Discurso del Papa Francisco a los obispos de la República Democrática del Congo

, 03 Feb. 23 (ACI Prensa).- En el cuarto día de su visita apostólica a la República Democrática del Congo, el Papa Francisco mantuvo un encuentro con los obispos este 3 de febrero en la sede de la Conferencia Episcopal  Nacional del Congo (CENCO).

A continuación, el texto completo de las palabras del Papa Francisco:

Queridos hermanos obispos, ¡buenos días!

Me alegra encontrarme con ustedes y les agradezco de corazón la calurosa acogida. Gracias a Mons. Utembi Tapa por el saludo que me ha dirigido y por haberles dado voz con sus palabras: les agradezco cómo anuncian con valentía el consuelo del Señor, caminando en medio del pueblo, compartiendo sus fatigas y sus esperanzas.

Ha sido hermoso para mí pasar estos días en vuestra tierra, que con su gran selva representa el “corazón verde” de África, un pulmón para el mundo entero. La importancia de este patrimonio ecológico nos recuerda que estamos llamados a conservar la belleza de la creación y a defenderla de las heridas causadas por el egoísmo rapaz. Pero esta inmensa extensión verde que es vuestra selva, es también una imagen que habla a nuestra vida cristiana. Como Iglesia necesitamos respirar el aire puro del Evangelio, expulsar el aire contaminado de la mundanidad y custodiar el corazón joven de la fe. Así imagino a la Iglesia africana y así veo a esta Iglesia congoleña, una Iglesia joven, dinámica, alegre, animada por el anhelo misionero, por el anuncio de que Dios nos ama y de que Jesús es el Señor. Vuestra Iglesia está presente en la historia concreta de este pueblo, enraizada de modo capilar en la realidad, protagonista de la caridad; una comunidad capaz de atraer y contagiar con su entusiasmo y, por tanto, al igual que vuestras selvas, con mucho “oxígeno”. ¡Gracias por ser un pulmón que da aliento a la Iglesia universal! 

Es triste comenzar un párrafo con la palabra “por desgracia”, pero debo hacerlo. 

Por desgracia, sé bien que la comunidad cristiana de esta tierra tiene también otra fisonomía. En efecto, vuestro rostro joven, luminoso y hermoso está surcado por el dolor y la fatiga, marcado a veces por el miedo y el desaliento. Es el rostro de una Iglesia que sufre por su pueblo, es un corazón en el que palpita intensamente la vida de la gente con sus alegrías y tribulaciones. Es una Iglesia signo visible de Cristo que, aún hoy, es rechazado, condenado y despreciado en tantos crucificados del mundo, y llora nuestras mismas lágrimas. Es una Iglesia que, como Jesús, quiere también secar las lágrimas del pueblo, comprometiéndose a asumir las heridas materiales y espirituales de la gente, y derramando sobre ella el agua viva y sanadora del costado de Cristo.

Con ustedes, hermanos, veo a Jesús que sufre en la historia de este pueblo crucificado y oprimido, devastado por una violencia que no perdona, marcado por el dolor inocente, obligado a convivir con las aguas turbias de la corrupción y la injusticia que contaminan la sociedad; y que sufre la pobreza en tantos de sus hijos. Pero veo al mismo tiempo a un pueblo que no ha perdido la esperanza, que abraza con entusiasmo la fe y mira a sus Pastores, que sabe volver al Señor y confiar en sus manos, porque la paz que anhela, sofocada por la explotación, por egoísmos de grupos, por el veneno de los conflictos y las verdades manipuladas, pueda finalmente llegar como un don de lo alto.

Cabe preguntarse, ¿cómo ejercer el ministerio en esta situación? Pensando en ustedes, pastores del Pueblo santo de Dios, me vino a la mente la historia de Jeremías, un profeta llamado a vivir su misión en un momento dramático de la historia de Israel, en medio de injusticias, abominaciones y sufrimientos. Él gastó su vida para anunciar que Dios nunca abandona a su pueblo y lleva adelante proyectos de paz incluso en las situaciones que parecen perdidas e irrecuperables. Pero este anuncio consolador de fe, Jeremías lo vivió ante todo en su persona, él fue el primero en experimentar la cercanía de Dios. Sólo así pudo llevar a los demás una valiente profecía de esperanza. También vuestro ministerio episcopal vive entre estas dos dimensiones, de las que quisiera hablarles: la cercanía de Dios y la profecía para el pueblo.

