El holandés que regaló un rosario a la enfermera que le mató

Anno Sjoerd Brandsma nació el 23 de febrero de 1881 en Bolsward, Holanda. Asistiendo al colegio de los franciscanos de Megen, comenzó a comprender su vocación. Ingresó en el convento carmelita de Boxmeer (Brabante) el 22 de septiembre de 1898 y tomó el nombre de Tito.

En 1901 publicó su primer libro, una antología de los escritos de santa Teresa de Ávila, traducida del español. Después de ser ordenado sacerdote en 1905, fue enviado a Roma y frecuentó la Universidad Pontificia Gregoriana.

De vuelta a Holanda, se dedicó a la docencia y continuó cultivando actividades periodísticas; publicó además las obras de santa Teresa en holandés.

Poco antes de la creación del Partido Nacional Socialista de Alemania, fue nombrado Rector Magnífico de la Universidad de Nimega. Unos años más tarde, fue nombrado eclesiástico de la Asociación de Periodistas Católicos.

TITUS BRANDSMA
Regionaal Archief Nijmegen-(CC BY-SA 2.0)

En sus cursos universitarios sobre ideología nacionalsocialista, no escatimó críticas ni denuncias contra el sistema; como carmelita, profesor, periodista y, por último, como presidente de la Asociación de Escuelas Católicas, se opuso firmemente a la presión nazi.

Tras ser arrestado en su convento, fue llevado a la prisión de Scheveningen, donde fue sometido a un intenso interrogatorio en el que reiteró firmemente su posición. En la prisión tradujo la vida de santa Teresa de Jesús al holandés.

Trasladado al campo de concentración de Amersfoort, fue obligado a trabajar y vivir en condiciones muy duras: lo llevaron nuevamente a Scheveningen para completar el interrogatorio, y después fue destinado a Kleve, un campo de tránsito temporal, en el que encontró una mayor dignidad y alivio, humana y espiritualmente.

Los testigos de la misión

En junio de 1942 fue transportado con un vagón de ganado, junto con otros presos, al campamento de Dachau, donde las condiciones de vida eran extremas, tanto por los trabajos forzados y la falta de alimentos, como por los experimentos científicos a los que estaban sometidos los prisioneros, suerte que también le tocó a Tito.

DACHAU
Shutterstock-casadaphoto

Internado en el hospital del campo, enfermo y consumido, murió el 26 de julio de 1942 por una inyección de ácido fénico que le administró una enfermera a la que regaló un rosario y quien, convertida, testificó en el proceso de beatificación.

Su memoria litúrgica se celebra el 27 de julio.

La oración no es un oasis en el desierto de la vida, sino toda la vida“: en esta hermosa expresión del padre carmelita, periodista y profesor universitario, se contiene el testimonio de su intensa vida de oración, que le predisponía a una particular actividad apostólica vivida con gran equilibrio y que alimentaba su valor –en el momento de las brutalidades nazis– para anunciar la verdad, defender la libertad de fe, aceptar todo tipo de pobreza y vivir el mandamiento del amor con todas sus consecuencias.

Citando las palabras de Jesús: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14,27), así expresaba su ardiente deseo:

Me gustaría repetir esta palabra, hacerla resonar en todo el mundo, sin preocuparme de quién la escuchará. Me gustaría repetirla tantas veces que aquellos que volvieron la cabeza la primera vez que la oyeron, la escuchen ahora hasta que todos la hayan escuchado y comprendido […] nuestra vocación y nuestra felicidad consisten en hacer felices a los demás“. (Conferencia Paz y amor por la paz, Bergkerk de Deventer, 11 de noviembre de 1931).

Tito tenía un carácter generoso y misionero; las experiencias internacionales vividas en su familia religiosa, especialmente durante su período de estudios en Roma, alimentaron el sueño de ser enviado como misionero carmelita para proclamar el Evangelio.

No pudo cumplir este deseo, sometido a la obediencia de los superiores que estaban preocupados por su delicada salud. Aunque no pudo viajar a tierras de misión por razones de salud, siempre mantuvo una actitud de universalidad, disponibilidad, diálogo y apertura para crear lazos de fraternidad en Cristo.

La vida lo llevó a vivir una misión especial: su inclinación natural como consolador de los afligidos, encontró su expresión máxima y heroica en los campos de exterminio; murió en el campo de concentración de Dachau como un “misionero” en un lugar “imposible”, en el que fue capaz de brindar felicidad e infundir coraje.

San Juan XXIII lo definió como “víctima de su caridad y de la defensa constante de la verdad”, basándose en numerosos testimonios.

Mientras estaba sujeto a ultrajes y palizas, soportó a sus perseguidores con paciencia y sincera compasión, exhortando también a sus compañeros a la resistencia y a la oración por aquellos que demostraban tanta crueldad hacia su prójimo.

Estaba animado por la convicción de que la luz eterna podía brillar por y a través de los sacerdotes del campo, por su fraternidad, por la esperanza y la confianza en Dios, en la que se sentían seguros.

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Íntimamente unido a Dios, se convirtió en una copa rebosante de esperanza en los lugares aparentemente más distantes de la mirada divina.

Los ámbitos de su misión fueron, por lo tanto, el convento como lugar de oración y de acogida de los más desfavorecidos, la universidad en la que hacía resonar –sobre todo encarnándolo– el mensaje evangélico, la prensa y el campo de concentración, en los cuales, sacando fuerzas de la fe, estimulaba el encuentro profundo entre los hombres bajo la atenta mirada de Dios, más allá de cualquier distinción social.

Esto le permitió sobrevivir y hacer sobrevivir en situaciones inhumanas. En los campos de concentración, tenía palabras de consuelo que expresaban una certeza bien arraigada:

Encomienda todo al Señor, esfuérzate todo lo que puedas y Dios hará el resto“.

Su única perspectiva era Dios, por lo que fue capaz de adaptarse a personas muy diferentes entre sí y a situaciones difíciles. Su solicitud para prestar ayuda espiritual le permitió realizar un servicio precioso administrando el sacramento de la confesión y estando siempre disponible para la dirección espiritual.

A la enfermera que le suministró la inyección letal que le provocó su muerte, le dijo:

Los buenos sacerdotes no son los que dicen palabras hermosas desde los púlpitos, sino los que son capaces de ofrecer su dolor por los hombres, por esto estoy feliz de poder sufrir“.

Extraído del documento Bautizados y enviados: La Iglesia de Cristo en misión en el mundo, publicado por la Congregación para la Evangelización de los Pueblos y por Obras Misionales Pontificias en octubre de 2019, mes misionero extraordinario.

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