Comienza la Semana más santa del año y después de cuarenta días de Cuaresma veo que yo no soy más santo que antes.
Puede que estos días sean santos, pero mientras yo no lo sea nada va a cambiar en mí. No veo que sea más de Dios, ni más dócil, ni más niño, ni más puro en la mirada. Esa santidad que es un don es justamente lo que quiero. No pretendo sólo vivir intensamente esta semana, la más importante del año. En realidad sueño con que algo de la santidad de estos días se prenda de mi piel y me invada el Espíritu Santo calmando todas mis ansias e iluminando todas mis oscuridades. Esos días de Semana Santa que ahora son santos, no
lo fueron un día. Esa primera Semana Santa que hoy revivo estuvo llena de pecados.
La santidad reposaba en el cordero inmolado en la cruz, en el Hijo de Dios que amó a los hombres hasta el extremo. Pero en torno a Él abundó esos días el pecado. Y donde abundó el pecado, acabó sobreabundando la gracia que trajo su resurrección. Pero en esos días lleno de oscuridad reinaron la noche, el odio, el dolor.
El hombre no soportaba un amor incondicional, humilde y misericordioso en sus vidas. No soportaban a aquel hombre que parecía no temer el poder de ningún hombre. Era un hombre de Dios, libre, firme, fiel. Y en torno a Él se hizo fuerte el pecado de aquellos hombres que no soportaban a ese Jesús que pretendía ser Dios, hijo predilecto de Dios, escogido.
No soportaban sus milagros, ni sus curaciones en sábado, ni el perdón de los pecados que proclamaba abiertamente. Dijo que era el pan de vida eterna, y ellos no lo creyeron y lo negaron. Esa Semana Santa se hizo fuerte el pecado de todos los que condenaban a Jesús con sus palabras y sus silencios, con sus gritos y sus salivazos. ¡Qué fácil puede resultar condenar al que me resulta molesto e incómodo! ¡Qué fácil despreciar a quien no amo y desear incluso su muerte!
Había muchos que hablaban y condenaban la actitud de aquel hombre que parecía blasfemo. No condenaban sus milagros que podían ser dignos de admiración. No condenaban sus palabras que a menudo edificaban el alma. Pero sí condenaban esas pretensiones que sentían ocultas y ellos las imaginaban.
Es muy fácil imaginar en los otros actitudes e intenciones que no tienen. O proyectar en el prójimo lo que yo mismo siento y deseo. Es mi palabra contra la del otro. Yo no quiero caer en esos juicios, en esos chismes y en esas críticas. No quiero hablar tanto, prefiero callar. Pero a menudo me veo condenando a los que no actúan como yo espero que lo hagan.
Critico a los que destacan, a los que son admirados por otros más que yo y me despiertan envidia. Critico a los que no se comportan como a mí me gustaría, y no siguen mis indicaciones. A los que son infieles, pecadores o simplemente no cumplen la palabra dada, o no realizan lo que les exigen a otros.
Entonces me siento pequeño al comprobar lo sucia que tengo la mirada y envenenado mi
pensamiento. Llevo en mi interior veneno que vierto con rabia cuando me siento ofendido o se abre sin quererlo alguna herida del pasado.
En esos días santos en Jerusalén corrían muchos rumores, muchas críticas circulaban. Se hablaba y se callaba para condenar a un hombre. Callaban los que tenían miedo. Hablaban los que no querían que nada cambiase a su alrededor. Quizás porque sus obras no eran buenas, o tal vez su corazón estaba lleno de pecado.
Y entonces surgía la condena de sus labios. No importaba que muriese un hombre por el bien de muchos. Decía el Papa Francisco que sólo la ternura me salva: «La ternura es el mejor modo para tocar lo que es frágil en nosotros.
El dedo que señala y el juicio que hacemos de los demás son a menudo un signo de nuestra incapacidad para aceptar nuestra propia debilidad, nuestra propia fragilidad». Esa ternura
me levanta por encima de mi juicio y de mis condenas. Ternura hacia mi propia debilidad en primer lugar.
Porque normalmente es la no aceptación de mi fragilidad la que me indigna con los demás, la que me violenta y vuelve agresivo. La que me hace criticar y condenar porque no estoy en paz conmigo mismo, con mi vida como es, con mi propia historia llena de sombras. La ternura hacia mi corazón me vuelve tierno con la debilidad visible e incluso reconocida de los demás. Esa ternura me vuelve misericordioso y compasivo.
Dejo entonces de ser un chismoso, dejo de andar por la vida con habladurías. Tantos hablaban mal de Jesús en esos días santos. Tantas veces soy yo el que vive hablando mal de lo que no hacen bien los otros. No miro mi interior por miedo. Prefiero taparlo
dejando mal a los que pueden hacerme sombra y ocultar mi valor.
Descalifico a los que tengo cerca de mí, incluso a los que más quiero. El amor que les tengo no impide que los critique, incluso frente a muchos. Condeno sus errores y no hablo bien de sus decisiones nobles y puras. Me río de ellos y los condeno. Me quedo sólo en lo que no hacen bien, resaltándolo. Jesús pasó haciendo el bien.
Yo no hago el bien muy a menudo. Jesús observaba todo pero no lanzaba ninguna piedra acusatoria al ver la debilidad del hombre. Sólo se rebelaba contra la hipocresía y la falsedad de los que se creía más sabios. Hablaba contra los juicios que hacían los hombres sobre los débiles. Yo no quiero hablar en estos días. Quiero aprender a enaltecer a las personas sin vivir juzgando sus obras.
Guardo silencio. Sólo así seré más de Dios y su presencia hará más santa mi vida
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