Bill Nighy borda el personaje de un enfermo que apura sus últimos días
En una de las escenas cruciales de «Living», Míster Williams (Bill Nighy) confiesa a una mujer que le han diagnosticado una enfermedad terminal y no le queda mucho tiempo.
Habla entonces de los niños que juegan en el parque, quienes se resisten a abandonarlo cuando sus madres los llaman, y «así es como debe ser». Por el contrario hay algún crío que no participa, que sólo espera, quieto y callado, a que le avisen para volver a casa.
Williams dice que tiene miedo de acabar como ese niño. Cuando Su Creador le llame, se resistirá un poco. Eso es lo que significa vivir: es el motor de la película, la idea de aprovechar el tiempo hasta sus últimas gotas. De emplearlo para algo beneficioso: en este caso, en beneficio de los demás, de la comunidad (porque Míster Williams trabaja en las oficinas del ayuntamiento).
Lionsgate
«Living» es una nueva versión de «Vivir», un clásico de Akira Kurosawa de los años 50, pero cambiando el Tokio de aquellos años por el Londres del mismo período. De la escritura del guión se ha encargado nada menos que un Premio Nobel de Literatura, Kazuo Ishiguro, con experiencia en el cine (recordemos las adaptaciones de sus novelas «Nunca me abandones» y «Lo que queda del día»).
Su sello se percibe ya al principio, cuando vemos esas oficinas kafkianas regidas por la rutina de unos funcionarios grises, todos vestidos igual y la mayoría sometidos al comportamiento estricto que dictan las reglas y los ademanes de los caballeros de antaño: como ese mayordomo al que interpretaba Anthony Hopkins en la última de las películas citadas.
La película comienza con la llegada de Peter (Alex Sharp) al Ayuntamiento. Es un joven en su primer día de trabajo. Los demás le advierten de la presencia rígida del tal Williams, un viudo serio, sombrío, con cara de pocos amigos y rictus amargo: una especie de muerto viviente. A Peter le encomiendan su primera tarea: encargarse de tres madres que han presentado una solicitud para que construyan un parque en su barrio porque sus niños no tienen dónde jugar. Metidas en el laberinto burocrático, la solicitud va de un lado para otro sin que el proyecto salga adelante. El significado de estas escenas tendrá una importancia notable en la última parte del filme.
El camino de las cosas pequeñas
Cuando Míster Williams acude a la consulta del médico a recibir los resultados de unos análisis, el diagnóstico es fatídico: padece un cáncer y es cuestión de meses. Entonces su vida da un giro. Quiere cambiar. Necesita cambiar de actitud, de forma de ser. Nunca es demasiado tarde. Quiere apurar los últimos sorbos de oxígeno.
Durante los primeros días deja de acudir temporalmente al trabajo y pasa algunas horas con dos jóvenes: un dramaturgo al que conoce en una cafetería y una de las chicas de su oficina, que ha encontrado otro empleo. Sonríe, conversa, toma algunas bebidas, se confiesa, se interesa por sus interlocutores: detalles mínimos, cotidianos, casi anodinos, pero que simbolizan la esencia de vivir, algo que él había olvidado. Quiere apostar por «el camino de las cosas pequeñas».
Lionsgate
Cuando llevamos en torno a una hora de metraje, la historia da un giro imprevisible. Y durante los últimos treinta minutos veremos cómo el guionista, Kazuo Ishiguro, y el director, Oliver Hermanus, se las arreglan para arrojar luz sobre la nueva conducta de Williams: es un hombre que va a dejar huella, aunque sea minúscula, que sorprenderá a todos interesándose por sus vidas, saludando a los compañeros de oficio como nunca lo había hecho, esforzándose para que cada momento sea único, inagotable.
Ese desprenderse de la vida sin grandes alardes, con dignidad y sorbiendo el tuétano sin perder un minuto, está retratado de manera espléndida por Bill Nighy, quien fue nominado al Oscar por este papel: su actitud gris inicial va adquiriendo diversos matices a medida que su personaje avanza: la tristeza, lo inevitable, la felicidad pasajera… y finalmente el esfuerzo de quien sabe que las cosas pueden mejorarse aunque a uno le quede poco tiempo. Él es quien engrandece la historia.
A los lectores de Aleteia les gustará saber que Nighy estudió en una escuela católica romana en la que su profesor de teatro, el Padre Richards, fue el hombre que le animó a actuar.
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