"Padre Mario: una vida marcada por el don de curar", de Silvina Premat, editado este 2023 por Penguin Random House, recorre la vida de uno de los sacerdotes más icónicos del siglo XX en la Argentina.
Se trata de una completa investigación iniciada antes de que la causa de beatificación haya dado importantes pasos, con el nihil obstat de la Congregación para la Causa de los Santos Santa Sede y la apertura formal en la Arquidiócesis de Buenos Aires que llegaron en 2021.
La pericia de Premat, autora de otras biografías de beatos y santos argentinos, permite subsanar vacíos biográficos que había en la vida de Pantaleo, dirimir definitivamente cuestiones sobre las que faltaban evidencias, sacar a la luz algunas curiosas y entrañables anécdotas, y también contemplar la vida de un cura que hacía el bien sin mirar a quién, dueño de unas habilidades psíquicas y curativas absolutamente inexplicables a los ojos de la ciencia.
Recién sobre el final la autora se anima a expresarse, luego de recolectar testimonio de más de 30 fuentes y repasar archivos en la Argentina e Italia, en lo que debiera ser una clave de lectura necesaria para entender que no se está ante la biografía de un «milagrero», sino, antes que nada, de un sacerdote.
«Mario tenía claro que la sanación del cuerpo no implica necesariamente la sanación del alma (…) y no descuida el anuncio de un Cristo Caminante», concluye Premat, tras lograr hilvanar una vida llena de prodigios, encuentros con figuras emblemáticas de la Iglesia Universal y la sociedad argentina del siglo XX.
Y lo hace adentrándose asistida por su metodología, pero también por la distancia del tiempo tanto en sus fortalezas como en sus debilidades. No oculta los malhumores, la mala relación con la jerarquía, aunque sí las contextualiza, pues se trata ante todo de un hombre, sacerdote desde la cuna prácticamente, que se sabía pecador.
Como el propio Pantaleo le escribe al Papa en 1979, poseía «para bien de los demás y encontrados, sentimientos propios, un extraño don de ‘ver’ las dolencias ajenas, amén de aliviárselas con la imposición de manos». «Algunos curaban, otros no pero tenían una buena muerte y lo agradecían».
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Pantaleo había nacido en 1915, durante la primera Guerra Mundial, en Pistoia, Italia. Creció en una casa con historia de ser hospedería en el camino de Santiago, con acceso propio a una bella capilla datada del siglo XI. El peor castigo para Mario, revela la biógrafa, era no poder acceder a la capilla. Y ya desde entonces, lo acompañaban las dolencias respiratorias.
Una efímera migración a la Argentina de niño va forjando su carácter y perfilando su vocación sacerdotal, hasta que en 1932, ya de regreso en su país natal, y pese a las dificultades económicas de la familia, logra ingresar en el seminario.
Es durante aquellos años que conoce al Padre Pío, se confiesa con él, y el hoy ya canonizado místico capuchino habría profetizado a la madre que Mario haría grandes cosas pero sufriría mucho.
Las dificultades respiratorias y la guerra marcan los vaivenes de su formación sacerdotal, en uno de los capítulos más cinematográficos de su etapa italiana, según la narración de la obra, siempre amena y llana. Y a los 32 años, respondiendo a un obispo argentino que pedía presbíteros europeos, estando en Italia en una diócesis alejada de su familia y otras circunstancias que descubre Premat, llega al país sudamericano en el que se radicaría definitivamente. Aunque, como se sabía en vida, volvería a Europa e incluso viajaría más a oriente en más de una ocasión.
Fue en Santa Fe, trabajando como capellán hospitalario, que empezó a percibir sus habilidades y la capacidad de sanar a través de sus manos, aunque lo confirmaría años después ya en Buenos Aires. Es en la capital, donde pese a los pedidos al Obispo de ser destinado a otras pastorales, donde en la labor con los enfermos comienza a advertir y a darse a conocer sus dones sobrenaturales. Tanto visitando enfermos como en su cuartito de capellán en el Hospital Ferroviario, comenzó a hacerse popular contra su voluntad, al punto de generar dudas y recelos de los propios profesionales de la salud. No obstante, algunos de ellos, claro, ya le consultaban sobre el diagnóstico de sus pacientes.
La historia relata de, primero, decenas, luego cientos de personas que a diario lo visitaban, o convocaban en sus casas para diagnosticar y sanar. La obra relata varias de las sanaciones, algunas en niños, otras en adultos, algunas que requirieron varias visitas, otras que ayudaron a encapsular tumores para favorecer cirugías, y una permanente tensión con el mundo médico, tanto quizá como el eclesial.
En una ocasión, hasta fue detenido por ejercicio ilegal de la Medicina, y trasladado a la comisaría con un contingente de ancianos y enfermos que estaban para verlo como testigos. La secuencia, también digna de serie, culmina con la intervención de Jorge Rafael Videla, a quien la más cercana colaboradora de Pantaleo fue a exigirle la liberación. Pantaleo, además de la capacidad de conocer los problemas de salud, tenía aquellos años la capacidad de ver, con fotos, qué familiares desaparecidos estaban con vida y quiénes no. Pero recibía a unos, y a otros. A todos.
Pantaleo no cobraba por hacer el bien; lo que recibía en gratitud, lo donaba a su obra en Gonzalez Catán, a la que llegó sin saber bien por qué, pero a la que hizo crecer en torno a la devoción del Cristo Caminante, dispensario, consultorios médicos, guardería, colegio, y hasta panadería, entre otros. Ese fue su gran capital, que lo resguardó en su reputación ante las críticas que desde distintos sectores se le hacían. «Hacía bien a la salud pública», revela entrevistado por Premat Ginés González García, un ex ministro de salud de la provincia de Buenos Aires, que recientemente ocupó el cargo a nivel nacional, en otra de las perlas de la obra. El propio González García conoció de primera mano los extraordinarios dones del padre Mario.
El padre Mario Pantaleo falleció en Buenos Aires en 1992, luego de una internación de varios días, motivada tras su desfallecimiento celebrando Misa, bien temprano, como le gustaba. Pero hasta en la terapia intensiva ayudó a quienes compartían con él favoreciendo curaciones inexplicables para los médicos.
Quiso entender una y otra vez cómo y por qué tenía esos dones, y cómo los ejercía. Le interesaba la medicina, la informática, la física, las culturas orientales, los casos de parapsicología, estudió psicología pero sobre todo para dar un marco legal a la atención que prestaba –por insistencia de sus amigos…pero sobre todo estudió filosofía. Premat insiste con que Pantaleo podría haber sido filósofo. Es que no sólo estudió profesorado de filosofía, leyó y creció en ella, sino que en sus mensajes, homilías e intervenciones públicas sobresalía la inquietud del cura de comprender, y dar a conocer, el porqué de las cosas, pasando claro por lo propio.
Y quizá en el legado el porqué del Padre Mario tiene sentido. “No sé qué fenómeno es este. No puedo explicármelo de manera racional. Lo que me importa es devolver una paz y una esperanza”, le diría por carta al Santo Padre en 1979. Eso intentó. Y la fama que sobrevive a su fuerte es evidencia de que, más allá de sanar y curar con las manos, de ver más allá de la visión, en muchos, en muchos revivió la paz, la esperanza. Y la Fe.
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