¿De dónde viene tanto odio?

¿Quién decide lo que está bien y lo que está mal? ¿La mayoría? ¿Aquellos que tienen el poder y los medios de comunicación? ¿Hay verdades absolutas que valen para todos y siempre? ¿O todo es relativo y todo vale? ¿Quién decide lo que es gracioso y lo que no lo es? ¿Quién marca la moda a seguir, los hábitos que tengo que asumir como míos?

¿A quién sigo, quién es mi modelo, quién mi líder? ¿Qué caminos son los que quiero recorrer? ¿Qué verdades las que amo con todas mis fuerzas, como rocas inamovibles? ¿Tengo principios sólidos anclados en el alma o todo depende del color con el que mire las cosas?

Son preguntas que quedan suspendidas en el aire esperando una respuesta. ¿Quién me da la respuesta?

Me conmueve la violencia desproporcionada. Los gritos, los actos vandálicos, los gestos de odio y rabia. ¿Cómo llega a brotar el odio en la mirada?

Nadie nace odiando. Más bien diría que los hombres nacen con una predisposición natural hacia el amor. Besan y buscan los besos de su madre. Quieren ser amados.

Lo malo es cuando en lugar de besos reciben violencia. En lugar de amor odio y desprecio. En lugar de comprensión indiferencia. En lugar de paz ira. Y el amor esperado se torna vacío.

El alma herida que ha sufrido el abandono busca culpables. ¿Quiénes son los culpables de mis propias heridas? Siempre hay alguien en mi alma al que perdonar.

Me hirieron incluso sin ellos quererlo. Sin que yo mismo supiera. Pero luego noto el dolor de la herida y brota de mi alma el odio.

¿Qué hago con el odio que siento? ¿Cómo logro transformarlo en amor? Puedo esperar a que se enfríe. Y vive en mí un odio frío que clama venganza.

O puedo elegir el otro camino y perdonar. Le pido a Dios que me enseñe a amar no habiendo sido amado por los míos, por los que yo quería que me amaran.

He recibido a cambio desprecio, odio, indiferencia. Y mi alma se ha llenado de una rabia contenida dispuesta a estallar. Sobre todo, cuando veo que las cosas no están bien.

La desigualdad social, la discriminación, la injusticia, la indiferencia ante el pobre que pide ante mi puerta, los que viven sin hogar donde reclinar su cabeza, los que no pueden acceder a una sanidad que salve sus vidas en la enfermedad, los que no tienen tiempo ni dinero para descansar, para ir de viaje.

Mi indiferencia ante la desigualdad agrava el resentimiento. Y me pregunto sorprendido de dónde viene tanto odio. Nació muy lentamente, bajo la piel, sin que yo me diera cuenta. Como esa semilla que envenena el alma.

El protagonista de una película decía: “Sólo espero que mi muerte tenga más sentido que mi vida”. Y lo decía después de haber llevado una vida miserable. Sin un solo momento de felicidad como él mismo confiesa.

He hecho acepción de personas. He mirado con desprecio al que no tiene, al que pide, al que roba. Y el odio se ha ido acumulando en su pecho. Esperando una chispa que incendie el mundo con su ira, con su rabia contenida.

¿Cómo no me he dado cuenta antes?, me pregunto mientras consiento con mi pasividad que aumenten la desigualdad, las diferencias, la injusticia.

¿Quién determina lo que es justo y lo que no lo es? Miro a Dios conmovido. ¡Cuánto odio grita con rabia a mi alrededor! Escucho la palabra de Dios:

“El Señor es juez, y para Él no cuenta el prestigio de las personas. Para Él no hay acepción de personas en perjuicio del pobre, sino que escucha la oración del oprimido. No desdeña la súplica del huérfano, ni a la viuda cuando se desahoga en su lamento. Quien sirve de buena gana, es bien aceptado, y su plegaria sube hasta las nubes. La oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. No desiste hasta que el Altísimo lo atiende, juzga a los justos y les hace justicia. El Señor no tardará”.

La justicia de Dios no tardará. Yo creo en el poder de Dios para decidir lo que está bien y lo que está mal. Lo que es verdadero, justo y bueno. Lo que viene del amor.

Hay tantas cosas que tengo que cambiar en mi vida para que cambie el mundo… Creo en esas verdades que se mantienen en el tiempo y para todos. Esa verdad que viene de Dios que me ha creado para el amor, no para el odio. Para la comunión, no para la división. Para la misericordia, no para el desprecio.

La ira brota del corazón que ha sido herido. Y Jesús quiere que yo cambie este mundo. Que en lugar de herir, sane. Que en lugar de guerra, lleve yo la paz a los corazones que odian.

Que ponga yo justicia en la injusticia. Y refleje con mi vida un mundo nuevo, un amor hondo, una vida verdadera en la que todo puede ser diferente.

Yo puedo cambiar este mundo enfermo cambiando antes mi corazón enfermo. Vuelvo la mirada a Dios y le suplico que tenga misericordia de mí. Porque no lo he visto antes. Porque he vivido como si no existiera la injusticia a mi alrededor. Y existe.

Y luego me sorprende la violencia y me indigno contra aquellos que la promueven, o la canalizan bajo el nombre de una causa justa. Y me da pena tanto dolor provocado por el odio. Es verdad.

Pero quizás es que yo no me he dado cuenta antes. He hecho acepción de personas. No he tratado a todos por igual. He pasado por delante del que sufre sin detener mis pasos. He hecho más profunda la brecha de la injusticia.

No he socorrido al enfermo, al que estaba solo, al débil. No he respondido con bondad al que requería un minuto de mi tiempo. No he sido justo en mi trato.

Me he aprovechado de mi poder abusando del mismo. ¿Me sorprende la violencia? Las causas son más hondas. Necesito cambiar yo para que cambie mi mundo. Necesito ser yo signo de la misericordia para que muchos acaricien la misericordia.

Creo que hay un bien y un mal. Creo que hay cosas justas y otras injustas. Creo que el bien es más fuerte que el mal. Y el amor vence el odio. Creo en la comunión y en la paz. Y creo que Dios puede cambiarme para cambiar este mundo que necesita su amor.

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