Familias cristianas, monasterios en medio de la ciudad

Homilía predicada por Mons. Juan Antonio Reig Pla, obispo de Alcalá de Henares, en la Santa Misa de la Sagrada Familia, el domingo 30 de diciembre del 2018

Celebramos la fiesta de la Sagrada Familia en la Parroquia de la Purificación de Nuestra Señora de San Fernando de Henares.

En esta parroquia se custodia además la imagen del rey Fernando III, el Santo, que se distinguió por su vida honrada y piadosa, por su amor a la familia (tuvo dos esposas y quince hijos) y por la santidad y prudencia en el gobierno de sus reinos que acrecentó con gran sabiduría.

La fiesta de la Navidad nos ha recordado que el Hijo de Dios ha querido entrar en nuestra historia a través de una familia, a la que santificó y ahora propone como modelo para todas las familias cristianas. La vida de Jesús, vinculada a la familia de Nazaret con José y con María, es todo un programa que da una relevancia al matrimonio y a la familia que están en el centro de la Doctrina Social de la Iglesia Católica.

Refiriéndonos a esta enseñanza que contiene la moral social de la Iglesia, quisiera en primer lugar recordar algunos principios esenciales que nos ayudan a construir la sociedad como un espacio de fraternidad orientado al bien común.

En primer lugar, hay que recordar el carácter sagrado e inviolable de la vida humana desde su origen en la fecundación hasta su fase terminal y la muerte. Como nos revela la Sagrada Familia, la vida humana es un don de Dios. Así lo expresamos respecto a nosotros con la palabra procreación que indica la colaboración del padre y de la madre en la obra creadora de Dios. La vida humana es, por tanto, sagrada y está custodiada por el mandamiento de Dios: ¡No matarás!

Del mismo modo el matrimonio, unión del varón y de la mujer elevado a sacramento eficaz de gracia, es una unión sagrada custodiada también por la gracia sacramental y la palabra definitiva del Señor: «Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre» (Mt 19,6).

Este carácter sagrado del matrimonio pone en evidencia que la sexualidad humana, que Dios bendijo y vio que «era muy buena» (Gn 1,31), llevaba escrita en su diferencia varón – mujer una profecía que la encaminaba nada menos que a ser sacramento de la unión de Cristo con la Iglesia, a la que desposó en el lecho nupcial de la cruz, haciéndola brotar de su costado abierto con el agua (bautismo) y con la sangre (eucaristía). Por eso el prototipo del amor conyugal es la caridad esponsal de Cristo quien se entregó por su esposa, la Iglesia, hasta derramar su última gota de sangre en un amor que llegó hasta el extremo.

Por su índole natural la unión amorosa del varón y de la mujer en el matrimonio está orientada, con la bendición de Dios, a la procreación y educación de los hijos (Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 50). De esta manera de la comunión esponsal y de la procreación de los hijos se derivan una serie de consecuencias importantes para la familia y para la sociedad.

La primera de ellas es que la familia, como comunidad amplia de personas, tiene su origen en el matrimonio entre un varón y una mujer, iguales en dignidad, y que por su diferencia sexual llegan a la complementariedad y por ella a la procreación y educación de los hijos. El matrimonio entre esposo y esposa es por tanto una institución pública anterior al Estado y merece el favor del derecho y la tutela de las leyes. Este «favor del derecho» no es ningún privilegio sino que le corresponde al matrimonio como institución pública ya que por medio de él se origina tanto la «socialidad» como la misma sociedad. Sin la diferencia sexual no se da la «socialidad» – comunión amorosa – que proporciona la complementariedad sexual; y sin la procreación no se origina la sociedad que posibilitan tanto el matrimonio como los hijos con quienes nace la célula más pequeña, pero fundante, de la sociedad.

