Cuando el corazón cree más en el deber que en la misericordia, necesitas el perdón y conocer la misericordia
Me gusta meditar sobre la misericordia de Dios. Tal vez porque la necesito y porque veo que yo no soy misericordioso. Y exijo justicia y cumplimiento. Salvo cuando soy yo el que caigo y entonces sí pido el perdón. Medito la historia de Jonás:
«En aquellos días, vino la palabra del Señor sobre Jonás: – Levántate y vete a Nínive, la gran ciudad, y predícale el mensaje que te digo. Se levantó Jonás y fue a Nínive, como mandó el Señor. Nínive era una gran ciudad, tres días hacían falta para recorrerla. Comenzó Jonás a entrar por la ciudad y caminó durante un día, proclamando: – ¡Dentro de cuarenta días Nínive será destruida! Creyeron en Dios los ninivitas; proclamaron el ayuno y se vistieron de saco, grandes y pequeños. Y vio Dios sus obras, su conversión de la mala vida; se compadeció y se arrepintió Dios de la catástrofe con que había amenazado a Nínive».
Me gusta mucho este profeta rebelde que no entiende a Dios. No quiere predicar la conversión porque no quiere que el pueblo se arrepienta y reciba el perdón. Es paradójico.
Recorre la ciudad predicando la conversión y cuando aparentemente tiene éxito y cambian de conducta, él no entiende a Dios. No quiere que Dios se arrepienta de su juicio y los perdone.
No cree en la misericordia como camino de vida. Cree más en la justicia, en el pago a cada uno por lo que ha hecho. El mal se paga siempre con un castigo. Y el premio es para aquel que obra bien. Si no es así el corazón no aprende.
Me vuelvo blando al ver a un padre que siempre me perdona y pasa por alto mis caídas. No conozco esa misericordia que me hace mejor persona.
Todo es un regalo
Necesito ser perdonado en mis debilidades y encontrar que Dios nunca me rechaza haga lo que haga. Esa experiencia sana todas mis heridas. Comenta José Antonio Pagola:
«Cuando os sintáis rechazados Dios os está mirando con misericordia. Escuchad vuestro corazón. Dios está con vosotros. No os abandonará jamás. No lo merecéis. Nadie lo merece».
No merezco el rechazo ni el abandono. No merezco el perdón tampoco. Todo es gracia, no lo quiero olvidar.
Dios me ha creado imperfecto y tendrá paciencia conmigo. Será misericordiosocuando vea que no estoy a la altura del ideal que ha sembrado en mi alma. Me mirará con paz al ver mi pobreza.
¿Y cuando no estoy a la altura?
Jonás se somete, obedece a Dios y predica. El pueblo se convierte y obtiene la misericordia. Y entonces se rebelará contra ese Dios que es bueno y paga lo mismo al que trabaja todo el día que al que llega al final del día.
Cuesta ese Dios que ama de esa forma a sus hijos. Cuando medito esta historia pienso en lo lejos que estoy de la verdadera misericordia.
Creo en la justicia, en el castigo, en la pena. Creo en hacer el bien y evitar el mal. En cumplir y no dejar pasar las oportunidades que tengo ante mis ojos. Pero no acabo de creer en las palabras del salmo:
«Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor».
¿Será realmente Dios tan misericordioso como escucho? ¿Puedo estar tranquilo y creer en esa mirada compasiva sobre mis obras cada vez que no estoy a la altura de lo que soñaba alcanzar?
¿He palpado la ternura de Dios en mi vida? ¿Qué he aprendido en mi hogar, en mi familia? ¿Cuál es la imagen de Dios que guardo muy dentro al haber abrazado a mi propio padre en su pobreza?
No en la cabeza: en el corazón
No pienso en esa imagen que guardo en la cabeza, porque esa imagen de Dios tal vez sí crea en la misericordia. Doy un paso más y pienso en mi corazón.
Al corazón le cuesta más aprender y después desaprender lo aprendido. Tarda más que la cabeza que puede encontrar razonable ese perdón de Dios.
Pero el corazón no es así y graba experiencias y desde lo vivido interpreta y mira por un tamiz la vida que le rodea. Así es el corazón que mueve mis pasos. Más que mis ideas, más que mi cabeza, cuenta mi corazón.
Es ahí donde se imprime el sello de ese Dios que he conocido dentro de mí. Ese Dios en el que creo y al que sigo.
Actúo de acuerdo con sus normas. ¿Cuáles son? Ese Dios me muestra el camino y la forma de entenderlo todo. Y le digo a mi Dios como una súplica:
«Señor, enséñame tus caminos, instrúyeme en tus sendas: haz que camine con lealtad; enséñame, porque Tú eres mi Dios y Salvador. El Señor enseña su camino a los humildes».
Más allá de la justicia
Quiero que cambie Dios mi corazón que se ha acostumbrado a la justicia y al deber. Mi corazón que cree en el castigo y en el premio que mantienen el orden y la paz.
El que no trabaja que no coma. Quien obra mal que reciba su merecido. El que no construye el bien a su alrededor que sea castigado por ello.
Creo en la exigencia que pretende sacar lo mejor de mi débil corazón. Me cuesta creerme que baste el arrepentimiento verdadero para volver a empezar con el alma en paz.
¿Dónde quedan la penitencia y el cumplimiento del castigo? Sin ese pago de las deudas nadie puede cambiar de verdad. Es lo que tengo grabado en el alma y tal vez por eso juzgo tanto en mi corazón a los demás y a mí mismo.
No me permito ninguna caída y no tolero que los demás sean tan imperfectos. Los condeno con facilidad y no veo tan factible que mi mirada misericordiosa pueda mejorar sus pasos.
Si no los reprendo y exijo acabarán siendo débiles toda su vida. Si no soy un pilar que sostiene sus vidas se caerán una y otra vez sin remedio.
Necesito creer más en la misericordia de Dios para ser yo misericordioso. Necesito el perdón para poder perdonar. Que todo pase por mi corazón.
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