‘La ficción suprema. Un asalto a la idea de Dios’ es un honesto y vibrante ejercicio de exploración intelectual y de búsqueda por parte del célebre escritor, con más preguntas que respuestas
De un tiempo a esta parte es poco habitual que se publiquen entre nosotros libros sobre Dios escritos por personas ajenas al ámbito eclesial. Y aún más infrecuente que sean acercamientos honestos, pues lo habitual suelen ser los ajustes de cuentas, la crítica más o menos descreída (como en ‘Las barbas del profeta’ de Eduardo Mendoza) o el ataque y la descalificación cultural.
No es el caso del estudio que acaba de publicar el novelista Álvaro Pombo, ‘La ficción suprema. Un asalto a la idea de Dios’, (en la recién nacida editorial Rosamerón), que pertenece a la categoría de los libros insólitos, y por ello, digno de atención.
El propio autor es consciente de ello cuando escribe: “Este ensayo mío es sociológicamente hablando inactual. Una parte de su encanto, para mí al menos, es que lo sea”. Es, por tanto, un libro escrito con plena conciencia de nadar contracorriente.
Pombo, escritor cántabro que cultiva la novela, el relato corto y la poesía, y que se inicia en el ensayo con esta obra, es uno de los más relevantes creadores españoles, ganador de los premios Herralde, Nadal, Planeta y Fastenrath, amén de ser miembro de la Real Academia de la Lengua Española. Y en buena parte de su obra ha encontrado eco la preocupación por lo sagrado, la Iglesia y la divinidad, si bien abordado desde muy distintas perspectivas.
Por ello puede decirse que ‘La ficción suprema’ no es un libro más, sino más bien el destilado de toda una vida, y dedicación literaria, enhebrada en torno a la búsqueda de Dios. El propio autor ha declarado a sus próximos que es la obra de la que se siente más orgulloso, seguramente por el estrecho modo en el que se entrelazan la vivencia personal y la experiencia poética.
El ensayo nos ofrece con absoluta frescura, y casi como si todo surgiera sobre la marcha, el resultado de una vida de preguntas, de auto indagación, de confrontaciones intelectuales con teólogos y artistas para intentar acercarse a la realidad más esquiva e inaprensible de las que pueblan nuestra existencia.
“Diré que he pensado mucho en Dios toda mi vida”, admite en sus observaciones preliminares, donde explica también que su libro “es una reflexión acerca de mi experiencia poética y religiosa”. Una experiencia que encuentra su anclaje en la religiosidad infantil de Pombo, que es, en rigor, la fuente de todo ese ansia insaciable que le lanza en busca de lo inefable.
El novelista se lamentará en varias ocasiones del carácter limitado de esa vivencia, de no haber madurado su experiencia religiosa más allá de ese “habla de un niño”, marcado por las ideas de la culpa, la devoción a la Virgen, la emoción primaria y la búsqueda de la pureza, pero la intensidad de su empeño acredita la hondura de aquella huella de sus primeros años.
Quizás por esta carencia, y por el reconocimiento de que su experiencia religiosa ha sido siempre subjetiva, sin contacto con la realidad de los demás creyentes, la aproximación de Pombo a Dios se realiza desde su condición de escritor, desde una mirada poética que se acoge a la autoridad de Petrarca cuando afirma a mediados del siglo XIV: “la teología es realmente poesía, poesía relativa a Dios”.
Y desde ese punto de vista establece la primera premisa que considera indiscutible: Dios es la ficción suprema. Ninguna otra idea concebida por el hombre tiene una capacidad de sugestión, de conmoción y de influencia comparable. De hecho “Dios, en sus diversas formas expresivas, ha incendiado la imaginación de todos los narradores”, reconoce Álvaro Pombo.
Ahora bien, además de ese gran concepto ¿hay algo más? ¿Hay una realidad última al fondo que otorgue a Dios una verdad metafísica, no tan sólo poética?
Esta es la gran pregunta que articula la escritura de este apasionante -aunque a veces exigente para el lector- ensayo en el que, por momentos, el escritor parece un detective enfrascado en la resolución del enigma máximo, entregado al empeño quijotesco de descifrar lo indescifrable.
Ante nuestros ojos, el escritor va haciendo acopio de datos, de indicios, de pruebas, de hipótesis, sospechas, opiniones de unos y de otros, intuiciones, juicios, deseos… Aunque la verdad es que, después de tantos años de darle vueltas a la cuestión, y tras el esfuerzo de casi un año dedicado a dar forma definitiva al libro, Pombo siente, y lo confiesa, que no hace más que merodear en torno a la pregunta, sin terminar de hallar una respuesta.
Una labor que realiza ante nuestros ojos, casi como si fuéramos un amigo íntimo al que le va contando sus progresos y sus estancamientos, sus hallazgos y sus derrotas. Y siempre con la honestidad de renunciar al Photoshop, sin ocultar las arrugas.
Y, sin embargo, es tanto el empeño que despliega, tanta la desnuda honestidad con que afronta el problema, tantos los esfuerzos volcados, que, al final del camino, allí donde el escritor agacha la cabeza aceptando una cierta derrota, los lectores no podemos sino intuir la sombra de una oculta victoria.
¿Es Dios algo más que una gran ficción? Sí, responde finalmente el escritor, si bien, a renglón seguido, se ve obligado a reconocer que no sabe bien lo que es ni en qué consiste ese algo más.