Es más, según la Doctrina Social de la Iglesia, la familia es una realidad soberana a la que le corresponden una serie de deberes y derechos (San Juan Pablo II, Carta a las familias, 17). Entre ellos, hay que destacar la vinculación amorosa de los esposos a título de justicia, la libertad para la procreación de los hijos y su derecho inalienable y originario a custodiar la vida humana y a educar a los propios hijos según sus convicciones y creencias. La educación de los hijos les corresponde a los padres y nadie puede arrebatarles este derecho – deber, ni siquiera el Estado, quien por el principio de subsidiariedad está obligado a cooperar y ayudar a los padres en la tarea de la educación. Como enseña el Concilio Vaticano II «es preciso que los padres, cuya primera e intransferible obligación y derecho es el de educar a los hijos, tengan absoluta libertad en la elección de las escuelas. El poder público, a quien pertenece proteger y defender la libertad de los ciudadanos, atendiendo a la justicia distributiva, debe procurar distribuir las ayudas públicas de forma que los padres puedan escoger con libertad absoluta, según su propia conciencia, las escuelas para sus hijos» (Concilio Vaticano II , Gravissimum educationis, 6).

De estos principios conviene destacar que la sociedad no es simplemente una masa de individuos. La sociedad nace con la diferencia sexual y con la procreación. Y la razón es la siguiente: dos individuos no diferenciados sexualmente suman sus dos individualidades según sus deseos. Sin embargo en la diferencia sexual hay una realidad indisponible que va más allá de los deseos individuales. Se trata, como hemos dicho, de la complementariedad sexual – que da origen a la «socialidad» como riqueza de patrimonio de humanidad – y de la procreación, que da origen a la sociedad y la enriquece con el don de los hijos. De ahí la malicia de la anticoncepción que reduce la unión conyugal a los simples deseos de los cónyuges y que fue rechazada por San Pablo VI en la Encíclica Humanae vitae, cuyo cincuentenario estamos celebrando.

Todo ello nos hace comprender que el matrimonio entre el varón y la mujer, origen de la familia, que con los hijos crea la primera comunidad humana, es un pilar irrenunciable que sostiene la sociedad y, si se debilita este pilar, es toda la sociedad la que decae. Negar la diferencia sexual y la importancia del matrimonio y de la familia, es optar por una sociedad atomizada, de simples individuos. Ésta, por carecer de los vínculos naturales, propicia la soledad y el desamparo de las personas, especialmente de la vida naciente, de los más débiles, enfermos o en la etapa final de la vida.

Desgraciadamente España, después de un largo proceso secularizador que está rompiendo los vínculos con Dios, con la tradición católica, con la familia y con el propio cuerpo, ofrece en estos momentos un panorama que no garantiza el bien común de la sociedad. Tampoco provee la protección de las personas en el campo específicamente humano que es el amor paterno - filial y el amor entre hermanos propio de la familia, como célula primera de la sociedad. Este es el carácter finalístico de la naturaleza humana, creada por Dios, quien, por la creación del varón y de la mujer, es el autor del matrimonio a quien ha dotado de varios bienes y fines (Cf Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 48-51)

Contra la belleza de esta familia están todos los «embates» de la llamada «cultura de la muerte» (Cf. San Juan Pablo II, Encíclica Evangelium Vitae, 12) que está debilitando el tejido social de la sociedad española. Si no cambia de dirección, España está abocada a ser un país envejecido. Cada año estamos perdiendo población y la natalidad es ya una natalidad de decadencia que nos encamina a un invierno demográfico severo. Este índice bajísimo de natalidad (1,32 mujer/hijo) ha sido promovido por una cultura y mentalidad anti -vida que ha hecho crecer masivamente la anticoncepción, la esterilización y el aborto. Desde la primera ley llamada de despenalización de la interrupción del embarazo, más de dos millones de españoles no han llegado a nacer. Esto repercute en las rupturas familiares. Son ya tres millones los matrimonios que se han roto en España desde la primera ley del divorcio. Esto mismo está creando también un clima de inseguridad de los jóvenes ante el matrimonio que conduce a una creciente baja de la tasa de nupcialidad. Los jóvenes prefieren unirse y no casarse, se casan tarde y muchos tienen dificultad para tener hijos.

