Santo Tomás de Aquino – 28 de enero

(† 1274)

La Iglesia celebra su fiesta el 28 de enero

Medieval el ambiente de intrigas, de luchas y apetencias políticas, que rodearon su aristocrática cuna napolitana. Medieval el clima de renovación monástica y de contienda universitaria, en que cuajó su vocación religiosa y su formación intelectual. Medieval también la gran crisis ideológica que dividía a la cristiandad y que habría de encontrar en Tomás el más genial y supremo moderador. Pero la figura de Tomás de Aquino trasciende todo encasillamiento temporal, conquistando actualidad y vigencia siempre palpitantes, de múltiple y fecunda irradiación.

No ha sido Tomás de los santos más desfigurados por leyendas ingenuas o tradiciones biográficas, desprovistas de rigor histórico y de penetración psicológica. Mas sus dimensiones de gigante suelen hacer que sea muy fragmentariamente conocido. La preeminencia de su misión intelectual y personalidad científica, que le colocan en la cúspide del pensamiento católico, a veces le distancian de nosotros, restando atractivo y eficacia a su patronato sobre la juventud estudiosa. Por eso no quisiéramos silenciar otros aspectos muy humanos de su vida, que le sitúan ante aquellos problemas, inquietudes y luchas propias de la edad juvenil.

Se presenta —a la visión sensible— como una naturaleza vigorosa, de dimensiones atléticas en su cuerpo y de energías esforzadas en el alma. Alto, grueso, bien proporcionado, color trigueño y frente despejada, de porte distinguido y sensibilidad extraordinaria. Síntesis acabada de una herencia lombarda en la línea paterna de Aquino y normanda por la materna de los condes de Teate. Último hijo varón de familia numerosa; doce hermanos que integraron un variado panorama de trayectorias: guerreros y caballeros, poetas y teólogos, abadesas o madres.

Destinado por decisión familiar a la vida monástica en Montecasino, recibió de los monjes negros su primera instrucción, con afición enraizada a las observancias regulares y a la vida litúrgica. Azares de guerra entre el Pontificado y el Imperio le llevaron a continuar sus estudios a la Universidad de Nápoles, donde tuvo ocasión de conocer —en sus primeros fervores— a la Orden de Santo Domingo, donde por iniciativa propia, reflexión madurada y voluntad inflexible, vino a encauzar su vocación a los diecinueve años. Frente a los derroteros del éxito fácil, que le prometían su talento y su linaje por los caminos del mundo, se dibujan en su vida —con rasgos duros— los designios de la Providencia: renuncia de su yo y entrega generosa a una vocación dominicana. Y junto a los obstáculos íntimos del alma invitada a negarse, las desgarradoras contiendas de una obstinada oposición familiar. Claro, pero espinoso y accidentado, se le abre el camino del porvenir. Tomás, revestido con los blancos hábitos de Santo Domingo, comienza virilmente la gran batalla de su destino. Hombre de carácter, enfrentado con la realidad de la vida; temple recio de joven que no retrocede cuando no se debe retroceder. Supera con suave diplomacia los halagos insistentes de su madre —la condesa Teodora— y de sus amadas hermanas; se mantendrá esforzado y valiente ante el atropello brutal de sus hermanos guerreros, que le raptarán en Acquapendente cuando con el general de la Orden se dirigía a Bolonia; si dolorosa fue la lucha en que le arrancaron sus hábitos de fraile, más violenta y trascendental la pelea y la victoria cuando en el castillo de San Juan ahuyenta, esgrimiendo en la mano un tizón incandescente, la insinuante provocación de una mala mujer que sus hermanos hicieran penetrar en su estancia. “Sintió rebelarse en su cuerpo aquel estímulo carnal que siempre había sabido someter a la razón”, escribe su más antiguo biógrafo… Y “aquella victoria valió para la Iglesia toda la santidad y la ciencia de Tomás”, replicaría un Romano Pontífice; conquistó también un equilibrio apacible de sentimientos y amores que jerarquizaron para siempre su varonil afectividad. Años más tarde hará inútiles las ofertas en firme y con refrendo papal de la abadía mitrada de Montecasino y de la sede arzobispal de Nápoles. La visión íntima de su vocación había quedado radiante y asegurada, por gracias especiales de Dios, por los consejos de los superiores de la Orden y por el providencial magisterio de Alberto Magno, que le reafirmarán la conciencia y responsabilidad de aquella trascendental empresa intelectual y apostólica que la Providencia les confiara. Se salvó, en la generosidad de su entrega y en la fortaleza contrastada de su defensa, no sólo la vocación personal de Tomás, sino la orientación doctrinal de su Orden, y uno de los más grandes servicios que se hayan rendido a la Iglesia.