Sin embargo, es justamente la incapacidad de Pombo para ofrecer un cierre satisfactorio a su enigma la que nos instala de forma viva, y cierta, ante la presencia de lo inefable, de lo que escapa a la racionalización, más allá de los esfuerzos -útiles, pero incompletos- de los teólogos o de los poetas.
Es esa impotencia de Pombo, a fin de cuentas, la que abre la puerta del misterio. Y la que permite que aparezca la fe, que, a fin de cuentas, no deja de ser un salto al vacío que uno da cuando todas las razones se muestran insuficientes.
Un salto que no se da porque sí, a tontas y a locas, sino como consecuencia de una confianza o una certeza. De algún modo esto lo intuye Pombo aunque le duele no haber sido capaz de apresar el misterio con el abrazo de sus vívidas palabras.
Los primeros capítulos del libro, sin duda los más entrañables y los de más grata lectura, exploran su vivencia infantil de la fe, vinculada a la forma de entender lo religioso de su generación. “Todas mis narraciones y poemas están impregnados de expresiones religiosas”, admitirá. Y es que el autor de ‘La ficción suprema’ le ha dado muchas vueltas a esos recuerdos, que afronta siempre con respeto, pero también con espíritu crítico.
Recuerda las canciones y expresiones de su devoción a María y analiza el complejo mundo de sentimientos que todo aquello le provocaba al niño de entonces. Evocando el canto ‘Acompaña a tu Dios, alma mía’ recuerda sus emociones: “Era un texto conmovedor”. Y añade: “Yo le decía a mi alma que acompañase a su Dios. Este verso era el mejor de todos: yo era -y aún soy- muy de acompañar a mis amigos de un sitio a otro, en sus alegrías y en sus penas. Y Dios era un amigo en aquel tiempo”.
Sin embargo, los versos siguientes: “por ti (por el alma mía) condenado a muerte cruel” introducían ya el sentimiento de la culpa, que terminaba por ser el que más pesaba. Y la mayor culpa surgía por “haber cargado a otro, a Jesús, con culpas que él no tuvo y yo, en cambio, sí”, lo que, en cierto modo, confiesa Pombo, contradecía la educación recibida, que remarcaba la necesidad de asumir la responsabilidad de los propios actos.
“Estoy describiendo con un cierto detalle esta situación infantil porque recuerdo con toda claridad, a mis ochenta y dos años, los sentimientos de aquel crío de entonces: se describía una situación tensa, extraordinariamente emotiva, en la que yo era, de algún modo, el antihéroe”.
Y la entrada en escena de la Madre de Jesús, la Virgen, “una misteriosa figura femenina llena de poder y sin poder, Fuerte y frágil a la vez, como una madre. E intercedía por mí”.
La figura de María “añadía una intensificación emocional particular”, reconoce Pombo, y es que “dar disgustos a una madre era, si cabe, aún más grave y desgarrador que ser directamente culpable de la crucifixión de Jesús”.
“Creo que el sentimiento de culpa y nuestra responsabilidad personal por nuestros actos es un logro espiritual considerable. Pero el sentimiento mismo de culpabilidad era insufrible”, admite Pombo, quien reconoce, páginas después, que su dedicación a la poesía fue, en cierto modo, una salida frente a la mortificación de la culpa. “Había una cosa que yo podía hacer, que era cantar la gloria del mundo”.
Más tarde descubriría otra vía de consuelo: la oración de petición, en la que alzaba el corazón hacia Dios en demanda de una ayuda que raras veces llegaba en la forma que se había solicitado, pero que, sin embargo, proporcionaba un misterioso alivio.
Más tarde, en la adolescencia, el descubrimiento de su homosexualidad desatará un conflicto con la Iglesia y un alejamiento que, sin embargo, no será definitivo.
Una vez que su viaje personal llega a la edad adulta, Pombo inicia lo que hemos denominado antes, con cierta licencia literaria, su indagación detectivesca de Dios. Una exploración ante nuestros ojos en la que la mirada poética es la luz que ilumina, la lupa que se coloca sobre los datos, si bien auxiliada por otros focos.
Un viaje que empieza en torno a los ángeles, vistos desde la perspectiva de los poetas Rainer María Rilke y Wallace Stevens, pero también desde la perspectiva de la escolástica de Santo Tomás y de las doctrinas de San Agustín. Con ellos abordará también el estudio de Lucifer y el mundo de los ángeles caídos.
Como se ve, el escritor busca aproximarse al misterio de lo espiritual y de lo divino a través de las imágenes culturales en las que éste se ha ido depositando a lo largo del tiempo. Lo que le conduce a una estrategia de merodeo en torno al objetivo, casi de asedio, que nunca resuelve, pero que siempre ilumina.
Otros aspectos de la religiosidad, como el papel del silencio, o de la mística, son también abordados en ‘La ficción suprema’, como también la experiencia de la transformación radical, que Pombo concreta en la narración de los Reyes Magos, en la que se nos cuenta que regresan por un camino distinto porque todo ha cambiado para ellos tras haber contemplado al Hijo de Dios.
“Esta experiencia del cambio radical, que es la vez satisfactoria y aterradora, es una experiencia de lo sagrado que los poetas entienden mejor quizá que los administradores, o los jerarcas o los clérigos”. Una de esas experiencias misteriosas en las que lo poético se entrelaza con lo vivencial y que están en la base de la certeza de que Dios es más que una grandiosa ficción suprema.
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