Como resultado final de esta situación está la soledad en la que viven cada vez más personas. En España hay cinco millones de hogares donde vive una sola persona. Y de estos más de dos millones son mayores de sesenta y cinco años.

Todo este panorama ha sido facilitado por una cultura que, despreciando la antropología cristiana, ha favorecido la ideología de género y sus desarrollos posteriores, autoafirmando la soberanía de la voluntad individual frente a los significados del cuerpo humano y el carácter finalista de la naturaleza de la persona y sus actos de unión conyugal. Y este mismo modo de considerar las cosas ha sido divulgado por la llamada «cultura de muerte». Ésta ha cristalizado en unas leyes que no custodian ni la vida naciente ni la terminal, que no favorecen desde el derecho la realidad matrimonial entre un varón y una mujer, el bien social de la familia amplia, ni la libertad de los padres para la educación de sus hijos.

Frente a esta situación las familias cristianas están llamadas a ser una unidad de resistencia y se han de organizar como minorías creativas donde florezca la cultura de la vida y la civilización del amor. La respuesta a una sociedad cada vez más violenta, incluida la violencia doméstica y la violencia a la mujer, no está en el debilitamiento de la familia, ni menos todavía en el propiciado multiculturalismo.

La respuesta está en volver a los principios fundamentales de la antropología cristiana que nos invitan a ver la realidad con los ojos de Dios. Así mismo hay que recordar que es la gracia redentora de Jesucristo la que restaura los corazones y los cura de la inclinación al mal. De esta manera la familia llega a ser «la verdadera ecología humana» (Cf. Encíclicas Laudato Si’ y Centessimus Annus, 38) y una auténtica escuela de la fe.

Hemos de volver, en efecto, a ver la vida como un don de Dios. Así lo expresó la primera mujer, Eva, cuando exclamó: «He alcanzado un hijo por el favor de Dios» (Gn 4, 1), Del mismo modo Ana, la que no podía concebir, bendice al Señor por su hijo Samuel, quien llegará a ser una gran profeta para su pueblo (1 Sam 1,20-22). La familia cristiana tiene su complemento, como dice el salmista, en el templo: «Que deseables son tus moradas, Señor del universo… Dichosos los que viven en tu casa alabándote siempre. Dichoso el que encuentra en ti su fuerza y tiene tus caminos en su corazón» (Sal83).

Para nuestro asombro no solo somos criaturas sino hijos de Dios. Así lo expresa San Juan en su carta: «Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡los somos! El mundo no nos conoce porque no le conoció a Él. Queridos, ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado la que seremos» (1 Jn 3,2)

El bautismo, en efecto, nos hace hijos de Dios y nos incorpora a Cristo y a la Iglesia. Por eso la familia, como iglesia doméstica, está necesariamente vinculada a la comunidad eclesial y así, mediante la iniciación cristiana, nace un pueblo que lleva en sus entrañas la esperanza para el mundo. Hoy las familias cristianas y las parroquias, configuradas como verdaderas comunidades, están llamadas a ser los auténticos monasterios que, ante la caída del imperio secular, hagan posible la civilización cristiana manifestando la belleza del matrimonio, el hábitat intergeneracional de la familia y la cultura de la vida, el trabajo honesto y decente y la sociedad fraterna.

Para ello necesitamos de nuevo la sabiduría cristiana y así poder anclar nuestra existencia en Dios y aprender de nuevo el arte de vivir poniendo la familia al servicio del Reino de Dios. Como Jesús, hallado por sus padres en el templo, hemos de aprender a ocuparnos de las cosas de Dios nuestro Padre, distribuyendo nuestro tiempo entre la alabanza divina, el estudio, el trabajo y generando nuevas prácticas familiares y comunidades que manifiesten un nuevo modo de vivir en la tierra sabiendo que nuestro destino final es el cielo.

Que con la intercesión de la Sagrada Familia y el testimonio de San Fernando, el rey santo, podamos sembrar nuestra tierra, España, de la sabiduría del evangelio.

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