En los designios de Dios sobre aquel joven excepcional no sólo tienen decisiva importancia las dotes extraordinarias de inteligencia preclara y laboriosidad infatigable; la trayectoria de su formación pausada y lenta enriquecerá aquellas posibilidades haciéndole alcanzar proporciones insospechadas. Ciencia de las escuelas en Montecasino y en Nápoles, es su primer bagaje de artes, letras y filosofía. Con diecinueve años de edad y catorce de estudios, llega al ambiente de formación profunda de la Orden Dominicana, cuyo lema nadie mejor que Tomás supo formular después de vivido: “Contemplar y transmitir el fruto de la contemplación”. Roma y Bolonia, Nápoles y Roccasecca fueron el escenario de un noviciado muy especial, en el que las inquietudes y las luchas ayudaron a enraizar y conjuntar el estudio con la oración, la doctrina con la vida. La Orden, con visión certera, le llevará a continuar sus estudios de teología en las aulas de mejor solera: Santiago de París, en pleno ambiente de polémica universitaria, y principalmente en Colonia durante cuatro años de trascendental importancia junto a un maestro —también excepcional—, Alberto Magno. La Biblia y los Padres de la Iglesia, las sentencias y los teólogos, la ciencia natural y la renovación aristotélica de la filosofía, fueron penetrando fecundantes en aquel Tomás singular que, al llegar a su sacerdocio en 1251, pasaría insensiblemente sin dejar nunca de aprender y estudiar, el prestigio y la fama de su saber y de su virtud le ascendieron pronto a la cátedra de la Universidad.

Podrá considerarse poco normal el que desde sus días infantiles comenzara a atormentarle aquel profundo interrogante: “¿Quién es Dios?” Mas no era tanto inquietud de duda como ansia creciente de saber y amor esforzado de la verdad. Toda su existencia vendrá a dar contestación a aquella pregunta en lenguaje de vida y claridad de ciencia. La síntesis de su programa de formación, de lo que fue su vida estudiantil aquellos largos años, nos la describe Tomás —guardando anonimato— en aquellos certeros consejos a un estudiante: “Pureza exquisita de conciencia; aplicación incansable en las horas de estudio, esfuerzo para comprender a fondo cuanto se lee y oye; trabajo para superar toda duda y llegar a la certidumbre; refugiarse cuanto pueda en la sala de armas del espíritu”. ¡Qué humanos y qué al alcance de todos estos rasgos que reflejan limpieza de alma y espíritu de piedad!, pero sobre todo, subrayan insistentes el esfuerzo tenaz, la laboriosidad perseverante, la sacrificada estudiosidad, sin los cuales tantas veces quedan estériles y ocultas grandes capacidades.

Si el estudiante Tomás destacó por su talento, también conquistaba por su sencillez y humildad. Detalles generosos de compañerismo en sus tareas escolares nos han recogido sus biógrafos; más tarde se reflejarán también en las, maravillosas páginas que dejará escritas sobre la amistad y el amor. La exquisita sensibilidad de su temperamento se enriqueció con experiencias de intenso convivir humano que contrapesarán siempre en él la claridad y equilibrio de su inteligencia con un sentido de realidad y aguda perspicacia de los problemas humanos.

