Para Jesús fue Betania, el hogar donde amigos que lo amaban lo acogieron y le dieron reposo, ¿y tú en quién encuentras el cielo en la tierra?
Hay un lugar en la vida de Jesús que siempre vuelve a mi corazón en Cuaresma. Betania es un lugar muy cercano a Jerusalén. Una población muy pequeña en la época de Jesús. Se puede ir caminando desde la ciudad.
Allí pasó Jesús sus últimas noches en la tierra antes de ser apresado y condenado a muerte. Betania tiene mucho de hogar para Jesús.
Allí Marta, María y Lázaro lo esperan siempre para compartir la vida y los sueños. Es ese jardín que ahora uno puede visitar junto a la casa de la familia.
Allí tuvieron lugar muchos encuentros, se pronunciaron muchas palabras, hubo muchas oraciones. Jesús tuvo un lugar concreto en la tierra en el que descansar.
Fue Betania su hogar, esa casa en la que poder pasar las horas y sentirse acogido por aquellos que lo amaban, aquellos a los que Él amaba.
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Mucho rechazo pero también acogida
No siempre se sintió amado Jesús en su paso por la tierra. Muchos lo despreciaron y llegaron a odiarlo. Eso es verdad. Muchos quisieron su mal y planearon su muerte. No por las obras buenas que hizo, sino por decir que era hijo de Dios y por su pretensión de querer cambiar las cosas.
Porque cuando uno está feliz con la vida que lleva, con su poder, con su bienestar, con su vida aparentemente lograda, no quiere que nadie la desestabilice.
Y Jesús, con sus palabras, con sus obras, con sus silencios, con su amor, vino a poner el mundo en jaque. Y entonces tuvieron miedo. ¡Qué bien comprendo sus miedos!
El miedo al cambio, a perder la seguridad, el bienestar, el cargo, el amor, el poder. El miedo a que cuestionen mi forma de vivir, cuando no me quedan fuerzas para inventarme algo nuevo. A no ser capaz de enfrentar algo diferente a lo que ahora vivo.
Pero hubo un lugar físico, una familia, una tierra que siempre lo recibió con alegría. No quiso matarlo, todo lo contrario, lo defendieron con su vida, inútilmente.
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Compartir el presente
Allí Jesús comió con sus amigos, habló de sus sueños, dejó palabras de vida, resucitó a Lázaro cuando este cayó enfermo y murió.
Allí durmió cada noche antes de su última noche cuando fue arrestado y la pasó bajo la tierra atado en una cisterna profunda, esperando su condena.
Pero antes compartió el presente, que es lo único que uno puede compartir con sus amigos. Allí soñó con un mundo distinto, ese que comienza en el corazón de cada hombre y no se logra con grandes discursos, sino con una amistad fiel y concreta.
En Betania Jesús pudo ser Él mismo y sus amigos se sintieron amados: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro».
Me quiero sentir profundamente amado por Jesús. Como ellos. Ese amor tan grande cambió sus vidas. Y ellos sirvieron a Jesús, lo escucharon, lo amaron, rompieron el frasco sellado de su perfume y lo derramaron a sus pies.
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Amigos de corazón
Parecía excesivo, pero en realidad uno nunca ama demasiado a alguien. El amor nunca es excesivo. Puedo hacer otras cosas superando los límites, pero en el amor no hay límites. Hay límites en la paciencia, en la exigencia, en las súplicas. Pero no en el amor.
Romper lo más valioso que tengo para expresar mi amor no es un exceso. Es simplemente mi forma de amar, de abrazar, de sostener a quien amo.
Y Jesús fue amado de una forma única en Betania. Tal vez allí tampoco lo comprendieron del todo. Y no supieron bien qué compartía con ellos y cómo era su reino.
Como los doce apóstoles, los tres hermanos, discípulos también, tenían cegada la mente pero muy abierto el corazón. Amaban a Jesús sin comprenderlo del todo, sin pretender retenerlo en sus límites, sin desear reducirlo a sus esquemas hechos de barro, hechos de mundo.
Y los sueños de Jesús dejaron poso en el alma de esa familia y todo cambiaría para siempre.
Betania, reposo
Me gusta por eso ir a Betania. Allí las cosas tienen calma y paz, alegría serena, esperanza. Sí, mucha esperanza. Y una confianza ciega en el amor de Dios hecho carne, hecho gestos.
Me gusta ese hogar pequeño tan cerca del huerto de los olivos donde todo se volvió noche, en un sí desgarrador de Jesús, aquel jueves santo.
Pienso que mi vida pasa por ir a Betania muchas veces. Por encontrarme allí con Jesús. Porque Él ha puesto en mi vida personas que son Betania.
Son el recuerdo en la tierra del amor de Dios. Son lugares en los que la vida sucede en presente y se juega en el servicio y en la adoración humilde de Jesús que camina a mi lado.
Personas que acogen a Jesús en su corazón que es jardín y casa, que es tierra sagrada. Y allí, en ese interior silencioso, suceden las mismas escenas.
Jesús va a comer allí, se deja servir y ungir los pies, y resucita a Lázaro haciendo que descorran la lápida que cubre todo lo que está muerto.
Ser un cielo
En esos corazones que son Betania me encuentro con Jesús y me siento amado, como Marta, María y Lázaro. Y yo quiero entonces ser también Betania para otros. Que puedan llegar a mí como llegaba Jesús. Sin sentirse juzgados por mí, sin escuchar de mis labios críticas y juicios.
Que en mi alma haya atmósfera de cielo como en Betania. Y que en mí los sueños tengan fuerza y mi capacidad de amar no conozca límites. Que en mi alma, en mi Betania interior, pueda ser yo mismo y ellos también, sin tener que cambiar para que a mí me gusten.
Vuelvo a Betania cada noche en esta Cuaresma. Para tomar fuerzas, para dejarme cambiar por las palabras de Jesús que resuenan en el jardín.
Y saber que Jesús llega a hasta mí de nuevo para echar raíces en mi interior. Y sembrar paz, y sofocar mis miedos. En Betania me hago niño amado, dócil y sensible, y comprendo lo grande que es la vida que Dios me regala.
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