San Gregorio Magno nació en Roma en el año 540, en el seno de una antigua familia romana de la que ya habían salido dos Papas: Félix III (483-492), probablemente su bisabuelo; y Agapito I (535-536). Siendo joven, ingresó a la carrera administrativa, pero la abandonó para hacerse monje. Tras esto convirtió la casa familiar en el monasterio de San Andrés.
Más adelante, el Papa Pelagio lo nombró diácono y lo envió a Constantinopla como Nuncio Apostólico. Allí permaneció unos años hasta que fue llamado de regreso a Roma para ocupar el puesto de secretario pontificio. Años duros le tocaron vivir allí pues la Ciudad Eterna sufrió de desastres naturales, carestías y la peste. Esta última acabó con la vida del Papa Pelagio II.
En esas circunstancias, Gregorio sería elegido Obispo de Roma y Sumo Pontífice, gracias a la sintonía existente entre el clero, el pueblo romano y el senado en torno a sus cualidades. Una vez a cargo de la Sede de Pedro, se preocupó por la conversión de los pueblos alejados dentro del mundo conocido en aquella época, y de la nueva organización civil y política de Europa. Quería entablar relaciones de fraternidad con todos los reinos y gobiernos del mundo con el deseo de que la Iglesia anuncie el Evangelio.
El Papa Benedicto XVI, en su audiencia general del 28 de mayo del 2008, refiriéndose a San Gregorio Magno, dijo: “En un tiempo desastroso, más aún, desesperado, supo crear paz y dar esperanza. Este hombre de Dios nos muestra dónde están las verdaderas fuentes de la paz y de dónde viene la verdadera esperanza; así se convierte en guía también para nosotros hoy”.
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