Mercedes Honrubia, del Instituto Coincidir, habla de cómo vencer esa dinámica tan perniciosa de la pareja cuya relación se va deteriorando
Los que trabajamos en el acompañamiento familiar, estamos notando un notable ascenso de matrimonios que piden ayuda porque han llegado a un punto donde no saben cómo afrontar la realidad que les toca vivir. Su convivencia se ha convertido en una constante escalada de reproches y discusiones que hace insoportable el día a día. Se ha generado el baile del desencuentro, cuya melodía podría ser: «quién tiene la culpa» o «y tú más.»
A estas alturas creo que todos hemos podido experimentar en carne propia o en gente cercana cómo este tipo de situaciones, en alguna u otra medida, se han instalado en las familias.
Y no me refiero a una crisis como la que corresponde a cada etapa del ciclo vital o familiar (nacimiento de hijos, adolescencia, nido vacío, etc…) sino a crisis que si no se reconducen a tiempo, son capaces de ir cortando las raíces más profundas del matrimonio.
Parece que las crisis azotan la paz familiar, pero desde nuestra experiencia en el Instituto Coincidir acompañando a matrimonios, quiero resaltar que una crisis no necesariamente es sinónimo de ruptura.
Una crisis, bien gestionada, trae un aprendizaje y es una oportunidad de crecimiento en la pareja.
Una reciente encuesta realizada por Vida Cristiana a sus lectores arrojó como principales causas de la ruptura de matrimonios cristianos la falta de comunicación, de respeto por el otro cónyuge y, sobre todo, una deficiente relación con Dios, ya sea por parte del esposo, la esposa o ambos.
Entonces, ¿qué está ocurriendo?
El individualismo tan instalado en nuestra sociedad se ha metido en los matrimonios, hemos olvidado la esencia del sacramento, la unión y la alianza con Dios y entre nosotros como esposos.
El Papa Francisco así lo manifiesta en la exhortación apostólica Amoris Laetitia:
«Por otra parte, «hay que considerar el creciente peligro que representa un individualismo exasperado que desvirtúa los vínculos familiares y acaba por considerar a cada componente de la familia como una isla, haciendo que prevalezca, en ciertos casos, la idea de un sujeto que se construye según sus propios deseos asumidos con carácter absoluto»[12]. «
Amoris Laetitia, n. 33
«Las tensiones inducidas por una cultura individualista exagerada de la posesión y del disfrute generan dentro de las familias dinámicas de intolerancia y agresividad.»
Amoris Laetitia, n. 33
Este individualismo proviene de la falta de amor. Pero no un amor místico y romanticón como el que nos sugieren las canciones o las películas ( y que de vez en cuando es el ingrediente secreto) sino un amor de raíz, tan profundo como el que desarrolla una madre con un hijo desde que sabe que está embarazada y que poco a poco va forjando su relación de apego.
Necesitamos sentirnos seguros en nuestra relación
Los adultos, igual que los niños, necesitamos amar y ser amados. Sólo el que ha tenido la experiencia de haber sido amado, puede amar de verdad. Por eso, nos encontramos con muchos matrimonios que, por no haber vivido esa experiencia de amor en sus familias de origen, no saben amar ni ser amados.
De la misma manera que un hijo recibe amor incondicional de sus padres (es protegido, desafiado y acompañado siempre), los adultos necesitamos sentir esa protección, cuidado y cariño de nuestro cónyuge.
Un padre/madre vela por sus hijos y nunca deja de cuidarlos, a veces desde la distancia, otras veces en forma directa, otras sin intervenir directamente para darle espacio para crecer y para respetar su libertad.
Un padre/madre están siempre presentes, esperando con los brazos abiertos para recibir a sus hijos cuando lo necesiten. De igual forma los adultos necesitamos lo mismo de nuestro cónyuge.
El peligro del aislamiento
Cuando esto ocurre, nos sentimos seguros en nuestra relación. El apego en los adultos se basa fundamentalmente en la reciprocidad. Igual que yo me entrego a ti, necesito sentirme acogido por ti. Esa reciprocidad en dar y recibir, me da seguridad, firmeza en mi relación.
Puede ocurrir que, muchas veces, sin intención, podemos hacer daño a nuestro esposo o esposa por algún gesto, acción o reacción que se interprete de manera inadecuada. La tendencia natural sería protegernos de esa amenaza, generando un aislamiento interior, que no favorece la comunicación, porque no nos sentimos seguros en nuestra relación. Se inicia de esta manera un círculo vicioso, que antes hemos llamado el baile del desencuentro, que nos lleva a sentirnos desprotegidos, aislándonos, llegando a levantar muros (emocionales e incluso físicos, -por ejemplo, rechazando cualquier gesto de cariño de la otra persona-) que nos protejan de esa amenaza percibida.
Si tenemos esto en cuenta o sabemos percibir esa amenaza, seremos capaces de trabajar para cultivar ese amor afianzando, a través de la comunicación en positivo, la confianza necesaria para ir construyendo nuestra relación de apego con nuestro cónyuge y recuperar la seguridad en nuestra relación, ese cuidado, cariño y protección que como seres humanos necesitamos, para vivir nuestro matrimonio en plenitud.
Si Dios es Padre y es Amor, esa seguridad y plenitud, las encontramos en Él. En un Dios desbordado de amor por nosotros. Un amor manifestado en sus alianzas, cuyo garante no puede ser más fiable, más justo, más legítimo.
Este Dios que se da por completo y manifiesta esta entrega en forma permanente, eterna. Que tiende su mano en todo momento, para que cualquiera que lo busque lo encuentre y pueda descansar en Él.
«Todo lo dicho no basta para manifestar el evangelio del matrimonio y de la familia si no nos detenemos especialmente a hablar de amor. Porque no podremos alentar un camino de fidelidad y de entrega recíproca si no estimulamos el crecimiento, la consolidación y la profundización del amor conyugal y familiar. En efecto, la gracia del sacramento del matrimonio está destinada ante todo «a perfeccionar el amor de los cónyuges«[104].
«También aquí se aplica que, ‘podría tener fe como para mover montañas; si no tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve’ (1 Co 13,2-3). Pero la palabra ‘amor’, una de las más utilizadas, aparece muchas veces desfigurada[105].»
Amoris Laetitia, n. 89
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