DÉCIMO OCTAVO DOMINGO DEL TIEMPO COMÚN
Ciclo C
Textos: Qohelet 1, 2; 2, 21-23; Col 3, 1-5.9-11; Lc 12, 13-21
Antonio Rivero, L.C. Doctor en Teología Espiritual, profesor en el Noviciado de la Legión de Cristo en Monterrey (México) y asistente del Centro Sacerdotal Logos en México y Centroamérica, para la formación de sacerdotes diocesanos.
Idea principal: “Guardaos de toda codicia”. Ante los bienes materiales, ni desprecio, ni apego, sino el “tanto cuanto” que nos aconsejó san Ignacio de Loyola.
Síntesis del mensaje: “La avaricia rompe el saco”. Esta frase proverbial parte de la imagen de un ladrón que iba poniendo en un saco cuanto robaba y cuando, para que cupiera más, apretó lo que iba dentro, y el saco se rompió. La codicia rompe el saco es una forma más antigua que La avaricia rompe el saco, como lo muestra su presencia en obras como La Lozana Andaluza 252, El Guzmán de Alfarache, esa novela picaresca de Mateo Alemán, El Quijote I 20, II 13 y 26. Una forma sinónima aparece en El Criticón de Baltasar Gracián: Por no perder un bocado, se pierden cientos. El corazón del codicioso no reposa ni siquiera de noche (evangelio). Busquemos las cosas de arriba (2ª lectura), pues las de acá abajo no sacian y son perecederas (1ª lectura).
Puntos de la idea principal:
En primer lugar, ante los bienes materiales no cabe el despreciarlos. Jesús no nos está invitando a despreciar los bienes de la tierra (evangelio). Son buenos y lícitos, y si fueron conseguidos honestamente, nos ayudan a llevar una vida digna y desahogada, en orden a tener una casa confortable y un trabajo remunerado, alimentar y sostener la familia, ofrecer una buena educación a los hijos y ayudar a los necesitados. La riqueza en sí no es buena ni mala: lo que puede ser malo es el uso que hacemos de ella y la actitud interior ante ella. Si Jesús llamó necio o insensato al rico del evangelio, no fue porque fuera rico, o porque hubiera trabajado por su bienestar y el de su familia, sino porque había programado su vida prescindiendo de Dios y olvidando también la ayuda a los demás. La codicia lleva a los hombres a expresar un profundo amor por las posesiones, lo que los constituye en idólatras.
En segundo lugar, ante los bienes materiales nos haría muy mal el apegarnos o idolatrarlos. Basta abrir la Sagrada Escritura: Judas fue codicioso y entregó a su Maestro; David codició a Betsabé y cometió adulterio y asesinato; Jacob codició los derechos de su hermano y le incitó a despreciarlos; los hijos de Jacob codiciaron el amor del padre y por envidia quisieron matar a su hermano José; Ananías y Safira mintieron y murieron. La codicia es un pecado tan antiguo como sutil. En el mundo en que vivimos, materialista por excelencia, no es nada raro que nos veamos tentados por la codicia. La Palabra de Dios nos habla del origen de la codicia, de sus efectos y de cómo enfrentarla. Este dicho esta ligado a la fábula de Esopo que habla del perro y el reflejo en el río. Un perro que iba con un pedazo de carne en su hocico y al pasar por un puente vio su imagen reflejada en el agua. Pensó que era otro perro que tenía un pedazo más grande y quiso quitárselo…El resultado: se quedó sin nada. Qohelet (1ª lectura) nos invita a relativizar los diversos afanes que solemos tener con su tono pesimista: “vanidad, todo es vanidad”, que podemos también traducir así: “vaciedad, todo es vaciedad”. La riqueza no nos lo da todo en la vida, ni es lo principal: la muerte lo relativiza todo. Es sabio reconocer los límites de lo humano y ver las cosas en el justo valor que tienen, transitorio y relativo. Tanto afán y tanta angustia, incluso del trabajo, no puede llevarnos a nada sólido. Nuestra vida es como la hierba que está fresca por la mañana y por la tarde ya se seca (Salmo). Jesús en el evangelio nos invita al desapego del dinero porque no es un valor absoluto ni humana ni cristianamente. Por encima del dinero está la amistad, la vida de familia, la cultura, el arte, la comunicación interpersonal, el sano disfrute de la vida, la ayuda solidaria a los demás. Hay que tener tiempo para sonreír, jugar, “perder tiempo” con los familiares y amigos.
Finalmente, ante los bienes materiales sigamos la consigna de san Ignacio de Loyola: “en tanto cuanto”. La regla del «tanto cuanto» es importante para todos los mortales. No se trata de una doctrina filosófica, ni de una planificación económica, ni de un proyecto político, pero pudiera servir para todo. El gran San Ignacio de Loyola, en sus Ejercicios Espirituales, lo presenta con las siguientes expresiones. “El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su alma; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son creadas para el hombre y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es creado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar de ellas, cuanto le ayuden para su fin, y tanto debe privarse de ellas, cuanto para ello le impiden. Por lo cual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas creadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos, de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos creados” (Ejercicios Espirituales, nº 23). Esta regla, de alguna forma la emplean todas las personas, pero no en el sentido en el que exige San Ignacio, porque todos buscan las criaturas, tanto cuanto lo puedan enriquecer, deleitar, distraer, divertir. Es una óptica totalmente diversa, ya que la mayoría emplea la filosofía del tanto cuanto, sólo en logros terrenos, humanos, materiales, olvidando aplicar esta fórmula en nuestras relaciones con Dios, en el negocio más importante: la salvación del alma. Sólo cuando tenemos a Cristo como Señor de nuestras vidas, podemos estar seguros de que moriremos más y más al pecado y viviremos más y más para Él, interesándonos por la salvación del alma.
Para reflexionar: ¿Dónde pongo mi felicidad: en las cosas materiales y perecederas o en las cosas eternas e incorruptibles? ¿Podría afirmar de verdad que uso y deseo todo «tanto cuanto» me es provechoso para mi salvación eterna? ¿Peco de codicia, aceptando sobornos, aprovechándome del débil para mi beneficio, defendiendo al injusto, ardiendo de envidia, viviendo siempre descontento con lo que tengo?
Para rezar: Dios Todopoderoso que impulsaste a san Antonio Abad a abandonar las cosas de este mundo para seguir en pobreza y soledad el Evangelio de tu Hijo, te pedimos que, a ejemplo suyo sepamos desprendernos interior y exteriormente de todo lo que nos impide amarte y servirte con todo el corazón, el alma y las fuerzas. Por Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor. Amén.
Para cualquier duda, pregunta o sugerencia, aquí tienen el email del padre Antonio, arivero@legionaries.org
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