Primeramente el servicio del prójimo y la ayuda privada a sus compañeros; más tarde las públicas disputaciones escolásticas le pusieron en marcha en las tareas de polémica y enseñanza en las que pronto habría de elevarse hasta el supremo magisterio. Comienza en Colonia, pero pasará en seguida a París, principal escenario de su magisterio, a propuesta del mismo San Alberto y del cardenal Hugo de Sancaro. Actúa como bachiller bíblico y después como sentenciario, en el Estudio General de Santiago. Ensayo turbulento de una docencia fustigada durante cuatro años por Guillermo de Santo Amor y los seculares. La distancia de siglos suaviza la tensión y acritud de aquel estado de cosas, y hoy nos resultan ridículas las invectivas violentas en aquella polémica entre unos y otros maestros, entre regulares y seculares, involucrando cosas, intrigando ante Pontífices y prelados y hasta hostilizando con plantes, huelgas y violencias en los ambientes universitarios. Sin duda, fue Tomás una de las piedras de mayor escándalo en la polémica. También fue el más contundente refutador, cuyo informe pesó más sin duda en la decisión terminante del papa Alejandro IV, que mandó conferir a Tomás —de treinta y un años de edad— el grado de maestro y la “licentia docendi”. A los pies del Sagrario, en humilde súplica y encendida oración, impetraba Tomás del Señor la ciencia y la gracia para bien comenzar y cumplir exactamente su oficio de maestro. Siguieron las intrigas, y hasta las coacciones físicas, de resistencia al magisterio de Tomás, hasta que el Papa mandó a la Facultad recibir en su seno con plenitud de honores y derechos a fray Tomás de Aquino y a fray Ventura de Bagnorea. Maravillosa siempre en medio de la polémica su mesura y equilibrio en los modos, la elegancia y altura de su disertación y, sobre todo, la caridad y el amor a la verdad. Tres años duró su primer magisterio en París como regente de la cátedra de extranjeros, compatible con las delicadas tareas del asesoramiento real y del consejo al maestro general de la Orden. Y sorprendente es que aquella incansable actividad no le entorpeciera su difícil y profunda actividad científica, plasmada en Los Comentarios a la Sagrada Escritura, y al Maestro de las Sentencias, Pedro Lombardo, sus tratados De Trinitate y Dé veritate, y el comienzo, de la Summa contra Gentiles, obras —entre otras de menor importancia— escritas en aquellos agitados años de París.

Las circunstancias llevaron a Tomás al capítulo general de Valenciennes, donde con Alberto Magno, Pedro de Tarantasia, Bonhome de Bretaña y Florencio de Hesdin, redactaron una nueva “Ratio Studiorum” para las casas de formación de la Orden, de trascendental importancia en la renovación de la cultura filosófica y teológica. Se traslada seguidamente a Italia en 1259, donde durante nueve años —como teólogo del Estudio General de la Corte Pontificia— desarrollará la más intensa y fecunda etapa de su vida. Profesor universitario con abrumadora concurrencia de alumnos y prestigio sorprendente; consultor pontificio de máxima autoridad, a quien se multiplican las consultas y se piden dictámenes por numerosas jerarquías de la Iglesia que le hacen colaborar en problemas de gobierno y de disciplina. No deben silenciarse aquellas conversaciones y entrevistas que juntaron en la corte papal de Orvieto a San Alberto y a Santo Tomás con el papa Urbano IV y que terminaron con el encargo oficial a Tomás de corregir y depurar los estudios filosóficos aristotélicos para que pudieran eficazmente servir en el desarrollo de la teología. junto a Tomás, el gran helenista dominicano Guillermo de Moebeker hizo posible la revisión directa de textos e ideas de Aristóteles, que había de tener extraordinaria trascendencia en la cultura occidental y en la evolución de la enseñanza teológica.

El itinerario de su magisterio al servicio de la corte pontificia peregrinante, dibuja la ruta sinuosa de su producción escrita en esta etapa trascendental. En Anagni y Orvieto comentará a San Pablo, terminará la Summa contra Gentes y dará comienzo a su glosa escriturística Catena aurea, que será terminada en Santa Sabina de Roma, donde dará comienzo a su obra trascendental: la Summa Theologica, que continúa en Viterbo y concluye en París. De 1268 a 1272 quedará redactada esta obra cumbre de su genio y pieza trascendental de la ciencia sagrada.

Nuevamente en París, comienza la segunda etapa de su enseñanza universitaria; a las viejas polémicas —casi domésticas— con Guillermo de Santo Amor van a suceder otras profundas contiendas ideológicas con Siger de Brabante y Boecio de Dacia. La perversión averroísta de la filosofía de Aristóteles puso en serio peligro aquella gran renovación doctrinal que capitaneaban Alberto y Tomás. Más peligrosa y trascendental, y no menos acre y violenta, esta nueva batalla iba a poner en claro la doctrina y equilibrio de Tomás en plena madurez de inteligencia y en espléndida fecundidad doctrinal. No sólo termina la Summa y compone otros importantes tratados teológicos, sino que comenta ampliamente los libros de Aristóteles y polemiza sobre su sentido e interpretación en numerosos escritos. En esta época alcanza el máximo prestigio en la corte real de San Luís y la más popular adhesión de sus alumnos, que recogieron aleccionadores y ejemplares recuerdos de su gestión universitaria. Con todo, el ambiente de huelgas y desórdenes, de intrigas y de luchas volvieron a interrumpir las tareas docentes de Tomás en París y se trasladará nuevamente a su patria, reclamado para regentar cátedra en la Universidad de su ciudad natal.

