¡Es el Señor! Estaban tristes pero todo cambió así

Jesús pide no tener miedo y creer, si Él va conmigo nada va a durar demasiado y nada será demasiado corto

Escucho en el alma a Jesús que me llama. Me dice que me quiere. Y me invita a no dudar. Yo tengo miedo.

El mar abierto me asusta. No me pide que no tenga miedo. Me mira en mi barca como a sus discípulos y me pide que crea en su palabra:

«Jesús les dice: – Muchachos, ¿no tenéis pescado? Le contestaron: -No. Él les dijo: – Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron, pues, y ya no podían arrastrarla por la abundancia de peces.

El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: – Es el Señor, se puso el vestido – pues estaba desnudo – y se lanzó al mar».

No reconocieron a Jesús pero…

Ya lo han intentado. Era lo que sabían hacer. Estaban tristes. Jesús ya no estaba con ellos. No lo reconocen cuando ese hombre les habla.

Pero le hacen caso. Y se arriesgan. Creen en Él sin saber que es Jesús. Y entonces Juan lo reconoce.

Me alegra el alma ese grito en medio del amanecer, al alba. ¡Es el Señor! Juan cree. Porque el que cree ve en la oscuridad, detrás de la muerte, más allá de las montañas, más lejos de la sequía que ahuyenta la lluvia.

Cree aunque muchos no crean ni confían. Basta una palabra, una orden. Echad las redes. Y ellos son dóciles.

¿Y si me fío?

Me conmueve esa docilidad del alma. Creer en aquel a quien no conocen. Se fían. Quisiera fiarme sin tomar en cuenta mis prejuicios, o mis miedos.

Gracias a la primera pesca milagrosa Pedro, Andrés, Juan y Santiago lo dejaron todo y siguieron a Jesús.

Ahora es otro momento. Hay melancolía y tristeza en el alma de esos hombres que lo habían dado todo por un sueño.

Lo que sabían hacer era pescar. Vuelven a hacerlo, pero es un fracaso. Y entonces Jesús se les aparece por tercera vez.

Y aun así no lo reconocen, pero hacen caso a ese desconocido. Se fían. Era imposible. Si algo sabían hacer era pescar. Le hacen caso a ese hombre.

Quizás una oscuridad en los ojos no les dejaba confiar. Pero creen, por no defraudar al desconocido.

Algo empieza

Creen y vuelven a echar las redes sin importarles el esfuerzo, el trabajo extra. ¿Para qué volver a intentarlo?

Y algo se enciende en el corazón de Juan. Como en los discípulos de Emaús al partir el pan.

El gesto de amor. Una orden. Un deseo de Jesús. Y miles de peces llenando las redes. De nuevo un milagro innecesario.

Sólo era necesario para aumentar su fe. Podían creer de nuevo. Sería posible volver a empezar. No dudan, no se reservan, no son egoístas.

Me gusta esa mirada tan libre. ¿Tan cansada? No lo sé, seguían esperando juntos.

Jesús reconforta

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Aparición de Cristo en el lago Tiberiades, acuarela de James Tissot, Brooklyn Museum.

Brooklyn Museum

Y Jesús vuelve a confortarlos:

«Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos. Nada más saltar a tierra, ven preparadas unas brasas y un pez sobre ellas y pan. Jesús les dice: – Traed algunos de los peces que acabáis de pescar. Subió Simón Pedro y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: Venid y comed. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: – ¿Quién eres tú?, sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Esta fue ya la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos».

Una comida más a su lado. Peces asados, pan partido. Junto al lago de sus sueños. El alma llena. Rota y llena al mismo tiempo.

Ya no tienen nada que defender. ¿Se ha ido el miedo? Hay paz en sus almas. Es Él, el Señor.

No deben temer porque está con ellos. Y si está con ellos todo es posible. No dudan, no se angustian. No pierden la esperanza.

Jesús en mi vida

Comer con Jesús es un regalo. Es ese encuentro cotidiano. No hay temas importantes sobre la mesa.

Sólo compartir la vida, el día a día, la paz del lago. No tienen miedo. No hay puertas cerradas. Sólo un mar ancho, un lago inmenso. Profundo y vasto. Y las orillas no se ven a lo lejos.

Mar adentro. Navegar en lo hondo sin cuidar las orillas, sin miedo a hundirme. No importan las olas ni los vientos.

Jesús va conmigo. No justifico mis decisiones, el único juicio que me importa es el de Dios, no el de los hombres.

Me importa cómo me mira, cómo me espera, cómo parte el pan conmigo y me entrega el pescado fruto de mi esfuerzo.

Todo cambia

Y me dice que va a mi lado recorriendo mares. Es una promesa que me ensancha el alma por dentro.

Descubro como decía un matrimonio hablando del amor a su hijo con una discapacidad: «El alma no tiene fronteras».

Y es cierto, no hay fronteras. El amor ensancha el corazón y el alma deja de tener límites, se vuelve flexible, deja a un lado la rigidez y el amor se vuelve ternura, abrazo, comprensión, mirada de paz.

Siento dentro esa llamada de Jesús a recorrer los mares. Me pide que no me inquiete. Que si Él va conmigo nada va a durar demasiado y nada será demasiado corto.

Su paz me llena. Y siento que ese pez y ese pan partidos serán mi alimento cotidiano. Su presencia en medio de mis fatigas.

Su sonrisa cuando me ponga triste sin motivo. Y su esperanza cuando sienta que está todo perdido.

Su llamada a dar la vida

Me alegra descubrirlo en mis días. Señalarlo desde la barca: «Es el Señor». Para yo estar seguro. Para que otros crean en mi grito y me sigan al agua para encontrarme con Él. Porque sólo a su lado tendrán tantas cosas sentido.

Me gusta ese silencio en el que me espera. Esa paz en el alma cuando me dice que no tengo nada que perder.

Me arriesgo, le entrego todo y dejo que las cosas sigan su camino. Sin querer poner yo barreras, sin decir que no a su paso por mi vida. Su llamada a pescar es una invitación a dar la vida. Confío.

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