Cuando el dolor que siente una hermana o amiga es grande, solo puedes estar para acoger su sufrimiento
“Mi marido murió hace unos meses y desde entonces no levanto cabeza. Los dos hemos sido siempre creyentes e intento convencerme de que él está bien y rezo mucho; pero no consigo hacerme a la idea de no volver a verle. Muchos días me cuesta levantarme de la cama, no tengo ganas de hacer nada ni de ver a nadie, todo me supone un esfuerzo que me supera. Sólo quiero llorar”
Escucho esta confidencia de una persona querida, intentando imaginar su sufrimiento.
Cuando el dolor es grande, solo puedes estar ahí, escuchar, acoger ese dolor y ayudar a que salga. Porque una forma de empezar a sanar es poder ponerlo en palabras.
Necesita ayuda profesional
Pero esta situación se va alargando en el tiempo. Si los primeros meses me pareció que estar bajo los efectos del shock era lo que se podía esperar, ahora creo que debería pedir ayuda para encontrarse mejor. Proponerlo es una cuestión delicada: a ninguno nos gusta que nos digan que nos vendría bien una consulta con un psicólogo o psiquiatra, todavía nos parecen especialidades que son “para otros”.
Y en este caso concreto el consejo choca, además, con una mentalidad pseudo-cristiana que considera que una persona creyente no necesita ayuda psicológica porque “solo el Señor sana”.
Esta persona se sentiría culpable si tuviera que pedir ayuda psiquiátrica porque, en cierto modo, identifica su angustia con falta de fe y así cae en un voluntarismo que le lleva a exigirse superar su sufrimiento con sus propias fuerzas. Al no lograrlo, su angustia se acrecienta y entra en bucle.
Somos frágiles
Lejos de mi intención poner en duda que las heridas más profundas del corazón humano sólo sanan cuando se ponen en manos de Dios; pero también hay que aceptar con humildad que somos frágiles y que la Providencia se sirve de mediaciones humanas para ayudarnos, también para ayudarnos a sanar.
Exponer este punto de vista me ha causado dificultades más de una vez. Sin embargo me acuerdo de una sesión en la que escuché a la psiquiatra Maribel Rodríguez, directora de la Cátedra Edith Stein en el Centro Teresiano-Sanjuanista de Ávila explicar con gran claridad y sensatez que “ser religioso o espiritual no equivale a tener buena salud mental, se puede tener depresión o ansiedad y ser religioso. Y no hay que sentirse culpable.”
Las palabras de la Dra. Rodríguez mostraban una gran cercanía con el sufrimiento de sus pacientes; y también la sabiduría de servir de ayuda a las personas creyentes desde el respeto y aprecio de su fe.
Tal vez este es el punto más difícil: cuando necesitamos ayuda psiquiátrica, no es fácil encontrar un buen profesional que comparta nuestras creencias. Pero que no sea fácil encontrarlo no quiere decir que no existan ni que la ayuda psiquiátrica no sea necesaria para una persona creyente que sufre.
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La angustia de aceptar la Cruz
De hecho, cuando el Señor pide que aceptemos su voluntad, es perfectamente compatible decirle que sí (“Hágase”) y que esa aceptación produzca ansiedad, tristeza y malestar. Porque supone dejar atrás la voluntad propia para aceptar la del Señor; y nuestra naturaleza se rebela y aprende, sufriendo, a obedecer.
El mismo Jesús, en el Huerto, sudó sangre al aceptar la voluntad del Padre y necesitó que le reconfortaran los ángeles. También nosotros podemos experimentar angustia al abandonar nuestras seguridades y dejar nuestras vidas en manos de Dios.
Ese vértigo y angustia, reacción propia de la naturaleza humana ante la Cruz, no quita nada al acto de abandono y confianza en Dios. Pero puede necesitar ayuda médica para que voluntad y psiquismo se acompasen y podamos vivir con serenidad lo que hemos aceptado con la voluntad.
Todavía estamos intentando digerir su muerte
Ayer mismo, en la presentación del libro “Yo estoy contigo”, alguien muy bueno y sabio me hablaba de las heridas que ha dejado en todos nosotros la situación que hemos vivido estos meses, y que todavía no ha terminado. Heridas que también tienen los sacerdotes: y me confiaba cómo también a ellos les cuesta aceptar ayuda psicológica porque “basta con la oración y la dirección espiritual”, hasta que reconocen la propia fragilidad y la necesidad de aceptar las mediaciones que el Señor pone a nuestro alcance.
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El padre Jon, que ofreció su testimonio, me impresionó al contarnos cómo “Antes de que la muerte me la quitara, pude poner la vida de mi madre en manos de Dios a través de la Virgen y darle la vida de mi madre y eso fue una gracia enorme”. A continuación afirmó que su padre y él todavía están intentando digerir la muerte de su madre.
Y es que es normal. Como dijo Monseñor Carlos Amigo, Arzobispo Emérito de Sevilla, lo malo no es tener heridas y que sangren, porque son heridas de amor por los nuestros; lo malo es que supuren y provoquen rebotes, rencores….
Superar la muerte
En el caso de mi amiga, poner a su marido en manos de Dios y decir al Señor «sé que lo que Tú permites es lo mejor aunque me cuesta mucho aceptarlo», es un acto de confianza inmenso; como el del padre Jon. Que no se traduce automáticamente en superar la angustia, el miedo, el dolor con sus propias fuerzas.
Pedir ayuda con humildad le ayudará a poder vivir con serenidad lo que ha aceptado pero le cuesta sangre, sudor y lágrimas y que esa herida cicatrice: nunca desaparecerá pero dolerá menos. Y estoy convencida de que al encontrarse mejor también mejorará su relación con el Señor.
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