Ante todo, quisiera invitarlos a que se dejen abrazar y consolar por la cercanía de Dios. La primera palabra que el Señor dirige a Jeremías es esta: «Antes de formarte en el vientre materno, yo te conocía» (Jr 1,5). Es una declaración de amor que Dios esculpe en el corazón de cada uno de nosotros, que nadie puede borrar y que, en medio de las tormentas de la vida, es una fuente de consuelo. Para nosotros, que hemos recibido la llamada a ser pastores del Pueblo de Dios, es importante estar cimentados en esta cercanía del Señor, “estructurarnos en la oración”, estando horas delante de Él. Sólo así se acerca al Buen Pastor el pueblo que nos ha encomendado y sólo así nos convertiremos verdaderamente en pastores, pues nosotros, sin Él, no podemos hacer nada (cf. Jn 15,5). Seríamos emprendedores, empresarios. Seríamos maestros entre comillas, pero no estaríamos detrás de la vocación del Señor. Sin Él no podemos hacer nada. Que no vaya a suceder que nos creamos autosuficientes, mucho menos que se vea en el episcopado la posibilidad de escalar posiciones sociales y de ejercitar el poder. ¡Ese feo espíritu del carrerismo! Y, sobre todo, que no entre el espíritu de la mundanidad, que nos hace interpretar el ministerio según criterios de beneficio personal, que nos vuelven fríos y alejados de la administración de cuanto nos ha sido confiado, que nos lleva a servirnos del rol antes que a servir a los demás, y a no cuidar más esa relación indispensable, la de la oración humilde y cotidiana. No olvidemos que la mundanidad es lo peor que puede sucederle a la Iglesia, lo peor. A mí siempre me tocó el final del Cardenal de Lubac sobre la Iglesia. Las últimas tres o cuatro páginas que dicen así: La mundanidad espiritual es lo peor que puede suceder. Peor aún que la época de los papas mundanos y concubinos. Es peor. La mundanidad está al alcance de la mano. Estemos atentos.

Queridos hermanos obispos, cuidemos la cercanía con el Señor para ser sus testigos creíbles y portavoces de su amor ante el pueblo. Él quiere ungirlo a través de nosotros con el aceite de la consolación y de la esperanza. Son ustedes la voz con la que Dios quiere decir a los congoleses: «Tú eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios» (Dt 7,6). El anuncio del Evangelio, la animación de la vida pastoral y la guía del pueblo no pueden resolverse con principios distantes de la realidad de la vida cotidiana, sino que deben tocar las heridas y comunicar la cercanía divina, para que las personas descubran su dignidad de hijos de Dios y aprendan a caminar con la frente en alto, sin agachar la cabeza ante las humillaciones y las opresiones. Por medio de ustedes este pueblo tiene la gracia de sentir dirigidas a él palabras similares a las que el Señor dijo a Jeremías: «Eres un pueblo bendito, antes de formarte yo ya te había pensado, conocido, amado». Si cultivamos la cercanía con Dios, nos sentimos impulsados hacia el pueblo y sentiremos siempre compasión por aquellos que nos son confiados. Esa actitud de la compasión que no es un sentimiento. Es una “padecer con”. Animados y fortalecidos por el Señor, nos hacemos, a su vez, instrumentos de consuelo y de reconciliación para los demás, para sanar las llagas de los que sufren, mitigar el dolor de los que lloran, alzar a los pobres, liberar a las personas de tantas formas de esclavitud y de opresión. De manera que la cercanía con Dios da profetas para el pueblo, capaces de sembrar la Palabra que salva en la historia herida de la propia tierra.

