Mi hijo (mi obra, mi proyecto) me ha decepcionado: ¿Dios se contradice?

Siempre me conmueve un momento concreto de la vida de san Francisco. Ya es mayor y la obra por él fundada ha crecido mucho. Se retira entonces al monte Alvernia en oración y soledad. Solo León le lleva diariamente comida y lo observa desde lejos. En este momento clave de su vida Jesús le pide que le entregue todo lo que tiene como expresión de su amor profundo y sincero. Francisco cree que se lo ha dado ya todo y así se lo dice:

“Tú sabes bien que no tengo otra cosa que el hábito, la cuerda y los calzones, y aun estas tres cosas son tuyas; ¿qué es lo que puedo, pues, ofrecer o dar a tu majestad? Entonces Dios me dijo: – Busca en tu seno y ofréceme lo que encuentres. Busqué, y hallé una bola de oro, y se la ofrecí a Dios; hice lo mismo por tres veces, pues Dios me lo mandó tres veces; y después me arrodillé tres veces, bendiciendo y dando gracias a Dios, que me había dado alguna cosa que ofrecerle”.

Jesús insiste y le pide que le entregue esas bolas de oro que guarda como un tesoro en su corazón. Esas seguridades y posesiones que guarda en su alma con pasión y nunca se ha atrevido a entregar realmente.

Francisco, como yo mismo, no quiere perderlo todo. Se apega a sus bolas de oro seguro de que ahí está el plan de Dios para su vida.

Esa escena a la que me refiero tuvo lugar al final de su vida. La obra que él había fundado, su hijo querido, estaba en peligro.

Habían surgido corrientes nuevas en el interior de la gran familia franciscana que soplaban en otras direcciones. Parecía que el ideal primero tejido a la sombra del Tugurio en Asís, en aquella primera comunidad de franciscanos, estaba en juego.

Francisco tiene miedo y se aferra a su tesoro como un náufrago a su balsa. En medio del mar es lo único que posee, lo único que le queda.

Es fundador de una obra maravillosa. ¿Acaso Jesús no le pidió un día que reconstruyera su Iglesia? ¿No lo había hecho él con todo su esfuerzo?

Sí. Ha sido el sueño de su vida. Y ha podido ver feliz cómo su obra crece y sus hijos se multiplican por el mundo. Todo es perfecto. Pero ahora no todo va como él ha soñado. Y se aferra esclavo a ese sueño, a esas bolas de oro.

¿Está dispuesto ahora a entregárselo todo a Jesús? ¿Es capaz de renunciar a su sueño, a su deseo más hondo y verdadero? ¿No habrá sido en vano tanta entrega y sufrimiento por sacar adelante su familia? ¿No se dispersarán todos y su hijo morirá o no será ya lo que él ha soñado?

Surgen las dudas en el alma de Francisco. Vienen los miedos. Ante esa aparición de Jesús, Francisco tiembla y teme entregarlo todo. Sufre, tiembla, suda.

Se une a Jesús mismo en Getsemaní. Quiere que pase ese cáliz. Pero al final, como Jesús mismo, en un acto de amor y generosidad santa, se lo entrega todo a Dios.

Pone en las manos de Dios sus bolas de oro. Le entrega como Abraham al hijo de sus entrañas. ¿Qué quiere Dios ahora? Se lo da todo. Ya es libre.

Ya es pobre de verdad, hasta el extremo. No posee nada en absoluto. Ha sido despojado de todo. Desgarrado de lo que más ama.

Y ahora en su piel quedan marcadas las llagas de Jesús. La expresión de su amor profundo por su hijo. Las señales del amor crucificado.

Francisco ya le pertenece a Dios por entero. No es dueño de nada. Ni de sus sueños. Ni de sus deseos. Todo es de Dios. Y él es sólo su pobre hijo que sueña con amar a Jesús siempre.

Pienso en Francisco y me conmueve su sí de niño. Se lanza al vacío y lo entrega todo.

¿No siento a veces en mi corazón que digo entregárselo todo a Dios, pero guardo en mi alma algo sagrado? Retengo lo que más quiero.

Escribo oraciones preciosas, bonita poesía. Entrego en imágenes la vida entera. Pero son sólo palabras. Y las palabras ni sangran ni duelen.

Luego la vida es más difícil y el alma guarda tesoros escondidos. Es como esa madera para el náufrago en la tormenta. ¿Qué nombre tienen mis bolas de oro?

Casi creo que son queridas por Dios y forman parte de su plan de amor. Y realmente fue Él quien las puso en mi camino. Para que las amara, para que me sostuvieran.

No me las pide porque me hagan daño. Porque no es verdad, le dan sentido a mi vida. Son mi tesoro santo. Un bálsamo en el dolor. El sostén al que me abrazo a veces con temor y temblor.

Puede ser mi propia familia que Dios me ha dado. Puede ser un camino profesional que me hace feliz como persona. Puede ser una obra que yo he fundado y que ha dado tantos frutos hasta ahora.

¿Por qué me pide Dios ahora que la sacrifique como hizo con Abrahán un día en Moria? ¿O como hizo con Francisco en la soledad y silencio de ese monte Alvernia?

El corazón tiembla. ¿Se contradice Dios? ¿Dónde está oculto el mal en un amor sano y verdadero? No lo entiendo. Mi corazón se rebela acariciando nervioso mis bolas de oro. Esas que aprieto con rabia contra mi pecho porque me hacen bien.

Ya lo he dado todo, Él lo sabe. Por eso le digo a Jesús muy quedo: “Esto no puedo dártelo. Otras cosas sí. Pero esto es mi tesoro, lo único que no puedo darte, lo siento”.

¿Qué nombre tiene lo que Dios me pide? ¿Quiere que se lo dé de verdad o me salvará al final como salvó a Isaac del puñal de su padre Abrahán? No lo sé.

Pienso en esa escena de Jesús en Getsemaní entregando a sus hijos, su propia vida. En ese momento en la vida de Abrahán cuando todo parecía oscurecerse en el monte Moria.

Miro a Francisco en esa noche del monte de su retiro mirando a Jesús. El sí de ese momento es tan hondo… Es la renuncia más sincera del hijo que cree en los planes y peticiones de un Dios que le ama.

Miro mi tesoro. Tal vez soy esclavo y no me doy cuenta. Quiero que mi hijo, mi sueño, mi proyecto, mi plan. Sean míos. Sólo míos. No quiero dárselos a Dios porque no me fío tanto.

Me he construido mi reino, no el suyo. Me he colocado yo en el centro diciendo que era Él. Pero era yo oculto bajo una capa de soberbia y vanidad.

Quiero mirar dentro de mi alma. En medio de mis heridas. ¿Qué temo perder? ¿Qué me quita la paz si pienso en el futuro? Mis miedos toman cuerpo, forma, nombre. Son mis bolas de oro sujetas entre mis dedos, atrapadas en la piel.

Parece como si al pedírmelas Dios me estuviera quitando la vida. Lo que está haciendo es que me haga más semejante a Él.

Como Francisco en esa noche de miedos. Y le digo que sí. Le entrego mi tesoro. Mis miedos. Mis seguridades. Todo es suyo. Le pertenece mi vida.

Sólo confío en que su amor es para siempre. Y suelto la madera en medio de un mar revuelto. Él sujeta mi vida. Lo sé. Confío.

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