Ante la muerte de alguien próximo: el parentesco y la amistad no mueren

Diálogos de consultorio. La vida humana es muy breve, pero cada uno de sus instantes, vividos con amor, tiene un valor de eternidad

—Me duele reconocer que no me di el tiempo, ni tuve la sabiduría de amar como debía y como lo merecían, a familiares y amigos que ya han muerto. A ellos tenía mucho que agradecer de apoyo y afectos recibidos, y ni siquiera reconocí mis deudas de gratitud. Ahora se han ido y ya es tarde. También a más de alguno debí haber pedido perdón, y a otros… perdonar.

Así se expresaba en consulta un varón de edad madura con lágrimas contenidas.

—Presiento que hay algo que sobre todo, le pesa más, ¿es así? —le pregunté con delicadeza al notar su profunda tristeza.  

—Sí, me pasa que, ante el recuerdo de mi padre, muerto hace ya algunos años, aun noto que lo necesito mucho y no puedo esperar a sanar mis sentimientos heridos.

—Tiene razón en lo que dice acerca de dolerse por tales motivos, pero lo cierto es que nada está perdido, pues mientras viva, aún existe el tiempo para actuar con sabiduría y reparar, solo que de otra manera. Otra forma muy real por la que el amor con amor se paga —le conteste con convencimiento.  

—¿Cómo? —Preguntó arrugando fuertemente el entrecejo.

—Volviendo a la fe, cualquiera que sea su forma de creer en Dios.

—La verdad es que, aunque poca, creo tener fe… ¿qué me aconseja?

—Consideremos la absoluta verdad de que las personas no morimos, y que existe una conexión entre quienes aún vivimos y los que han partido, por lo que nuestras relaciones con ellos, si es nuestra voluntad, pueden continuar en la intimidad de nuestros corazones.

Y es ahí, donde los podemos tratar personalmente para amarlos más y mejor, que cuando estaban con nosotros.

—Y dígame… ¿lo saben?

—Por supuesto que sí, pues Dios en su infinita misericordia ha dispuesto que nuestras relaciones no terminen con la muerte. Si así fuera, sería una terrible tragedia pues jamás tendríamos esa última oportunidad, que estaría perdida para siempre. Una herida que jamás cerraría.

—Entonces… ¿puedo aun pedirles perdón y perdonar?

—Si, más aún, puede ayudarles reparando con su propia vida los errores que como seres humanos pudieron haber cometido, cosa que le agradecerán muchísimo, y, lo puede hacer, simplemente siendo mejor persona, con esa intención. Igual ofreciendo por ellos los sufrimientos que aparezcan en su vida, dándoles un inconmensurable valor, al aumentar de esa manera sus méritos ante Dios.

—Lo voy entendiendo; y viene a mi memoria mi abuela, a la que perdí cuando niño y rezaba mucho por los difuntos.

—Bueno, conozco a alguien bastante entrado en la madurez, que vuelve a su yo de niño cuando en oración habla con su abuela. Al hacerlo siente una gran paz y consuelo, pues el amor entre personas por ser eterno, no está en el tiempo. Es así, porque la suya es una oración muy madura, aun cuando sea la de un niño en el regazo de su abuela.

—La verdad, yo esperaba una atención psicológica para mi depresión, mas ahora comprendo que mi enfermedad es más bien espiritual, así que pienso que habré de recurrir al médico correspondiente.

—Hará muy bien —le contesté complacida.

Mi consultante volvió a la fe y en la última charla me contó que, estando en oración, derramó copiosas lágrimas al darse cuenta de que su espíritu había sanado. De pronto se dio cuenta de que se había reconciliado con su padre y había recomenzado su relación con él en el punto en que la habían dejado.

Fue en un momento en que Dios, ante su humilde petición, lo inundó de gracia.

Por Orfa Astorga de Lira

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