El amor siempre da

Jesús cuenta una parábola. La del amigo importuno:

Si alguno de vosotros tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: – Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle. Y, desde dentro, el otro le responde: – No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos acostados; no puedo levantarme para dártelos. Si el otro insiste llamando, yo os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la importunidad se levantará y le dará cuanto necesite”.

En la casa de la parábola el padre de familia tenía que despertar a todos para dar pan a su amigo. Parece que lo prudente es no dárselo. El amigo insiste. No se cansa. Y el dueño de la casa acaba cediendo. Para que lo deje tranquilo.

A menudo yo cedo a peticiones exageradas e inoportunas. Y recuerdo esta parábola. Y pienso que no lo hago bien. Porque lo hago para que me dejen tranquilo.

Pero no es así.

Es bueno lo que hago. Hago un bien, aunque mi deseo primero era no hacerlo. Insisten y acabo cediendo ante la perseverancia del que pide.

¿Así es Dios conmigo? No lo sé. Pero yo sí trato de responder para que me dejen tranquilo. Lo hago no por amor, sino como fruto de la insistencia. ¿No me pasa esto a menudo?

La insistencia abre la puerta de mi generosidad. Mi alma cede ante el que presiona e insiste. Insisten para que dé y al final lo hago para que me dejen tranquilo.

No soy tan bueno como parece. Y yo, no siendo bueno, cedo y doy. ¿No hará más todavía Dios que sí que es bueno? Así lo dice Jesús:

¿Qué padre entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?”.

Si yo que soy malo hago el bien, si yo que me busco a mí mismo egoístamente amo y me entrego,  si yo que tengo intenciones impuras en mi entrega soy generoso, ¡cómo será entonces el amor de ese Dios que me ama con pureza y de forma desproporcionada!

Dios me ama como soy, en mi pobreza. Y me ama sin darle yo nada a cambio. Simplemente me da y me quiere porque soy su hijo. Porque le pido cada día que cuide mi camino.

Y Jesús no puede resistirse porque me ve débil, desvalido y corre a levantarme. Dios me lo da todo. Y sobre todo me da el Espíritu Santo. Esa promesa me conmueve.

Dios me envía su Espíritu para que aprenda a vivir con paz, con alegría. Me lo da para que viva lleno de su amor.

Yo también quiero ser bueno con todos. Quiero darme, quiero dar. Quiero amar con ese corazón de Jesús que no duda en dar, en darse.

Doy gracias a Dios por todo lo que hace en mí. Se lo pido. Y muchas veces me lo da sin pedírselo. Lo que sucede es que no sé apreciarlo.

No me fijo que muchas de las cosas que tengo son un don de su misericordia. Son gracia. Me ama como soy, con locura.

Y me da mucho más de lo que yo necesito. Y yo me fijo justo en lo que no tengo, en lo que me falta.

Quisiera aprender a agradecer por todo lo que me ha dado. Sólo un corazón agradecido ve lo bueno de su vida y de los hombres.

Sólo un corazón que vive en paz puede darse a los que le piden amor y entrega. Sólo si estoy en paz con mi vida puedo mirar con misericordia y amar hasta que duela.

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