“Han recibido la alegría del Evangelio: que Dios nos ha amado tanto que dio a su Hijo por nosotros. Y esta alegría se ve en su pueblo, se ve en sus ojos, en sus rostros, en sus canciones y en sus oraciones. Quiero darles las gracias por la alegría que traen al mundo entero y a las comunidades cristianas”, dijo el Papa.
A continuación, la homilía pronunciada por el Papa Francisco:
“Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito" (Jn 3, 16). Aquí está el corazón del Evangelio, aquí está el fundamento de nuestra alegría. El contenido del Evangelio, de hecho, no es una idea ni una doctrina, el contenido del Evangelio es Jesús, el Hijo que el Padre nos ha dado para que tengamos vida.
Dios es la base de nuestra alegría no es una teoría bella sobre cómo ser feliz, sino experimentar ser acompañado y amado en el camino de la vida. “Tanto amó al mundo que dio a su Hijo”. Detengámonos hermanos y hermanas un momento en estos dos aspectos: “tanto amó” y “ha dado”.
En primer lugar, Dios tanto amó. Estas palabras, que Jesús dirige a Nicodemo, un anciano judío que quería conocer al Maestro, nos ayudan a ver el verdadero rostro de Dios. Él siempre nos ha mirado con amor y por amor vino a nosotros en la carne de su Hijo. En Él vino a buscarnos a los lugares donde nos perdimos; en Él vino a levantarnos de nuestras caídas; en Él lloró nuestras lágrimas y curó nuestras heridas; en Él bendijo nuestra vida para siempre. El que cree en Él, dice el Evangelio, no está perdido (ibid.). En Jesús, Dios pronunció la palabra definitiva sobre nuestra vida: tú no estás perdido, tú eres amado, siempre amado.
Si escuchar el Evangelio y practicar nuestra fe no ensancha nuestro corazón para hacernos comprender la grandeza de este amor, y quizás nos deslizamos hacia una religiosidad seria, triste, cerrada, entonces es señal de que debemos detenernos y escuchar de nuevo el anuncio de la Buena Noticia: Dios te ama tanto que te da toda su vida. No es un dios que nos mira con indiferencia desde arriba, sino un Padre, un Padre amoroso que se involucra en nuestra historia; no es un dios que se complace en la muerte del pecador, sino un Padre preocupado de que nadie se pierda; no es un dios que condena, sino un Padre que nos salva con el abrazo de su amor que bendice.
Y llegamos a la segunda palabra: Dios "ha dado" a su Hijo. Precisamente porque nos ama tanto, Dios se entrega y nos ofrece su vida. Los que aman siempre salen de sí mismos. No se olviden de esto: El que ama siempre sale de sí mismo. El amor siempre se ofrece, se da, se gasta. El poder del amor es precisamente éste: rompe el caparazón del egoísmo, rompe los límites de las seguridades humanas excesivamente calculados, derriba muros y supera los miedos para entregarse. Esta es la dinámica del amor, hacerse don, darse. El que ama es así: prefiere arriesgarse entregándose antes que atrofiarse aferrándose a sí mismo.
Por eso Dios sale de sí mismo: porque "tanto amó". Su amor es tan grande que no puede evitar entregarse a nosotros. Cuando la gente que caminaba por el desierto fue atacada por serpientes venenosas, Dios hizo que Moisés hiciera la serpiente de bronce; en Jesús, sin embargo, resucitado en la cruz, Él mismo vino a curarnos del veneno que da la muerte, se hizo pecado para salvarnos del pecado. Dios no nos ama con palabras, no nos ama con palabras: nos da a su Hijo para que todo el que lo mire y crea en Él sea salvado (cf. Jn 3, 14-15).
Cuanto má se ama, más se es capaz de dar. Esta también es la clave para comprender nuestra vida. Es lindo encontrar personas que se aman, que se aman y comparten la vida; podemos decir de ellos como de Dios: se aman tanto que dan la vida. No importa solo lo que podemos producir o ganar, lo que importa es sobre todo el amor que sabemos dar.
¡Ésta es la fuente de la alegría! Dios amó tanto al mundo que dio a su Hijo. De ahí que cobre sentido la invitación que la Iglesia dirige este domingo: ‘Alégrate [...]. Alégrate y regocíjate, tú que estabas triste: sáciate de la abundancia de su consuelo’ (cf. Is 66, 10-11).
Pienso en lo que vivimos hace una semana en Irak: un pueblo golpeado se regocijaba de alegría; gracias a Dios, a su misericordia.
A veces buscamos la alegría donde no está, en las ilusiones que se desvanecen, en los sueños de grandeza de nuestro yo, en la aparente seguridad de las cosas materiales, en el culto a nuestra imagen, en muchas cosas. Pero la experiencia de la vida nos enseña que la verdadera alegría es sentirse amado gratuitamente, sentirse acompañado, tener a alguien que comparta nuestros sueños y que, cuando naufragamos, venga a ayudarnos y llevarnos a un puerto seguro.
Queridos hermanos y hermanas han pasado quinientos años desde que el anuncio cristiano llegó por primera vez a Filipinas. Han recibido la alegría del Evangelio: que Dios nos ha amado tanto que dio a su Hijo por nosotros. Y esta alegría se ve en su pueblo, se ve en sus ojos, en sus rostros, en sus canciones y en sus oraciones. La alegría con la cual ustedes llevan su fe en otras tierras.
Muchas veces he dicho que aquí en Roma las mujeres filipinas son ‘contrabandistas’ de fe, porque donde van a trabajar, trabajan, pero siembran la fe, esta es una ‘enfermedad’ generacional, pero ‘bendita enfermedad’, consérvenla. Llevar la fe, aquel anuncio que han recibido hace 500 años y lo llevan ahora.
Han recibido la alegría del Evangelio: que Dios nos ha amado tanto que dio a su Hijo por nosotros. Y esta alegría se ve en su pueblo, se ve en sus ojos, en sus rostros, en sus canciones y en sus oraciones. Quiero darles las gracias por la alegría que traen al mundo entero y a las comunidades cristianas. Pienso en muchas experiencias hermosas en familias romanas, pero así es en todo el mundo, donde su presencia discreta y trabajadora también ha podido convertirse en testimonio de fe. Con el estilo de María y José: Dios ama traer la alegría de la fe con un servicio humilde y oculto, valiente y perseverante.
Y en este aniversario tan importante para el santo pueblo de Dios en Filipinas, también quiero exhortarlos a no detener la obra de evangelización, que no es proselitismo. Ese anuncio cristiano que han recibido siempre debe llevarse a los demás; el evangelio de la cercanía de Dios pide expresarse en el amor a los hermanos; el deseo de Dios de que nadie se pierda pide a la Iglesia que ocuparse de los heridos y los marginados. Si Dios ama tanto que se da a nosotros, la Iglesia también tiene esta misión: no es enviada a juzgar, sino a acoger; no a imponer sino a sembrar; no a condenar, sino a traer a Cristo que es la salvación.
Sé que este es el programa pastoral de su Iglesia: el compromiso misionero que involucra a todos y llega a todos. Nunca se desanimen al recorrer este camino. No tengan miedo de anunciar el Evangelio, de servir y de amar. Y con su alegría podrán asegurar que la Iglesia también diga: “¡Tanto amó al mundo!”. Una Iglesia que ama al mundo sin juzgarlo y que se entrega por el mundo es bella y atractiva. Queridos hermanos y hermanas, deseo que así sea, en Filipinas y en todas las partes de la tierra.
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