Llega a los cines una de las películas más premiadas del año
Yûsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima), el protagonista de “Drive My Car”, es un hombre de teatro que arrastra tres pérdidas: una hija, una mujer y la confianza. Su hija falleció con cuatro años. La tragedia desestabilizó a su esposa, que fue entregándose a un ciclo de infidelidades. Yûsuke lo supo, la perdonó y no dejó de amarla, pero perdió la confianza. Una noche su mujer muere de un ictus.
El actor y director teatral, pese a todo, sigue adelante. Porque, como dicen en los dramas de Antón Chéjov que suele preparar para los escenarios, “hay que vivir”: hay que seguir viviendo. Kafuku persevera en la vida y en su oficio. Aunque es una persona triste y a veces parece un espectro: sus ropas negras, su conducta reservada, su recelo ante todo, así lo delatan.
La película, tras un largo prólogo en el que nos muestran su antigua rutina y los últimos días de vida de su mujer, se centra en el nuevo proyecto de Kafuku: dirigir los ensayos de “Tío Vania”, de Chéjov, con reparto japonés.
Janus Films
El encargo le obliga a trasladarse a otra localidad (Hiroshima, ese foco del dolor) y allí se tropieza con la primera molestia: para ir y volver cada día entre el hotel y el teatro le han asignado un chófer. Una mujer joven y taciturna. Kafuku se resiste porque a él le gusta conducir y le sirve para memorizar los diálogos de la obra en la carretera. Pero la empresa es inflexible: en su reglamento consta que ningún trabajador puede arriesgarse a tener un accidente.
Es así como Kafuku no tarda en aceptar sus viajes como pasajero: su chófer, Misaki (Tôko Miura), conduce con una precisión y una suavidad que le asombran. Aunque al principio el director sólo habla de la obra y ensaya los diálogos, pronto ambos van conectando, abriéndose uno al otro, relatando sus tragedias, sus culpas y sus duelos.
Bitters End
La pérdida, el perdón y la memoria de los muertos
“Drive My Car” es un filme sobre la pérdida. Sobre el perdón. Sobre el dolor y cómo gestionarlo. Sobre cómo seguir adelante cuando echamos de menos a quienes fallecieron o nos sentimos culpables por esas desapariciones. Kafuku arrastra las pérdidas citadas. Hay otro personaje que perdió a su madre durante una catástrofe natural. También conoceremos el caso de una mujer cuya vida cambió tras perder a un hijo: acaba encontrando cierto alivio en el teatro, en la cultura. O el de un muchacho inestable que aún añora a Oto, la mujer de Kafuku, de la que estuvo enamorado.
La voz de Oto, ya fallecida, se acaba imponiendo en el relato. Los personajes hablan de ella, ensalzan sus virtudes como guionista y contadora de historias, escuchan su voz grabada en una cinta: fue una auténtica Sherezade. De ese modo, la presencia de una persona muerta adquiere un peso central en el largometraje. Porque la muerte de un ser querido, aunque crea un vacío, no evita que convirtamos esa ausencia en una especie de presencia invisible si seguimos recordándolo, escuchando su voz o evocándolo en cada una de nuestras elecciones.
Janus Films
Mientras el director y los miembros del reparto ensayan, Chéjov va contagiando sus vidas con las mismas pautas: conversan y describen sus pesares, y van aprendiendo a sobrellevar las pérdidas. Uno de los personajes de “Tío Vania” dice: “Cuando llegue nuestra hora, moriremos sumisos. Y allí, al otro lado de la tumba, diremos que hemos sufrido, que hemos llorado, que hemos padecido amargura. Dios… se apiadará de nosotros”. Kafuku aprende que no hay vuelta atrás, que nada cambiará en su memoria: “Los que sobreviven siguen pensando en los muertos”, afirma. Pero hay que seguir viviendo. Debe aceptarlo.
Poder del lenguaje y necesidad de comunicación
Ryûsuke Hamaguchi es un prestigioso cineasta, pero en España sólo se han estrenado dos de sus películas: “La ruleta de la fortuna y la fantasía” y “Drive My Car”, ganadora de numerosos premios y nominada para cuatro Oscar: Película, Director, Película de Habla No Inglesa y Guión Adaptado. Porque el guión parte de tres relatos de Haruki Murakami incluidos en “Hombres sin mujeres”. A eso se le añade un toque de Samuel Beckett, de quien representan una obra al inicio, y mucho de Antón Chéjov, y todo ello se mezcla con el ritmo pausado, casi zen, que le imprime el director a su filme.
Es una película muy bella sobre la gestión del drama personal a partir de la pena y la culpa, sobre el poder del lenguaje (oral, escrito, de signos) y la necesidad de comunicación, que también contiene algo de ‘road movie’, no por el desplazamiento en sí, sino por cómo van operándose cambios en sus protagonistas, que arrastran dolor y cicatrices, algunas visibles y otras interiores.
Publicar un comentario