Antes de ser obispo, San Germán fue abad del monasterio de San Sinforiano, donde fomentó el espíritu de pobreza entre los monjes. Se dice que era tal su desprendimiento de las cosas materiales, que su conducta terminó siendo incómoda para aquellos monjes más aferrados a las seguridades de este mundo. Se cuenta también que en una oportunidad tuvo que enfrentar a un grupo de monjes que se rebeló contra su autoridad, temiendo que el santo regalara sus cosas. Y es que a San Germán le tocó vivir tiempos en los que la nobleza se encontraba en decadencia, en los que la ostentación y la vida desordenada eran la norma, y donde nadie se solidarizaba con quienes menos tienen.
El niño abandonado que se hizo monje
San Germán de París nació en 496, cerca de la ciudad de Autun. De niño fue abandonado por sus padres, aunque por gracia de Dios un pariente suyo, Scapilion, quien era sacerdote, se hizo cargo de él. Scapilion le proporcionó al pequeño los cuidados necesarios y la educación requeridas.
Más adelante, Germán, muy inclinado a la vida espiritual, ingresó al monasterio de San Sinforiano de Autun y se hizo monje según la Regla de San Basilio. Fue tanta su dedicación y observancia que sus hermanos lo eligieron abad. De acuerdo al testimonio de su amigo y también obispo, San Venancio Fortunato De Poitiers, se sabe que Germán fue un abad de fervorosa oración y sencillez, y que muchos milagros serían obrados por su intercesión.
“Gratis lo recibisteis, dadlo gratis”
A San Germán se le atribuye la conversión al catolicismo del rey franco Childeberto I, a quien solicitó poner orden en las costumbres de sus súbditos. Muchas prácticas paganas se mantenían en la Francia de entonces, y, en particular, entre los que se decían cristianos. Allí abundaron los excesos por igual, incluso en los días de fiestas religiosas.
En el año 555, el obispo de París, Eusebio, murió. Germán se encontraba en la ciudad y dado su prestigio de hombre noble y santo, tanto el clero como el pueblo reclamaron al rey que sea Germán quien ocupe la sede vacante. Childeberto I, rey de las Galias, accedió al pedido de la gente y lo retuvo en la ciudad.
Como pastor, San Germán fortaleció el anuncio evangelizador de los pueblos paganos, defendió la doctrina y extendió la práctica de las costumbres cristianas en la vida social, especialmente la limosna. También participó en el tercer y cuarto Concilio de París, así como en el segundo Concilio de Tours (566). Fue Germán quien, a la muerte de Childerico, interpuso sus buenos oficios para conciliar a los herederos que se disputaban el legado del rey. Lamentablemente en esa empresa no tuvo mucho éxito y murió sin ver restablecida la paz.
El protector de París y la limosna
Un tema que hay que subrayar cuando se habla de San Germán de París es el de la generosidad, y de su concreción práctica en la “limosna”. Es tradición desde los tiempos apostólicos la “comunión de los bienes”. Eso, en esencia, es compartir aquello que Dios da, sea material o no, para bien de cada cual.
El Señor Jesús fue el primer ejemplo: lo dio todo, no se guardó nada para sí; al punto que no tuvo “donde reclinar la cabeza”. Además, puso de ejemplo a la viuda pobre y mostró, a través del gesto de aquella mujer, que el amor se condice con el desprendimiento y el desapego. San Germán quiso hacerse eco de esa generosidad santa y movilizó a toda una ciudad para contribuir al sostenimiento de la Iglesia y de los más necesitados. Eso le valió ser llamado “el padre de los pobres”. Por eso, es necesario recordar que la limosna es expresión de amor, de entrega; una prueba fehaciente de que las “cosas” no son lo más importante, y deben ser medio para hacer el bien.
Tesoros en el cielo
Después de una vida austera y de penitencia, falleció casi a los 80 años, el 28 de mayo de 576. Muchos franceses lo veneran hoy como patrono de la gran metrópoli parisina.
El santo fue sepultado en la capilla de San Sinforiano -mandada a construir por Childeberto I-, ubicada en el templo de San Vicente. No obstante, en 754, sus reliquias fueron reubicadas en la nave principal, en presencia de Pipino el Breve y de su hijo Carlomagno, que entonces era un niño de siete años. Aquel templo se convirtió, tiempo después, en la iglesia de la Abadía de Saint-Germain-des-Prés, construida en honor al santo obispo.
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