La esperanza es lo último que pierdo al contemplar consternado mi jardín lleno de tonos grises: aunque no se ve, la vida está palpitando bajo la tierra muerta
Tiene el invierno algo que me inquieta. Una helada puede acabar en una sola noche con toda la belleza conquistada con esfuerzo en mi jardín. Mata la vida y de repente el vergel parece un erial. Y el alma sufre. Es como si ahora nada nuevo pudiera volver a brotar. Después de tantas flores y hojas verdes, sólo quedan hojas secas y mustias y ramas muertas.
No puedo entender cómo la vida que hoy existe pueda desaparecer sin previo aviso mañana por la mañana. Me cuestiona sobre esa tendencia que tengo a querer perpetuar mi presente, como si no hubiera temor frente al futuro.
Y es que al ver ahora el aspecto lúgubre de mi jardín durante largo tiempo tan cuidado tengo miedo y dudo de la primavera. No sé si con su fuerza logrará vencer en medio de la nieve y el frío del invierno.
Me cuesta creer en esa fuerza nueva que permanece incólume, fiel, bajo la tierra. Es como si nunca fuera a volver el calor que da la vida y hace crecer lleno de luz mi jardín mortecino.
¿Todo ha muerto para siempre?
Con temblor acaricio hoy las hojas y flores muertas. Paso mi mano por esas ramas que languidecen. No quiero cortarlas porque no sé, sigo teniendo una fe pequeña en su poder.
Puede que dentro de su aparente ausencia de vida inverne una esperanza que yo desconozco. Me resisto a creer que todo ha muerto ya para siempre.
Creo que sí, que algo fluye en el interior a una velocidad más lenta, más pausada, aparentemente sin ritmo vital, esperando no sé bien cómo a que la promesa de una realidad aún futura se haga presente.
Es como este tiempo de Cuaresma que se me regala en medio de la pandemia invernal que me deja inerme. Un tiempo de espera, de anhelo, de sueños, de semillas enterradas y flores muertas.
Sólo dormido
En medio de un silencio mortecino suena una melodía que apenas escucho. Bajo la nieve que cubre mi esperanza está palpitando una vida nueva aún por conocer.
Cuando todo me habla de un pasado mejor o de una vida ya ausente, sigo teniendo confianza en el Dios que vence el invierno y hace florecer los desiertos.
Tiemblo de emoción al pensar que puede surgir la vida de todo lo que ahora contemplo, medio muerto.
Me detengo en este desierto cuaresmal a contemplar absorto las raíces y el tronco, las ramas y las hojas. Parece todo muerto, pero creo más bien que quizás está sólo dormido.
Ya no entiendo muy bien este frío del invierno. Una ola polar puede acabar con todo y aun así no todo está perdido. Bajo la tierra dormita la vida esperando su momento.
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Habrá nueva vida
Yo no estoy acostumbrado a morir de frío y el alma duele en invierno. Me cuesta tener que enterrar lo que está vivo, porque sólo puede llevarme a la muerte.
¿Y después?
¿Habrá una nada esperando el fin de mi existencia? ¿O estará Dios colmando todos mis vacíos, saciando todas las grietas de mi alma? Entre la nada y el todo de ese amor misericordioso, elijo el todo que es Dios que me espera llenando de vida mi muerte.
Por eso no temo el momento último de mi vida, lo que de verdad me haría temblar sería pensar en la imposibilidad de un nuevo inicio. Una vida que se acaba en la oscuridad de un invierno sin final. Esa perspectiva me haría vivir sin esperanzas.
Y no es así. Al pensar en mi jardín, en mi desierto, en mis plantas muertas, sonrío. Después de un final viene un nuevo inicio. Sé que en la primavera tendrá que brotar la vida desde la muerte. El tronco y sus raíces surgirán con fuerza desde una semilla.
Casi sin agua y bajo un sol abrasador, brotará la vida. Aún respirando surgirá la vida de las ramas muertas. La esperanza es lo último que pierdo al contemplar consternado mi jardín lleno de tonos grises.
Morir en Cuaresma para revivir en Pascua
Miro y veo lo que no se ve, la vida palpitando bajo la tierra muerta. Y sé que en lo escondido palpita la vida de la buganvilia. Que en medio del dolor hay aún esperanza en mis geranios muertos. Y en su aparente muerte los rosales siguen soñando la primavera.
La verdad, sigo sin entender el frío de la muerte del invierno. No puedo evitar esas heladas que matan la vida. Y aun así, conociendo el dolor del pecado, y el olor de la muerte en mi propia vida, sigo eligiendo comenzar de nuevo.
Aprendo a vivir en esta Cuaresma la muerte a mí mismo, para recibir a cambio la vida. Creo que entonces voy a poder entenderlo.
Me conviene aprender a morir un poco, porque estoy demasiado acostumbrado a vivir sin pausa, a no sospechar de la proximidad de la muerte.
Soy consciente de mi vulnerabilidad en estos tiempos difíciles de enfermedad y de muerte, me hacen más humano y humilde. No quiero olvidar el dolor de los músculos entumecidos que esperan bajo la nieve la llegada del calor de la primavera. Con los días de Pascua, cuando la vida venza.
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