Para adentrarnos en este segundo punto, la profecía para el pueblo, miremos de nuevo la experiencia de Jeremías. Después de haber recibido la Palabra amorosa y consoladora de Dios, está llamado a ser «profeta para las naciones» (Jr 1,5), enviado para llevar luz en la oscuridad, para dar testimonio en un contexto de violencia y corrupción. Y Jeremías, que devora la Palabra del Señor, pues es para él gozo y alegría del corazón (cf. Jr 15,16), confiesa que esa misma Palabra siembra en él una inquietud imposible de suprimir, y lo conduce a encontrarse con otros para que sean abrazados por la presencia de Dios. Y dice así: «Pero había en mi corazón —escribe— como un fuego abrasador, encerrado en mis huesos: me esforzaba por contenerlo, pero no podía» (Jr 20,9). No podemos retener sólo para nosotros la Palabra de Dios, no podemos contener su fuerza; es un fuego, un fuego que quema nuestra apatía y enciende en nosotros el deseo de iluminar a quien está en la oscuridad. La Palabra de Dios es un fuego que quema por dentro y que nos empuja a salir. Esta es nuestra identidad episcopal: encendidos por el fuego de la Palabra de Dios, en salida hacia el Pueblo de Dios, con celo apostólico.

Pero —podríamos preguntarnos—, ¿en qué consiste este anuncio profético de la Palabra? Al profeta Jeremías el Señor le dice: «Yo pongo mis palabras en tu boca. Yo te establezco en este día sobre las naciones y sobre los reinos, para arrancar y derribar, para perder y demoler, para edificar y plantar» (Jr 1,9-10). Son verbos fuertes: primero arrancar y derribar, para luego poder edificar y plantar. Se trata de colaborar en favor de una historia nueva que Dios desea construir en un mundo de perversión e injusticia. Así que también ustedes están llamados a seguir alzando su voz profética, para que las conciencias se sientan interpeladas y cada uno pueda ser protagonista y responsable de un futuro diferente. Por tanto, es necesario arrancar las plantas venenosas del odio y el egoísmo, del rencor y la violencia; derribar los altares consagrados al dinero y a la corrupción; edificar una convivencia fundada en la justicia, la verdad y la paz; y finalmente, plantar semillas de renovación, para que el Congo del mañana sea verdaderamente el que el Señor sueña, una tierra bendecida y feliz, ya no más maltratada, oprimida ni ensangrentada.

Pero tengamos cuidado, pues no se trata de una acción política. La profecía cristiana se encarna en muchas acciones políticas y sociales, pero la tarea de los obispos y de los pastores en general no es esta. Es más bien la del anuncio de la Palabra para despertar las conciencias, para denunciar el mal, para alentar a los que están abatidos y sin esperanza. “Consuela a mi pueblo”. Ese lema que regresa y que regresa es una invitación del Señor: Consolad al pueblo. Consuela, consuela a mi pueblo.  Es un anuncio hecho no sólo con palabras, sino con cercanía y testimonio: cercanía, ante todo, con los sacerdotes (los sacerdotes son el primer prójimo de un Obispo: cercanía a los sacerdotes), escucha de los agentes pastorales, apoyo al espíritu sinodal para trabajar juntos. Y testimonio, porque los pastores, primero y en todo, deben ser creíbles, y en particular al cultivar la comunión, en la vida moral y en la administración de los bienes. En este sentido, es esencial saber construir armonía, sin subirse a pedestales, sin asperezas, sino dando buen ejemplo con el sostén y perdón mutuos, trabajando juntos, como modelos de fraternidad, de paz y de sencillez evangélica. Que nunca suceda que, mientras el pueblo sufre de hambre, se diga de ustedes: “a aquellos no les importa y se va uno a su campo, otro a su negocio” (cf. Mt 22,5). No, por favor, los negocios dejémoslos fuera de la viña del Señor. Un pastor no puede ser un negociante, no puede. Seamos pastores y servidores del pueblo de Dios, no administradores de las cosas, no hombres de negocios. ¡Pastores!

La administración del obispo debe ser la del pastor. Delante del rebaño, detrás y en el medio. Delante para señalar el camino. En medio para sentir el olor. Y detrás para ayudar a los que van más lentos. Y, es más, para dejar un poco el rebaño solo para que vea dónde encuentra el pasto. El pastor debe encontrarse entre estas tres situaciones. 