Cambio de ambiente, cambio de preocupaciones, la vida de Tomás en plena madurez parece adentrarse más en los problemas de la vida. Breve será esa última etapa de su magisterio napolitano, que nos presenta al teólogo entrañablemente ocupado en asuntos de su propia familia, para ayudar a su hermana viuda; en asuntos de su provincia dominicana, reorganizando la casa de estudios y acudiendo a los capítulos y consejos; le vemos más que nunca participando en la labor ministerial de la palabra, en largas e intensas jornadas de predicación apostólica que subrayan otra faceta de su rica personalidad, el Santo Tomás predicador. Predicador apostólico en los difíciles ambientes de aquella turbulenta Universidad, en la que mereció el nombramiento de predicador general conferido por su provincia en 1260. Predicador excepcional ante el Papa y los cardenales cuando, en 1264 se le confió la delicada tarea de cantar litúrgicamente las glorias del Sacramento, en aquella obra maestra de devoción y poesía que fue el oficio del Corpus Christi, y se le encomendó también aquel trascendental y devotísimo sermón predicado ante el Consistorio, que es de los cantos más tiernos y teológicos a la Sagrada Eucaristía. Pero también predicador popular en las basílicas romanas de 1265 a 1267, singularmente en los famosos sermones de Semana Santa predicados en Santa María la Mayor, de los que se ha podido escribir este acertado comentario: “Conmovió al pueblo hasta las lágrimas cuando hablaba de la pasión de Cristo; y el día de Pascua, lo movió hasta los mayores transportes de alegría, asociándolo al incontenible gozo de la Santísima Virgen por la resurrección de su Hijo”. Y tal vez más patéticos e impresionantes aquellos sermones que en 1273 predicaba en el púlpito de la iglesia de Santo Domingo de Nápoles en su propia lengua natal, el dialecto napolitano. “Predicaba con los ojos cerrados o estáticos y dirigidos al cielo”, testificará en su proceso de canonización Juan de Blas, justicia de Nápoles. “La muchedumbre se agolpaba para escucharle, oyéndole con tanta atención y reverencia, como si hablase el mismo Dios”, escribía Guillermo de Tocco. La madurez de su alma por aquellos años había elevado el rango de su magisterio intelectual a la cálida expansión de su experiencia mística. Y lo mismo que un día, después de la visión sobrenatural que iluminó intensamente su alma con la ciencia de los santos durante la celebración de la misa de San Nicolás, Santo Tomás dejará de escribir porque todo le parecía “paja” en lo escrito frente a lo contemplado, también dejará de predicar y de hablar con los hombres para quedar sumido en la intensa oración, diálogo directo con Dios Nuestro Señor, que fue regalo espléndido de Dios en los últimos días, a quien durante toda su vida se había ejercitado intensamente en la oración y mística contemplación. Nunca hubo para él ni dualidad ni oposición entre la oración y el estudio, entre la acción y la contemplación. Hombre “miro modo Contemplativus” escribió de él Guillermo de Tocco, su más antiguo biógrafo. Sabiduría, caridad y paz serán las tres notas dominantes y características de su vida espiritual, comentará Mgr. Grabmann, uno de sus más modernos apologistas.

Vocación, formación, magisterio, producción científica, predicación apostólica, son dimensiones —aunque extraordinarias— humanas de la personalidad de Tomás. Su dimensión sobrenatural, la medida y matices de su santidad y ejemplaridad fueron solemnemente proclamadas por la Iglesia en Avignon el 18 de julio de 1332, medio siglo después de su dichosa muerte en el monasterio de Fossanova. Si la excepcionalidad de sus cualidades humanas lo distancian de nosotros, la heroicidad probada de sus virtudes lo elevan sin distanciarlo… porque el camino de la oración, de la humildad, de la prudencia y de la caridad, de la fortaleza y de la sobriedad, de la pureza y de la paciencia en las que Tomás sobresalió, es camino para todas las almas.

JOSÉ MANUEL AGUILAR, O. P.

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