Después de 490 años el acontecimiento guadalupano sigue vigente

Cada año, antes de la pandemia de la covid-19, más de 20 millones de personas se acercaban a la Basílica de Guadalupe, en Ciudad de México

Desde encumbrados dignatarios hasta las personas más pobres del país y de buena parte del mundo, iban a darle gracias a “la morenita del Tepeyac”, a solicitar de ella favores, a conversar con esa Virgen mestiza, cuyo “códice” quedó grabado, por la mano de Dios, para toda la eternidad en la tilma de san Juan Diego.

Lejos de apagarse, la devoción a Guadalupe se acrecienta entre el pueblo fiel. Se suele decir que en México ocho de cada diez mexicanos son católicos, pero que diez de cada diez son guadalupanos. Incluso los masones o los protestantes se rinden ante su enorme magnetismo, fruto del amor y de la confianza que la Virgen depositó en su “vidente” y su “mensajero”: un indígena de la recién conquistada nación mexicana.

A 490 años de las apariciones de Santa María de Guadalupe al indígena Juan Diego Cuauhtlatoatzin en el cerro del Tepeyac, apariciones y diálogos que los teólogos llaman “el acontecimiento guadalupano”, ¿no vale la pena hacer un breve, muy breve, recuento de los milagros que se produjeron aquel mes de diciembre de 1531, cuando las heridas producidas por la conquista de Tenochtitlán, la capital del imperio azteca, todavía no cerraban y el encuentro entre dos mundos corría el peligro de convertirse en una catástrofe?

Los alrededores de la aparición

“Aquí se cuenta”: De las trece apariciones marianas canónicamente aprobadas por la Iglesia católica, la de la Virgen de Guadalupe es la única que ha quedado escrita con todos sus detalles en un texto que bien puede ser considerado como “el acta de nacimiento de México” : el Nican Mopohua (frase con la que comienza el relato de las apariciones de la Virgen a San Juan Diego y que quiere decir en náhuatl “Aquí se cuenta”).

Apenas habían transcurrido diez años y cuatro meses de la caída de México-Tenochtitlán (13 de agosto de 1521) cuando sucedió el llamado “Milagro de las rosas” frente al primer obispo de la Ciudad de México, Fray Juan de Zumárraga de la Orden de San Francisco. Las cosas estaban tan complicadas con respecto a la evangelización de los indígenas que Zumárraga había dicho a la Corona española, poco tiempo antes, que tenía que suceder un milagro para que se diera la conversión de los naturales. Y sucedió.

La prueba es el ayate

El sábado 9 de diciembre de 1531, Juan Diego Cuauhtlatoatzin (“El que habla como águila”) se dirigía al catecismo y a escuchar Misa en Tlatelolco, donde los franciscanos habían edificado un convento. Había salido del vecino poblado de Tulpetlac, lugar donde vivía con su tío Juan Bernardino. Al pasar por el cerro del Tepeyac –que quedaba en el camino—tuvo el primero de los tres encuentros con la Virgen de Guadalupe.

El más importante, el del martes 12 de diciembre en torno a las diez y media de la mañana, es el que quedó grabado para la posteridad en el ayate o tilma de Juan Diego, tela hecha con una clase de maguey llamado Agave Popotule, que era usada por los indígenas tanto para cubrirse como para instrumento de trabajo y carga.

En su ayate, Juan Diego transportó las flores que había recogido en el terreno pedregoso del Tepeyac y que Santa María de Guadalupe le pidió que le entregara al obispo Zumárraga, como “prueba y señal” de que quería que le construyeran ahí un templo.

La situación en esos días

En los coloquios que tuvieron los doce primeros franciscanos con los sabios indígenas en 1524, estos últimos, tras escuchar la doctrina católica preguntaron: “¿Nuestros dioses han muerto?”. Los frailes supieron desde entonces que para evangelizar a los naturales y sacarlos de la idolatría, tenían que aprender su lengua, ir adaptando sus costumbres al cristianismo y, sobre todo, dar ejemplo de oración, desprendimiento, pobreza, humildad y penitencia.

Era una tarea a largo plazo conseguir la conversión de los indígenas. Había mucho por hacer además de evangelizar: edificar, enseñar a leer y a escribir en su propio idioma, defender a los naturales de la codicia de los miembros de la Primera Audiencia que envió la Corona española a gobernar la Nueva España, etcétera.

En resumen, construir una estructura religiosa que diera forma y sentido a la evangelización. Las dos órdenes religiosas que estaban ya en México hacia 1531 (franciscanos y dominicos) contaban con recursos muy limitados, pero tenían el recurso más efectivo de todos: la fe en Jesucristo y en la intercesión de su Santa Madre, la Virgen María.

Santa María de Guadalupe y la conversión de los indígenas

En 1531, la lucha entre las dos visiones religiosas, seguía su marcha. Se acentuaba. Por un lado, los misioneros estaban convencidos que se enfrentaban a Satanás en persona; por el otro, los indígenas, si bien admiraban el modo de vida de los frailes, les resultaba muy difícil entender el Evangelio… “pero Dios, a través de su Madre Santísima, supo resolver ese insoluble problema, sin desautorizar a sus enviados españoles, sin reprobar los valores indios, sin cambiar a ninguno de los protagonistas ni a sus conflictivas circunstancias”.

Es aquí donde empieza el otro milagro guadalupano. Su aparición provocó la aceptación de los indígenas del Evangelio que enseñaban los misioneros. Se calcula que de 1531 a 1541 se convirtieron al catolicismo cerca de diez millones de indígenas, sobre todo de los que ahora son el centro de México. ¿Qué provocó el cambio? ¿Qué vieron los indígenas en la imagen para que aceptaran la nueva religión? ¿Por qué a partir de su aparición los antiguos mexicanos comprendieron las enseñanzas de los misioneros? En Guadalupe vieron un códice. Y lo entendieron. Y se convirtieron

Los códices como guardianes de la memoria

Debemos recordar que los antiguos mexicanos no tenían una escritura como tal. La forma de dejar inscritas sus experiencias, testimonios y/o legados era por medio de imágenes: imágenes relativas a la guerra, a sus deidades, a sus conocimientos y costumbres, en suma, a los acontecimientos de su historia y las formas de su cultura.

A este conjunto de imágenes plasmadas con una finalidad específica se le llama códices. En los códices no hay nada inútil, todo se relaciona entre sí: los colores, las imágenes y formas, la ubicación o colocación de las cosas, el tamaño… todo tiene un sentido y un por qué.

Eran libros con pinturas y signos glíficos hechos de largas tiras de piel de venado o de papel de amate, con sus hojas dobladas al modo de un pequeño biombo que se conservaban en “la casa de los libros” (amoxcalli) anexas a los templos o a las escuelas. En ellos se guardaba la memoria del calendario ritual, la peregrinación de los mexica hasta el centro del Valle de Anáhuac, los tributos que habían de pagar los pueblos conquistados, etcétera.

La mayor parte de los códices prehispánicos se perdieron o fueron destruidos por los conquistadores, al considerarlos idolátricos. Pero la facultad de entenderlos estaba presente entre los mexica, no solo en los sabios, sino en el pueblo llano. Y más aún, un códice que les daba esperanza, les daba futuro, les devolvía la dignidad de tener una Madre y un “Dador de la vida”.

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