De acuerdo al Evangelio de Juan (Jn. 11, 1 - 44), Lázaro enfermó gravemente y sus hermanas, Marta y María, enviaron un mensajero al lugar donde se encontraba Jesús con el siguiente mensaje: "Señor, el que tú amas, está enfermo".
Jesús no va al encuentro de Lázaro inmediatamente. Permanece donde está hasta que decide regresar a Judea. Entonces dice a sus discípulos: “Lázaro, nuestro amigo, se ha dormido; pero voy a ir a despertarlo". Con estas palabras el Señor hacía referencia a la muerte de Lázaro y no a un simple sueño, como pensaron los discípulos.
Recién al cuarto día de la muerte de Lázaro, el Señor Jesús llegó a Betania. Allí encontró a Marta y María y, viendo el dolor por la muerte de su amigo, se compadeció y lloró. Incluso, los judíos que estaban allí presentes exclamaron: “¡Cómo lo amaba!”.
Pocos pasajes de la Escritura registran como este, con tanta elocuencia, los sentimientos del Señor. ¡Cuán grande era el amor de Jesús por su amigo! ¡Cuán dolorosa es la muerte incluso para el Dios hecho Hombre! Pero, al mismo tiempo, ¡qué grande es el poder de Dios!
Jesús, llegado al lugar del sepulcro, dijo: “¡Lázaro, ven afuera! Y el muerto salió, ligados los brazos y las piernas con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: "Desatadlo, y dejadlo ir".
San Lázaro es el que recibe de Dios una “nueva vida”. Es el que por ser amigo de Jesús ha quedado “transformado”, alzado sobre la muerte, para que creamos en la gloria de Dios. Su resurrección prefigura la Resurrección de Cristo y, en consecuencia, también nuestra propia resurrección.
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