo que pasó ayer.

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Imaginemos que los padres de Celia la riñen por su ingenuidad, por haber dejado que suceda, por no haber estado atenta, porque se ha bloqueado y no ha podido gritar. Piénsalo un momento. Recibir una regañina por lo que ha pasado puede generar ¿Inseguridad?, ¿culpa?, ¿miedo? Si el problema está en ti, ¿qué impide que vuelva a suceder?

A continuación transcribo un pequeño párrafo de Peter A. Levine, en Trauma y memoria. “Los investigadores pidieron a un grupo de presos por crímenes violentos que vieran un vídeo de peatones caminando por una calle muy transitada de la ciudad de Nueva York. En pocos segundos los criminales podían señalar qué peatones serían su objetivo. Todavía más desconcertante fue el gran consenso entre los convictos sobre sus potenciales víctimas. La altura, el sexo, la raza y la edad parecían no tener ninguna importancia. Aunque los presos no eran conscientes de qué era exactamente lo que les llevaba a elegir a determinadas personas como objetivos y dejar en paz a otras, los investigadores pudieron identificar varias señales no verbales que indicaban con qué facilidad esa persona podía ser sometida, como la postura, la longitud del paso, el ritmo de caminar y la conciencia del entorno.”

Las personas que al sufrir un episodio de abuso sexual, no se han podido defender sino que reaccionaron inmóviles, inermes, indefensas… son proclives a volver a sufrir nuevos episodios. Es la profecía autocumplida. El miedo a que suceda, el no saber por qué  pasó, la sensación de que uno sería incapaz de defenderse, el silencio porque no quieres otra bronca, el aislamiento de no saber a quién acudir que te entienda… todo ayuda a que se vuelva a repetir. 

¿Puede interesar hacerse la víctima?

Parece de primeras un papel poco atractivo. Más aún, que te obliguen a serlo  por cualesquiera motivos, entre ellos el político, resulta incluso repulsivo. Siempre me sorprendió la pregunta que Jesús hace al ciego del camino antes de curarlo, ¿qué quieres que haga por ti? ¡Obvio Maestro, quiere dejar de ser ciego, quiere ver!… está claro ¿verdad?…  No, no lo está. La pregunta es pertinente porque dejar de ser ciego implica aprender a vivir de nuevo sin acudir al rincón del plato en el que caen las monedas. Si ya no soy ciego tengo que aprender a vivir, de ahí que el Maestro pregunte: ¿quieres que haga esto por ti?

No se trata de hacerse la víctima o de buscar serlo y así sentirse con derecho, -“status protegido”- a evitar la incomodidad que supone afrontar los retos de la vida.

Se trata de que el abuso sexual, a diferencia de la agresión, esconde una mentira perversa. El abusador hizo creer a la víctima que pudo evitarlo y no quiso. Por eso, la primera tarea para deshacer el enredo es poner nombre: uno es responsable, culpable, agresor… el menor no y por eso se llama víctima. No es víctima para aferrarse al victimismo como forma de vida. Es víctima para empezar a entender que no está condenado a serlo de por vida. Que puede vivir libre de heridas, de recuerdos, de miedo y de culpa. 

Si su familia, amigos, parroquia o colegio no pudieron evitar que el abuso se produjese, al menos abrirse a entender lo que sucedió desde la perspectiva de quien lo sufrió es un deber de justicia. Es un acto de amor. Gracias por leer hasta aquí y por tener la voluntad de seguir leyendo. 

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