Queridos hermanos obispos, he compartido con ustedes lo que sentía en mi corazón, es decir, cultivar la cercanía con el Señor para ser signos proféticos de su compasión por el pueblo. Les ruego que no descuiden el diálogo con Dios y no dejen que el fuego de la profecía se extinga por cálculos o ambigüedades con el poder, ni tampoco por la vida tranquila o por la rutina. Ante el pueblo que sufre y ante la injusticia, el Evangelio nos pide alzar la voz. Cuando, según Dios, alzamos la voz, arriesgamos. Alzar la voz lo hizo un hermano de ustedes, el siervo de Dios Mons. Christophe Munzihirwa, pastor valiente y voz profética, que protegió a su pueblo ofreciendo su vida. El día antes de morir envió un mensaje a todos, diciendo: “En estos días, ¿qué más podemos hacer? Permanezcamos firmes en la fe. Confiemos en que Dios no nos abandonará y que de alguna parte surgirá para nosotros un pequeño destello de esperanza. Dios no nos abandonará si nos comprometemos a respetar la vida de nuestros vecinos, sea cual sea la etnia a la que pertenecen”. El día después fue asesinado -fue asesinado- en una plaza de la ciudad, pero su semilla, plantada en esta tierra, junto a la de muchos otros, dará fruto. Es bueno recordar, con gratitud, a los grandes pastores que marcaron la historia de vuestro país y de vuestra Iglesia; que los evangelizaron y precedieron en la fe. Hermanos, son vuestras raíces, que los robustecen en el ardor evangélico. Pienso también en el bien que me ha hecho conocer al cardenal Laurent Monsengwo Pasinya.

Estimados hermanos, no tengan miedo de ser profetas de esperanza para el pueblo, voces armónicas de la consolación del Señor, testigos y anunciadores gozosos del Evangelio, apóstoles de la justicia, samaritanos de la solidaridad; testigos de misericordia y reconciliación en medio de la violencia desencadenada no sólo por la explotación de los recursos y por los conflictos étnicos y tribales, sino también y sobre todo, por la fuerza oscura del maligno, enemigo de Dios y del hombre. Pero no se desanimen nunca, el Crucificado ha resucitado -¡el Crucificado ha resucitado!- Jesús vence, es más, ya ha vencido al mundo (cf. Jn 16,33) y desea resplandecer en ustedes, en vuestra valiosa labor, en vuestra semilla fecunda de paz. Quiero agradecerles, hermanos, vuestro servicio, vuestro celo pastoral y vuestro testimonio.

Llegando ya al final de este viaje, quisiera expresarles mi agradecimiento a todos ustedes y a cuantos lo han preparado. Tuvieron la paciencia de esperar un año. Son muy buenos. Mucha gracias por esto. Tuvieron que trabajar el doble, porque la primera vez la visita fue cancelada, pero yo sé que son misericordiosos con el Papa. De verdad, gracias. El próximo mes de junio van a celebrar en Lubumbashi el Congreso Eucarístico Nacional. Jesús está verdaderamente presente y operante en la Eucaristía; ahí da paz y restaura, consuela y une, ilumina y transforma; ahí inspira, sostiene y hace eficaz su ministerio. Que la presencia de Jesús, pastor manso y humilde de corazón, vencedor del mal y de la muerte, transforme este gran país y sea siempre vuestra alegría y vuestra esperanza. 

Y quisiera añadir una sola cosa. Dije: “Sean misericordiosos”. La misericordia. Perdonar, siempre. Cuando un fiel viene a confesarse, viene a pedir la caricia al padre y no el dedo acusador. “¿Y cuántas veces?” “¿Y cómo lo hiciste?” No, eso no. Perdonar. “Pero no sé, porque el Código me dice…” bueno, el Código debemos verlo porque es serio. Pero el corazón del pastor va más allá. Arriesguen, por el perdón, arriésguense. Perdonen siempre en el sacramento de la Reconciliación y así sembrarán perdón para toda la sociedad.

Los bendigo de corazón. Y, por favor, sigan rezando por mí. Gracias.

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