Por qué dejé las redes sociales

Como millennial, no soy una auténtica nativa digital (como la iGen), pero formé parte del grupo de pioneros que estableció por primera vez la frontera de los medios sociales. Me uní a Facebook en los viejos tiempos de 2006, cuando necesitabas una dirección de email que terminara en “.edu” para registrarte, cuando el Tío de Facebook todavía te observaba y cuando el News Feed era solo una ensoñación en los ojos de Mark Zuckerberg. Me uní a Instagram en 2012, cuando no era más que una mera startup de una plataforma para compartir fotos, y no un quiero y no puedo ser Snapchat propiedad de Facebook. Me uní a Snapchat en 2013, antes de las historias y de los geofiltros. Incluso tuve una cuenta de Twitter allá por 2010 cuando Twitter no estaba muriendo.

En otras palabras, los medios sociales y yo vivíamos una relación cómoda y duradera. Un poco demasiado cómoda, la verdad.

Los medios sociales estaban embutidos en mi rutina diaria. Me despertaba con la alarma de mi móvil y, justo después de silenciarla, abría Instagram. Lo ojeaba unos minutos y después me levantaba para hacerme el café. Mientras sorbía el café, hacía scroll por Facebook. A lo largo de mi día, siempre que terminaba alguna tarea, mi recompensa era un pequeño chute de la dopamina que me suministraban los medios sociales.

Esta gratificación instantánea es lo que los psicólogos denominan bucle de dopamina y es increíblemente adictivo. Si estaba teniendo un mal día, ni siquiera esperaba a terminar las tareas, solo me anestesiaba con dopamina el día entero. Normalmente trabajo muy duro, me decía. Me merezco un día perezoso.

Por curiosidad, instalé una aplicación en el móvil para monitorizar mi uso. Quería ver cuánto tiempo pasaba al día en el teléfono. Suponía que serían un par de horas.

Seis horas al día. Seis Un cuarto de mi vida lo estaba absorbiendo mi teléfono móvil. Por supuesto, parte de ese uso era legítimo: leer una receta mientras cocino, usar el móvil como GPS o escuchar una conferencia en YouTube.

Sin embargo, la inmensa mayoría era un completo desperdicio, no solo en el sentido de que no producía nada de valor, sino que tampoco alimentaba mi alma. Fue entonces cuando me percaté de la diferencia entre ese entumecimiento y el auténtico cuidado de uno mismo. Cuidarse significa alimentar el espíritu y quedarse con una sensación de frescura.

El entumecimiento de los medios sociales se lleva los malos sentimientos un rato, pero nunca los reemplaza con algo positivo. Cuando termina esa acción anestésica, vuelven los malos sentimientos.

La amistad a través de las redes

Las cuentas en los medios sociales también eran parte de mi rutina de “amistad”, lo cual me dejaba poca motivación para mantener las amistades en la vida real. El único problema es que tampoco interactuaba nunca por los medios sociales. Simplemente me sentaba en mi casa y navegaba por las redes y, cuando veía a mis amigos después, fingía no conocer ya todas las cosas que pasaban en sus vidas.

Por supuesto, yo ya lo sabía todo y les había juzgado por sus decisiones vitales desde una distancia digital prudencial y segura. Probablemente por eso nunca publicaba nada yo misma; no quería que me juzgaran de la misma forma en que yo usaba los medios sociales para juzgar a los demás. “Anti-medios sociales” sería probablemente una mejor descripción de mi presencia en línea.

De modo que, aunque los medios sociales no estaban mejorando mi calidad de vida de ninguna manera (y en realidad seguramente estaban teniendo un impacto negativo sobre mi salud mental), yo seguía enganchada. ¿Por qué? Porque habían hackeado mi cerebro. Literalmente.

Cada año, Silicon Valley paga a ingenieros tecnológicos y neurocientíficos millones de dólares para que hagan sus aplicaciones lo más adictivas posibles. Cuando me enteré de esto, me sentí como una rata a la que habían entrenado para pulsar un botón.

En cuanto supe la cantidad de mi tiempo que se comía mi móvil, empecé a imaginar todas las cosas que podría lograr si empleara ese tiempo de forma más sabia.

¿Cuántas veces deseé tener más tiempo para pintar, escribir, cocinar, jugar con mis hijos, llamar a mi abuela, hacer ejercicio, rezar, leer por diversión…? No necesitaba más tiempo, necesitaba usar mi tiempo de forma distinta. Tenía que romper con mis malos hábitos.

En definitiva, por eso abandoné los medios sociales. Se habían convertido en un mal hábito tan profundamente arraigado en mi vida diaria que desactivarlo radicalmente era la única forma de liberarme.

Los primeros días fueron duros y, lo admito, muy aburridos. Era como si no supiera qué hacer con mi móvil además de navegar sin rumbo. Lo encendía y leía algunas noticias o unas pocas páginas de un ebook. Después de un par de días así, empecé a percatarme de algo: desbloqueaba mi móvil para leer pero, casi de inmediato, lo apagaba de nuevo porque prefería dejar que mi mente deambulara o se concentrara en reflexionar sobre algo específico.

El simple acto de pensar se convirtió en algo infinitamente más satisfactorio y placentero que el entretenimiento de mi móvil. Ya no necesitaba distracción constante. Dejé de consumir y empecé a crear.

Ahora, no solo tengo más tiempo, sino que tengo más energía porque estoy gastando ese tiempo en cosas que me nutren en vez de drenarme.

Mi estado de ánimo ha mejorado porque estoy cuidando de mis amistades de la vida real. Mi ansiedad ha disminuido porque no estoy comparando mi vida constantemente con la de las personas que aparecen en Instagram. Me siento más libre, más en paz, más motivada, más segura.

Como en el camino “menos transitado” del poema de Robert Frost, esta decisión de verdad “hizo toda la diferencia”.

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